POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
En Murcia, desde que el mundo es mundo, nunca fue lo mismo veranear que tomar los baños. Lo primero lo hacían muchos en Torrevieja, donde un tipo conocido como ‘El Curica’ hacía cada año su agosto cerrando alquileres para los murcianos. Y lo segundo se celebraba en el Mar Menor. Aunque ambas cosas se practicaban por cuantos podían. Entre ellos, los concejales del Ayuntamiento, aunque tenían la obligación de solicitar esos días libres para ser reemplazados por quienes les habían sucedido en las listas electorales. Igual que ahora.
Conocida es la costumbre de algunos huertanos que en carretas se trasladaban hasta el Mar Menor, cuando aún era tan cristalino como salvaje, para celebrar el novenario de baños en Los Alcázares, así llamados por ser remota residencia de los monarcas árabes, cuyos restos aún se encuentran en la actual zona militar.
Aquellos baños, que se consideraban medicinales por las aguas salobres y servían para disfrutar de un invierno con salud, según nuestros abuelos mantenían, debían realizarse durante nueve días consecutivos. Cuenta la leyenda que fue el mismísimo rey Alfonso X quien instauró esta costumbre después de ordenar a su mujer que se bañara en la laguna para remediar su infertilidad. Aunque también hay que anotar que ya Fernando IV, en 1303, describía Los Alcázares como «puerto de mar de Murcia».
Pero los huertanos de antaño poco sabían de reyes. Ellos, en cuanto culminaba la recogida de cereales, se dirigían a la costa para disfrutar de su novenario y del fresco de las noches junto al mar. Un antiguo folleto del Balneario de la Encarnación, inaugurado en Los Alcázares en 1904, describía hace un siglo cómo acudían «con sus carruajes en casetas donde se despojaban de sus vestidos y permanecían en el baño durante gran parte del día».
Cuando no se consideraban los carros suficiente albergue o se tenían medios para hacerlo, se construían improvisadas tiendas de campaña, chozas o barracas con lonas «en donde permanecían en continuado jolgorio o reparador e higiénico reposo… hasta ocho o diez días».
«Horas de sol y yodo»
La costumbre de los baños, por otro lado, no podía observarse antes del día 15 de julio, festividad de la Virgen del Carmen, instante en que las aguas quedaban bendecidas. ‘La Verdad’, en 1933, describía estos veraneos de familias en «improvisadas barracas que cada una de ellas se construyen, pasan unas horas inyectándose de sol y yodo, tostándose la piel y vivificando sus pulmones».
A la emigración veraniega se sumaba la necesidad de protegerse de la calorina, sin más aire acondicionado que el del abanico y, hasta bien entrado el progreso, sin más nevera que aquellas remotas fresqueras. Era la tan temida como popular ‘fosca’, imprescindible término murciano que aún se mantiene vivo y corre de boca en boca cuando llega el verano. La ‘fosca’, según la describió el diario ‘Las Provincias’ en 1887, era «una inmensa gasa de niebla blanquecina: son los vapores de este inmenso pozo de calcinación». Aquel verano el calor debió de ser insufrible. El diario refiere que «el aire caliente afligía; los pájaros estaban escondidos y los árboles doblaban tristes sus ramas caldeadas, como sucede con la leña verde cuando la meten en un horno». Durante las horas de más calor, la ciudad se transformaba en una urbe silenciosa. «De vez en cuando se veía alguna criada llevando una bandeja de hielo», escribirá un redactor del diario ‘La Paz’ en 1900.
El mismo periódico señalaba que las casas de baños de la ciudad de Murcia «han sido las más visitadas», para aclarar a renglón seguido que «nos referimos a las que tienen pozo artesiano, pues por las acequias discurre muy poca agua». Escaso consuelo para el huertano. Entretanto, el llamado «coche al valle» iniciaba su ruta diaria a los afamados baños del monte desde el Plano de San Francisco, un servicio al precio de una peseta, de ida a las 15.00 horas y de retorno a las 19.00 horas.
Torrevieja, murciana
Junto a las playas del Mar Menor, era destino preferido por los murcianos la alicantina Torrevieja, hasta el punto de que algunos defendían su incorporación al municipio de Murcia. «El día en que pertenezca a Murcia -publicará ‘La Paz’ en 1882- ambas poblaciones adquirirán toda la importancia que están llamadas a tener por sus respectivas posiciones topográficas».
Junto a los alquileres en la costa, las páginas de los periódicos se llenaban de anuncios de temporada, como las maletas de viaje del Bazar la Puxmarina, de «precios tan económicos que ellos solos se recomiendan», o los comestibles de El Niño de la Bola, entre los que destacaban, según otro reclamo de ‘El Diario’ de 1888, «los chorizos sin infundios» y los «huevos (no güevos) como dicen otros vendedores, de corvina y de bonito». La Fonda Universal, solo en verano, ofertaba grandes almuerzos a 2.50 pesetas «con una botella de vino de Valdepeñas».
Barracas y zarzos
¡No todos los murcianos podían darse el lujo de veranear! Para muchos quedaba la opción de los baños públicos, que Murcia los tuvo en varias localizaciones. En el llamado Huerto de Cadenas se alquilaban las pilas de mármol a una peseta la hora. Aunque había barracas de madera, a «60 céntimos por hora, no excediendo de cinco personas y si excedieran, 10 céntimos por cada una». O de zarzos, que eran 10 céntimos más baratas.
El Malecón, convenientemente iluminado, concentraba las veladas de quienes soportaban los rigores estivales en la urbe. Y de muchos jovenzuelos que, según denunciaba ‘Las Provincias de Levante’, eran «mal hablados». Por eso recomendaba el diario que el paseo estuviera vigilado «por tres o cuatro parejas de guardias, para mantener el orden y hacer que se compriman los alborotadores».
Fuente: http://www.laverdad.es/