INTRODUCCIÓN Y EPÍLOGO: NOTAS PARA ENTENDER UN LIBRO…
Jul 06 2015

POR MARTÍN TURRADO VIDAL, CRONISTA OFICIAL DE VALDETORRES DEL JARAMA (MADRID)

San-Antonio-Maria-Claret3

Introducción: Durante mis años de filosofía conviví con alguien de varios cursos superiores al mío que era muy gracioso. De los libros solamente leía lo que consideraba justo para enterarse de qué iban. Si se hubiera limitado a hacerlo, hubiera estado bien o mal o regular, allá él, pero el problema era que lo decía y lo propagaba a poco que le tiráramos de la lengua: de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía decía que bastaba y sobraba con leer solamente las cuarenta primera páginas y las diez últimas. Un día estaba leyendo un libro muy deteriorado bajo los eucaliptos de ‘Aguas Santas’. Me acerqué y le pregunté:

-¿Qué lees?

-Un buen libro, me dijo. Es como Dios no tiene principio ni fin.

Me lo enseñó. Le faltaban unas cuantas páginas al principio y al final. Le era imposible leerlo al estilo de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía.

Estas anécdotas me han venido a la mente después de leer entera la obra “Biografía del P. Claret”, por O***, publicada en Madrid en 1869 en plena efervescencia de la Revolución del 68 o por abreviar, “La Gloriosa”.

Antonio+Maria+Claret3

Porque, a semejanza de lo que pasaba con aquellas novelas del Oeste americano, también en esta obra el secreto se encuentra en su introducción y en su epílogo y, a diferencia con ellas, hay que leerla entera, para ver cómo se desarrollan los argumentos. He vuelto a releer esas partes y lo he tenido que hacer muy atentamente, una vez terminada la primera lectura.

Debo confesar que aún no me he recuperado del todo. Terminé de leerlo medio zombi. No daba crédito a lo que estaba pasando ante mis ojos, y, menos aún, a la terrible trascendencia que ha tenido esta obra en la historiografía sobre el P. Claret. Había encontrado inopinadamente la fuente de donde brota íntegramente la leyenda anticlaretiana que ha llegado a nuestros días. Antes creía que se podían atribuir algunas cosas a Valle Inclán, otras, a los anarquistas, otras a los liberales más radicales del siglo XIX. Estaba en un craso error. Todas se alimentan en esta pequeña obra de no más de 90 páginas y, en la práctica, nadie añade nada nuevo a lo que en ella se contiene, contentándose con emplear sus datos. Encontré también la clave para interpretarla correctamente, porque se halla resumida en sus XIII páginas del prólogo y en otra más, la del epílogo.

La leyenda anticlaretiana

La leyenda negra contra el P. Claret nació mientras él vivía. Algún periódico se ensañó especialmente con él, “La Iberia”, dirigida por Pedro Calvo Asensio, en la que colaboró asiduamente Salustiano de Olózaga1. Fue la imprenta de ese periódico la que sacó a luz esta obra en 1869. Se la pudo tomar por uno de tantos libelos como se publicaron en esta época, dado su tono provocador y mentiroso, pero tuvo la suerte de que cuatro corrientes de pensamiento se apoderaran de ella, la izaran como bandera y, así haya llegado hasta nosotros, tomándose como un compendio de verdades indiscutibles.

La primera es la de los liberales radicales. Las causas por las que éstos atacaban al P. Claret son muchas, pero se pueden resumir en una: no se le perdonó el intento del Padre Claret de configurar una Iglesia que pudiera convivir con el liberalismo en el poder. Es lo que pretendieron también desde otros puntos de vista Balmes y Donoso Cortés. Eso significó un progresivo despegue de la Iglesia del carlismo y el acercamiento a los moderados que, con este apoyo inesperado, pudieron gobernar de forma casi ininterrumpida los últimos años del Reinado de Isabel II. Tuvo otro efecto no deseado ni visto claramente al comienzo de ese despegue del carlismo: este movimiento político perdió muchos adeptos con el resultado de que ya no podía monopolizar la defensa de la Iglesia y se convirtió en un partido más. Esto es lo que explica la coincidencia entre la extrema izquierda y la extrema derecha en atacarle.

La segunda, los carlistas. De los carlistas recibió el P. Claret las mayores andanadas contra su fama y su persona, aunque ya estaba muerto y enterrado cuando Valle Inclán publicó sus ataques contra él. Curiosamente Valle Inclán repitió pe por pa lo dicho en esa Biografía, sin añadirle una coma. ¿Por qué? A Valle, desde un punto de vista meramente político le interesaba mucho desacreditar todo lo que se movía alrededor de Isabel II, como medio de socavar los apoyos a la línea de los Borbones que el consideraba espúrea, porque de esta forma contribuía activamente a que se impusiera la línea “legitimista” de los Borbones.

No se olvide que la Primera Guerra Carlista tuvo como fin poner en el trono a Carlos Isidro, el hermano de Fernando VII, en la que salió derrotado. Por lo que va expuesto es fácil deducir que Valle Inclán se movía por unos claros intereses políticos al atacar al P. Claret, a quien consideraba, por culpa del neocatolicismo –en esto coincidía con los liberales radicales- uno de los mayores soportes del trono de Isabel II. Valle que tanto despotrica contra el P. Claret promovió un escándalo más que regular al justificar la barbaridades cometidas por el Cura de Santa Cruz en la segunda o tercera ( dependiendo de si la sublevación de los matiners se considera también una guerra) carlistada. Era, y jamás lo ocultó, ferviente partidario de los supuestos derechos al trono de Carlos VII, el promotor de la última guerra carlista.

Con Valle hay otro problema no menor: es que considerarle como fuente en la historia de este período resulta sumamente problemático. Lo curioso es que en ningún otro caso, y menos en el del cura Santa Cruz, lo que cuenta se toma, ni se puede tomar como una fuente fidedigna. Esta regla se rompe en lo relacionado con el P. Claret, que es el único caso en que se le toma en serio.

La tercera en discordia, fueron los anarquistas. He leído detenidamente muchos artículos publicados en el Motín y en la Revista Blanca. Todos tienen un común denominador: tratar al P. Claret como a un ignorante y a un patán malicioso, que a base de chanchullos y de manejar la conciencia de Isabel II se hizo con un poder mayor del que le hubiera podido corresponder. Ignorancia y ambición serían los dos sustantivos que mejor definirían al P. Claret. Curiosamente también no hacen más que repetir, aumentando al libre arbitrio de los comentaristas, lo que contiene la Biografía publicada en los talleres gráficos de La Iberia.

La cuarta estaría conformada por los anticlericales, anticatólicos y masones del tipo de Manuel Villalba Hervás, que aprovecha todo ese material para atacar a la Iglesia española. En este grupo se debe colocar también a Miguel Morayta, fundador de la Liga Anticlerical española y gran maestre del Oriente español y a otros autores de principio de siglo, citados o no por Amorós.

Todos ellos escribieron a la luz de lo que habían recibido de ese opúsculo, pero sin modificar básicamente una coma. Estos autores se nutren sobre todo de lo que se dice en el prólogo, que es donde realmente se ataca con mucha más ferocidad a la Iglesia, sin descuidar por ello reírse de algunos títulos de las obras religiosas publicados en esos años. Invito a los lectores de estas líneas a que entren en algún repertorio bibliográfico y busquen los títulos de obras teatrales estrenadas a la par que se publicaban esas obras religiosas o que busquen en el catálogo de la editorial Paris-Valencia títulos de obras que están siendo reproducidas en facsímil.

Estas son las cuatro vías por las que ha llegado hasta nosotros muy cuidadosamente recogida y adornada esa leyenda anticlaretiana. Basta para convencerse de ello leer la introducción de Andrés Amorós hecha en 2008 a una obra teatral de Domingo Mira –De San Pascual a San Gil-2. Esa obra ganó el premio Lope de Vega de 1974. No voy a entrar en sus valores dramáticos, porque me iría fuera de mi campo de estudio, pero en cuanto a la historia no aporta ni una sola tilde a la famosa biografía.

Luego, leyendo esta obra, se llega de golpe y porrazo a la madre de toda la leyenda y al por qué versiones tan contrapuestas como puede ser una monárquica de izquierdas, otra de extrema derecha y otra de extrema izquierda se apresuran a beber en la misma fuente y repiten todo ello aumentando en calificativos pero sin añadir nada nuevo ni fundamental a esa primera versión. Fue esta confluencia de intereses entre sectores tan variopintos e, incluso fuertemente enfrentados entre ellos, la que ha hecho pervivir a este libelo.

Resulta llamativo que esta leyenda se retroalimenta a sí misma, ya que no busca en ningún momento establecer un diálogo con quienes la contradicen como tampoco se preocupa de mantener la más mínima apariencia de equidistancia o imparcialidad con respecto al personaje. Esta es la explicación de que no se cite más que una obra del P. Claret (“La llave de oro”) y que jamás se consienta que se pueda dar a través de otras obras que le son favorables un versión distinta de la que ellos defienden. En una palabra, se le condena sin escucharle y sin escuchar ningún otro tipo de testimonio que pudiera resultar favorable, a base de repetirse de forma indefinida. Es como si en un juicio solamente se oyera a la parte acusadora, sin dar al acusado la más mínima opción a defenderse.

La propaganda

Lo extraño en toda esta historia es que esto lo haya conseguido un libelo propagandístico, de lo que ni siquiera deja la menor duda en el prólogo. Ese libelo que, a lo mejor, tuvo algo de sentido, cuando fue publicado, carece de él en la actualidad.

Menos sentido tiene que se lleve recurriendo a él de forma incansable siglo y medio. Se ha convertido en el paradigma del caso en que los historiadores transmiten sin crítica alguna lo que han escrito otros antes que ellos. Porque está muy clara la justificación del autor para escribirlo:

“Séanos permitido disertar en forma de preparación sobre los acontecimientos políticos que harán eterna la memoria del mes de septiembre de 1868”.

Es, pues, una apología directa de los sucesos revolucionarios que acompañaron a “La Gloriosa”. El autor se cree en la obligación de hacerlo porque el hecho revolucionario más grave, desde un punto de vista político, fue la expulsión del trono de Isabel II. Es este hecho el central que se trata de justificar a lo largo de la obra. Porque, claro, luchar por esa reina en dos guerras carlistas, sufrir algún período revolucionario, para al final echarla del trono a cañonazos, no tenía mucho sentido. Menos aún un país de mayoría monárquica como era España en aquellos momentos.

Peor aún si se tiene en cuenta que cuando el libro se publicó se estaba tratando de sustituir a los Borbones por otra dinastía extranjera, como terminó ocurriendo con la coronación de Amadeo I de Saboya. El autor tiene que explicar a los monárquicos por qué expulsó la revolución a Isabel II y por qué se quería cambiar de dinastía. Porque muchos podrían pensar que para ese viaje, no habría hecho falta tanta alharaca.

Como es natural, también lo más fácil es echarle la culpa a los expulsados, porque son los que menos posibilidades tienen de defenderse. Es el discurso que mejor iban a entender los destinatarios de ese libelo, ya que lo más directo es siempre echarle la culpa la víctima de lo que le ha pasado:

“Hoy sabemos que todas las revoluciones las hacen los malos gobiernos, que ellos las preparan, las excitan, las hacen estallar, y que después se ocupan solo de denigrar y calumniar lo que miran como arranques de desacato y desorden”.

De esos malos gobiernos hubo abundancia durante el reinado de Isabel II, comenzando naturalmente por Narváez, siguiendo por González Bravo. Esos malos gobiernos fueron los que echaron a rodar el trono, y no pararon hasta que la revolución tuvo que descabalgar a sus ocupantes. La culpa de todo la tuvo la reina: “Isabel en su cámara trabajaba (y no poco) en hacerse odiosa al país con sus tendencias de soberbia y de mando absoluto”.

Tenemos pues una justificación para que estallase la Revolución y para que se expulsase violentamente del trono a todos los Borbones. ¿Qué demonios pintaba en esta historia el P. Claret? ¿No era este acaso ajeno a la política, a las luchas partidistas? Al parecer, de acuerdo con las primeras seis páginas de la introducción, el P. Claret no tendría cabida en ella, como no la tiene en las páginas de sus contemporáneos Pirala, Borrego o Angelón, por citar solamente a algunos de los más destacados.

¿Por qué entonces el autor de esa obra da un giro espectacular en su razonamiento y comienza a cargar contra el P. Claret dentro de una obra de propaganda política? La explicación que nos da está bastante lejos de ser satisfactoria. Es que el P. Claret era quien de verdad mandaba en España a través de la manipulación de la conciencia de la reina, logrando incluso doblegar a sus cortas entendederas a todos los gobiernos que pasaron mientras él estuvo de confesor. Esta es la razón última de los malos gobiernos que consintió Isabel II que gobernaran en España. La premisa mayor de la que parte el resto del razonamiento es, pues, el manejo, manipulación y marrullerías de un P. Claret, responsable último en mayor grado que la reina y los propios gobiernos de todos los males de la Madre Patria.

Si esto fuera verdad, habría que preguntarse si es que la Gloriosa se hizo para librar a España del influjo del P. Claret y si, para ese corto viaje, se necesitaban tan aparatosas alforjas. El autor ha encontrado de rebote una justificación para su libelo: demostrar lo importante que había sido la defenestración del confesor de la Reina.

El gran problema de esta premisa es su falsedad.

Esta se demuestra con un solo hecho: el reconocimiento del Reino de Italia en 1865 por O’Donnell y el prolongado destierro de la Corte, sufrido por Sor Patrocinio. De poco le sirvió ese mando al P. Claret que no pudo impedir esas actuaciones del gobierno, estuviera o no en la Corte.

Pero el P. Claret no estaba solo en esta tarea: se le asocia con Sor Patrocinio, de quien el autor no dice una mala palabra, porque era el jefe visible de una camarilla. Pero el autor omite que la jefe de esa camarilla intrigante eran precisamente Sor Patrocinio a pachas con el P. Fulgencio, y la camarilla no se movía alrededor de la reina, si no del Rey Consorte Francisco de Asís.

La siguiente parte del razonamiento no deja de ser chocante: el padre Claret era un hombre ambicioso, avaro y marrullero, que nunca daba puntada sin hilo. Astuto e inteligente, pero inculto hasta decir ¡basta! sus sermones de creer al autor en nada desmerecerían de los de Fray Gerundio de Campazas. Siendo este manipulador tan tosco, no se podrían derivar más que consecuencias calamitosas para la nación. Se produce en este punto una curiosa inversión de los argumentos: en vez de probar las manipulaciones, los chanchullos, las comeduras de “coco”se comienza por atacar al personaje a base de intentar destruir su crédito y su honorabilidad. El argumento pasa así a cambiar de enunciado: puesto que el personaje es un miserable, un bribón, un engañabobos, todo lo que hizo es malo, marrullero y manipulado. Se ahorra de esta manera la carga enojosa de la prueba. ¿Cómo es posible defenderse de esos argumentos ad hominem?

Las consecuencias para la nación fueron una reina manipulada, unos gobiernos engañados que tomaron unas decisiones cada vez más nefastas. Terminaron poniendo a la reina y al gobierno en el disparadero, con el resultado final, de que el movimiento revolucionario tuvo que actuar deshaciéndose de todos ellos.

¿Desde qué presupuestos se manipulaba a la Reina? No podían ser otros que desde el neocatolicismo, del cual era un representante más conspicuo el P. Claret, que con sus sermones y sus libros llegaba a grandes masas. El problema es que el autor no separa en nada el neocatolicismo del carlismo, sabiendo como sabía que no tenían casi ningún punto en común.

Había que impedir el acercamiento entre la Iglesia y el Estado, después de las duras confrontaciones a que dio lugar la desamortización y la matanza de frailes de 1835. Por eso mismo llega a afirmar que el gobierno llegó a caer en las manos de los partidarios del absolutismo. Este argumento resultó ya en aquellos momentos muy poco creíble, pues, como se ha dicho parte de una identificación capciosa entre los que querían renovar la Iglesia y los carlistas, con los que no coincidían prácticamente en nada, ya que los carlistas siempre estuvieron fuera del sistema político.

Enmarcada así la biografía del P. Claret como un arma propagandística, cabe preguntarse honradamente desde un punto de vista intelectual hasta qué punto al autor de la obra la interesaba la verdad y quién le autorizaba a él para dar lecciones continuas de moral. Es normal que la verdad de la vida del P. Claret le interesase muy poco y que mucho menos se preocupase de cerciorarse de si lo que contaba realmente era cierto. La justificación de la revolución, bien supremo de todo este entramado, podía aguantar que se dijera algo inexacto o falso o, peor [,] aún, que se reunieran todos los chismes de todos los chismosos que circulaban por Madrid –ahora les llamaríamos leyendas urbanas- sin preocuparse de su veracidad.

Cuando se publicó el libro, el P. Claret estaba en el destierro y era muy difícil que se pudiera defender o que alguien pudiera hacerlo por él. Pero eso era lo de menos. Al P. Claret se le cargó en la propaganda con el mochuelo de la caída del trono: no se pudo endosar a Narváez porque estaba muerto, ni a otros generales como O’Donnell, Serrano y menos Prim, porque eso sí que podría resultar peligroso. La culpa, al fin y al cabo, la tenía de nuevo la religión, es decir la Iglesia: este es el mensaje que verdaderamente se quiere hacer llegar al lector.

Un aviso a navegantes

Llegamos así a lo nuclear del libro. Cuando se trataba de restaurar la monarquía, podría dar la sensación de que la revolución se había hecho para nada. Por eso apuntando a las causas del fracaso de los Borbones y de sus gobiernos se mandaba un claro aviso de cómo tenía que comportarse el futuro monarca de la nación española. Es decir, si el P. Claret –la Iglesia por elevación- había tenido la culpa de la revolución del 68, se querían dar unas pautas de conducta para el nuevo monarca de cómo tenía que comportarse. Debería alejar lo más lejos de sí a la Iglesia, porque el remedio, en el caso de que no se hiciese así, volvería a ser un periodo revolucionario.

Este aviso a navegantes iba dirigido también a los nuevos dueños de la situación: al general Prim, por encima de todo. Si los gobernantes anteriores también militares habían caído en esa equivocación, él debería evitar repetir este error. ¡Mucho cuidado de rodearse de personajes eclesiásticos parecidos al P. Claret! La revolución podría acabar con todos ellos a la vez, como había sucedido recientemente. Los eclesiásticos –y la Iglesia en un sentido más general- habían sido culpables del mal gobierno de España, por eso cualquier buen gobernante se mantendría alejado de ellos: esta es la principal conclusión del autor.

En este punto subyacía otro problema que el autor da por sentado pero que no se atrevió a investigar: las relaciones del P. Claret con los militares que dominaron la situación. Este punto se convierte en crucial para toda la argumentación del libro y para los intereses defendidos en él.

Por lo que sabemos las relaciones del P. Claret con el capitán general José de la Concha no fueron buenas ni en Cataluña primero, ni en Cuba después. Con Narváez se sabe que tampoco fueron demasiado efusivas y lo mismo con O’Donnell. Esclarecerlas bien sería un primer paso para poder saber hasta qué punto este autor tiene razón.

Al final, hemos llegado a saber por qué el P. Claret se convirtió en el centro de la historia de la Revolución del 68. Por un lado se pone de manifiesto el daño que puede hacer a la nación un hombre intrigante, malvado y sin escrúpulos al servicio de una idea –el neocatolicismo- y por otro se advierte que esto no puede volver a suceder, porque los frutos de esta revolución se esterilizarían por completo.

La tarea que debía emprender el autor a continuación, por la pura lógica de los razonamientos anteriores sería la demolición del personaje a quien se echa la culpa de todo lo que pasó. Este el motivo por que él abordó la biografía del P. Claret. Cosa que resultaría inexplicable, si no se tiene en cuenta todo lo que se lleva expuesto hasta aquí. Para eso necesitaba recopilar información y así lo hizo.

El acarreo del material

En mi pueblo cuando algún vecino quería construir su casa, todos los demás le ayudaban, en primer lugar acarreando los materiales necesarios para construirla. A esa ayuda se le llamaba “ir de carreto” y se convertía en un hoy por mí y mañana por ti. Este libro parece que está construido así: con material que han ido aportando de todas partes, pero sin ejercer una selección previa y sobre todo, sin garantizar la calidad de ese material. Es que para la finalidad que pretende cualquier cosa podría ser válida.

El primer problema que se plantea con ello es el de las fuentes. Las fuentes son muchas y de muy variadas procedencias, pero en ningún caso se especifican. El autor pretende que le creamos sin más y sin discutir su autoridad, como si su sola aceptación de ese material fuera el criterio definitivo para aceptar su veracidad o su bondad. En la ciencia histórica las cosas no funcionan así, o no debieran funcionar así.

Se ha intentado demostrar a base de la lectura del prólogo que esta obra se dedica fundamentalmente a justificar la expulsión revolucionaria del trono de los Borbones y que utiliza como argumento la manipulación de la conciencia de la reina realizada, supuestamente, por su confesor. Hasta aquí no se puede objetar nada, porque cada uno al escribir se propone una meta o fin, que en sí mismo no tiene que ser bueno o malo.

El problema viene a continuación: en vez de demostrar fehacientemente cómo se llevaba a cabo la manipulación de la conciencia de la reina, enumerando los hechos que lo demuestren, el autor se desvía de su objetivo y se dedica únicamente a machacar la figura de su confesor. De acuerdo: el P. Claret podría ser el hombre más avaro del mundo, el más mujeriego, el más retorcido, el más ignorante: pero eso por sí mismo no basta para explicar de qué medios se valía para dominar a la Reina y para que ella hiciese lo que él mandaba. Es insuficiente porque para probarlo no bastan enunciados generales y frases grandilocuentes. Hay qué aducir casos concretos en los que se produjo esa obediencia de la Reina y del gobierno de una forma indiscutible.

Afirmar que “Roma gobernaba a España” es sumamente grave, porque se reduce a una mera oración enunciativa, pero no se aduce una sola prueba. Una pregunta retórica ¿Alguien sería capaz de imaginarse a Narváez o a González Bravo obedeciendo cual mansos corderos al P. Claret? Es lo que se afirma de forma tajante y sin lugar para ninguna duda en varias ocasiones. Conociendo un poco la vida de ambos personajes, es una afirmación que hará sonreír a más de uno.

Las fuentes

Pero esa pérdida se produce también en otro asunto muy grave: en el de las fuentes de su información. No es nada serio que nos diga y nos repita: el me han dicho, el se dice que, los rumores que circulaban, las noticias de los periódicos, y otras fórmulas parecidas que tanto abundan a lo largo de la narración. En el epílogo dice: “todos los periódicos nos han revelado…” o también “la segunda noticia divulgada por toda la prensa”…para acusarle de impedir que la Reina abdicara en su hijo o que había robado dos custodias valiosísimas en el Escorial. Eso y nada es todo lo mismo.

Otras muchas veces se narran acontecimientos de los que no se sabe muy bien a través de qué medios llegó a conocerlos. Pero cuando da sus fuentes, es peor aún, porque se trata siempre de alguien que ha tenido algún roce con el biografiado. Cuando las acusaciones son tan graves como las que se contienen en este libelo, lo menos que se debe pedir es un poco de rigor al seleccionar cosas verdaderas o que tengan visos de serlo y separarlas de las que son manifiestamente falsas.

Al final, el resultado es que el libro se convierte en una sucesión de calumnias, porque, al no ser cuidadoso en la elección de esas fuentes, – a la propaganda política no se la puede usar con tan pocos escrúpulos ni tampoco hay por qué consentírselo todo- muchas veces el autor incurre en mentiras manifiestas. Así por ejemplo, le atribuye[n] al P. Claret tres obras. Resulta que solamente una es de él: las otras dos tienen autores conocidos. Esta mentira se ha venido repitiendo incansablemente hasta nuestros días.

Yo mismo estaba convencido por ejemplo, de que la titulada “Alfalfa espiritual para los borregos de Cristo”, una de las que se le atribuyen, era obra suya: lo he leído en numerosos autores tanto del XIX como del XX e incluso en alguno del XXI. Y sin embargo…fue publicada en el siglo XVII3 y su autoría se debe de acuerdo con un montón de autores a un jesuita. De ser cierta esta autoría, el P. Claret habría hecho el mayor de sus milagros: escribir una obra 150 años antes de su nacimiento, que es la fecha de la data de la primera edición4. Pues esto es lo que se nos ha hecho creer hasta aquí y lo que muchos siguen creyendo.

La otra, es “La salvación en la mano”. No tenía la más remota idea de que existiera, pero para informarse están los repertorios bibliográficos: en uno de ellos he podido averiguar sobre esa obra los siguientes:

“La Salvación” en la mano ó modo de conseguirla por convencimiento en la sociedad con Dios y con los hombres, por el M. R. P. Fr. Lorenzo Molina, último prelado de S. Francisco el grande de esta corte. Parte primera. De la sociedad con Dios. Tomo I, en el que se propone el modo seguro de conseguir la salvación por el medio facilísimo de la oración, como petición precisamente con el convencimiento de que Dios la da al que debidamente se la pide. Con aprobación de la autoridad eclesiástica. Madrid, 1850, imp. de J. A. á cargo de D. Antonio Ramos, lib. de Monier. Dos tomos en 8.° 205

No me ha costado el más mínimo esfuerzo comprobar este extremo, al que he dedicado escasamente cinco minutos.

Es muy interesante llegar a saber de dónde y cómo recopiló este material el autor. Hubo periódicos y periodistas que se ensañaron con el P. Claret. Modesto Lafuente fue uno de ellos: baste con leer el artículo que le dedicó en su obra “El Teatro social” a la asociación contra la blasfemia fundada por el P. Claret dice que en Lérida en 1845 o el tomo XXIII de su historia de España. Reconstruir la obra a base de buscar sus materiales originarios ayudaría muchísimo a esclarecerla.

Peor aún que todo esto. En el epílogo, a modo de despedida se le atribuye al P. Claret la desaparición de dos valiosísimas custodias del Escorial y su robo. Pero…a pesar de que aparecieron en el propio Monasterio, el autor insiste en su idea del robo y de que fueron repuestas en su lugar ante el temor que fuera extraditado por Francia. No le llega a entrar en la cabeza, que, gracias a la intervención del P. Claret, se salvaron esas custodias: ordenó esconderlas para librarlas del saqueo de las turbas, en caso de que se produjera. Una vez pasado el peligro, volvieron sanas y salvas a su lugar. Ni el haberlas encontrado en el propio monasterio ha librado al P. Claret de que se difunda esa calumnia a sabiendas de que lo era. Y sin embargo ahí está en el epílogo.

El autor

Llama mucho la atención del lector por lo bien escrito que está el libro. Tiene un estilo muy ágil y bastante directo para lo que se llevaba en aquellos años. Tiene mucha agudeza en alguna de sus partes, siendo su máxima preocupación convencer al lector de lo que está diciendo. Es esta una característica muy peculiar, porque es un libro pensado para leerlo en voz alta, como declamando.

El autor es un avezado orador, utiliza sin ningún rubor la pregunta retórica, que luego se contesta para mantener la atención y en otras ocasiones se adelanta a responder a posibles objeciones que se imagina se pueden poner a su relato de los hechos. Por eso ha escogido un estilo directo, en el que predominan verbos y sustantivos, y, en cuanto a las oraciones, las enunciativas, porque esa es la forma más rápida de llegar al posible lector-oyente y de dejar lugar a pocas dudas, ante afirmaciones tan rotundas como discutibles casi siempre.

El autor se debe buscar entre los colaboradores del periódico “La Iberia”, fundado por Pedro Calvo Asensio. Precisamente fue el que publicó un célebre artículo de Francisco Javier Carratalá en el que se presagiaba la “Gloriosa” el día tres de julio de 1868, es decir tres meses antes de que ocurriera6. Cuando se publicaron ese artículo y este libro, el periódico pertenecía a Práxedes Mateo Sagasta y se llamaba “La Nueva Iberia”. Se trata, pues, de buscar en un círculo pequeño de escritores, de los que existe además un abundante material escrito indubitado.

Es cierto que se ha atribuido a Salustiano Olózaga, pero lo que no sé en estos momentos en qué se basa esa atribución. Puede ocurrir que este libro sea una recopilación de cosas que fueron apareciendo en el periódico a lo largo de los años, en cuyo caso se puede saber que el recopilador coincida con el que firme mayor número de estas colaboraciones.

Hay un método para averiguarlo: comparar un escrito firmado por el autor y que se sepa que pertenece a él sin ningún género de dudas con este texto. En el caso de D. Salustiano este texto existe, pues se trata de otra biografía escrita por él, la de “El Empecinado” y que fue publicada en el Almanaque de La Iberia de 1862. El almanaque es una especie de anuario que publicaban muchos periódicos y revistas. Recoge artículos largos y cortos preparados expresamente para esa publicación, por los principales colaboradores.

Hay que comprobar cuidadosamente si coinciden ambos escritos en su estructura argumental. En este caso, si parte de una justificación de por qué la escribe y luego cuál es su técnica de narrar los hechos de la vida de “El Empecinado”. Solamente después de este trabajo previo se podrá abordar cómo se utiliza el lenguaje en ambos escritos: tipos de verbos, de adjetivos, de oraciones –sobre todo fijándose en el orden de las subordinadas-…Al final de ese camino tan largo y engorroso se puede llegar con certeza a algunas conclusiones y saber si ambos escritos salieron de la misma pluma con muy pequeños márgenes de error.

La lectura atenta pone de manifiesto un detalle muy significativo sobre el autor. Destaca como jefe de la camarilla de la Reina al P. Claret en asociación con Sor Patrocinio, a la que siempre se deja en un segundo plano. Todos los historiadores, aun los contemporáneos de éste, coinciden en que Sor Patrocinio fue la máxima exponente de la camarilla que se formó en el entorno del rey consorte, Francisco de Asís. Cuando ocurrió el máximo influjo de esta camarilla en la política el 19 de octubre de 1849, con el llamado “ministerio relámpago” impuesto por el Rey-consorte, el P. Claret no estaba en una posición que le capacitara para poder influir en la marcha de aquellos acontecimientos. Lo disparatado de esta asociación lo constituyen dos hechos que están bien probados.

El primero es que apenas se vieron en dos o tres ocasiones y de forma muy fugaz en el palacio y el segundo[,] es que sor Patrocinio se opuso, en la medida que pudo, a que el P. Claret fuese nombrado arzobispo de Toledo. Los argumentos que dio para hacerlo demuestran que el P. Claret le caía poco bien, por decirlo de una forma suave.

Y para terminar

De alguna manera he repetido la conducta de nuestro compañero, al comentar el contenido de este libro, pues me he limitado a las trece primeras páginas y a la última. Aún así creo que es mucho peor el hecho de que este libelo haya sido aceptado sin crítica, repetido una y otra vez sin comprobar la veracidad de su contenido[,] y, lo que es peor, descalificando fieramente a quien se atreviera a oponerle la más mínima objeción. Como si poner en cuestión alguna de sus afirmaciones, constituyera por si mismo un pecado mortal.

Se obvia también –esto es muy chocante- el contexto en que en que fue escrito y su finalidad política. En realidad lo que pretende el autor es hacer inviable la convivencia pacífica de la Iglesia dentro del estado liberal, que es lo que se estaba consiguiendo en los últimos años del reinado de Isabel II. Para ello nada mejor que una lluvia de bofetadas sobre la cabeza del P. Claret. Para conseguirlo nada mejor que asociarlo con la camarilla de Sor Patrocinio y del P. Fulgencio, porque así era mucho más fácil ridiculizarlo. Luego… algo estaría haciendo bien para lograr esa convivencia, porque de lo contrario no tendría sentido que se le atacara con tanta saña.

La conclusión última que se saca es que muchos autores han leído este libro a imitación del que estaba leyendo nuestro compañero, prescindiendo de las primeras y de las últimas páginas. A él, al menos en uno, le fue imposible porque se habían perdido. Eso le impidió aplicar su habitual método de lectura y le obligó a leer lo que se conservó.

En este caso, muchos autores han prescindido conscientemente de esas primeras y últimas páginas a conciencia y con ello están trasmitiendo una versión incorrecta de este libro. Se han fijado en detalles concretos, omitiendo toda referencia al marco conceptual en que está escrito.

He procedido a la inversa: primero me he preocupado de dibujar ese marco y luego trataré de interpretar el resto del contenido. He imitado a nuestro compañero en lo que va escrito, porque he reducido mi trabajo a las diez primeras páginas y a la última. Espero darle un mayor sentido cuando trate de los episodios concretos biográficos, que en el se contienen. La preparación ineludible para abordarlos con alguna garantía consiste, según mi modo de pensar en dar al lector unas cuantas claves de cómo interpretarlos.

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