POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Crecen acostados sobre las riberas, bebiendo de las aguas someras que empapan la tierra oscura que abandona el camino. Sus ramas lacias caen en cascada desordenada, seguras de que en el agua se halla el futuro de su perdición. Son tantas en su carrera hacia la escorrentía que uno las confunde con el tronco que las acuna. Este, retorcido, oscuro y verjurado como una resma de viejo papel florentino atiende solícito a las necesidades de unas raíces que sólo entienden de crecer y beber sin importar el coste de tamaña locura. En algunas zonas del bosque son tan abundantes que apenas dejan vislumbrar los arroyuelos, cegando vados y vaguadas, pasos y arrastraderos con sus ramas entrelazadas. Sus hojas de prolija escasez todo lo ocupan, convirtiendo el suelo del bosque que recorren las frías aguas cristalinas en una coyunda fértil de verde orgía indescriptible.
Y es tal su presencia, tan constante su existencia que pasa desapercibida para todo el que a su cercanía se aproxima. Llámesela bardaguera, balsa, salgueira, sanz, sarga negra, sauce ceniciento, prieto o sauz; zargatera, orgaza, ramal o prima de la mimbrera; enhiesta compitiendo con los chopos lombardos o codeándose entre saúcos y retamas de ojos amarillos; a la sombra perenne de robles ribereños, encinas despistadas, serbales sedientos y hasta de algún tejo negro enganchado al frescor del torrente que parte el roquedal, este vecino del pinar, habitante constante del bosque, permanece invisible a la vista de cuantos cruzamos la fronda serrana en cualquiera que sea la necesidad. Del mismo modo que ocurre con el jaguarzo de apellido jara y gentilicio estepa, transcurre su vida en el más absoluto de los desdenes.
Perdido todo el protagonismo frente a pinos descomunales, homéricos poemas que rompen la roca y se levantan hasta tocar el azul de un cielo que parece llamarlos desde la nuez, la pobre bardaguera, que, de apagado que lo viste, ni de verde puede presumir. Es levantar un palmo del terruño que ya vienen el rebollo a acogotarla con un exabrupto de bellotas imposible de derrotar, el avellano de delicadas ramas a ocupar la ribera más calmada o el acebo quien, fiel a su progenie, se multiplica en mata hasta tapar cualquier posibilidad de trascendencia. Si, al menos semejara retama y jara e, incluso, zarzamora, acabaría por destacar entre la monotonía con la sencillez de unas flores, ora pitiminí ora blanca y radiante, capaces de llenar un pradal inmenso que rompa el verde brutal de un bosque que no deja espacio para los que, como la sencilla bardaguera, tan solo viven para vivir, que no para destacar.
Y un servidor, que acostumbra a ver lo que nadie observa, a leer lo que pocos quieren leer, ve en esa pobre bardaguera dormida sobre el lecho de la cacera, al arrebol del humedal que presta la acebeda, adormecida por el frescor regalado de la rocalla que desencaja el hielo otoñal; al rocío de una primavera escasa y ahíta de preticor; allí ve, en esa penumbra desganada que congela el corazón, una promesa de vida más fuerte que en la copa más épica del pino padre del bosque, madre de la madera que nos ha de rescatar. Empujando cada insignificante y milimétrico avance con una vitalidad a prueba de sequía, de leñador ávido de calor, de termita defensora de una progenie infinita, la bardaguera construye un bosque atávico sin que ninguno de sus habitantes sea capaz de dedicar una lágrima de su sabia a tamaño compromiso, pues es de sacrificio incomprendido de lo que se sustenta la vida del común.
Ya sea abriendo la puerta al político, limpiando las sobras del restaurante, cocinando para un millar de bocas descreídas en un colegio perdido; trasladando enfermos desde la recepción de urgencias a donde corresponda, higienizando habitaciones o cambiando ropa sucia; aclarando las pizarras repletas de proyectos irrealizables de cualquiera que sea la cátedra; reponiendo estantes o completando fases de producción; acompañando al que sufre o está perdido, a quien tan sólo quiere hablar o que le escuchen; aplaudiendo al héroe o coreando la copla manida que corresponda. Sentados para hacer bulto y mirando lo que nadie atiende en butaca de cine, platea de teatro o gallinero de auditorio; paseando niños y multiplicando esfuerzos para que otro pequeño tirano alcance renombre en una sociedad que consume mentalidades con la misma desgana que las encumbra. Todos ellos, ellas, lo que sean, desapercibidos, inocentes, ocultos, apartados de la luz que lo mismo ilumina la miseria que apaga la dedicación incondicional del camionero capaz de llenar almacenes con nieve y trueno; de la conductora de la ambulancia nunca recordada que te salva la vida y te llama por tu nombre; de la enfermera que, oculta bajo capas de un plástico irredento, atiende tus ganas de vivir para que, una vez retorne el aire vital a tus pulmones, ni siquiera identifiques; del camarero, camarera, que regala una flor a tu café, una galleta al té verde, una pizca de tortilla, aceitunas, esa anchoa que parece no tener raspas o el torrezno que no romperá tu costoso empaste y a los que, desvergonzado de ti, apenas dedicarás media sonrisa.
Todas esas personas invisibles, digo, bardagueras del río que nos lleva a ninguna parte, son, en realidad, imprescindibles para que esta sociedad en la que vivimos sin pausa pueda alguna vez ser humana por algo más que el nombre, por algo más que el interés que define a todos aquellas ramas ignoradas que se arriman al bullicioso cauce.