POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Baltasar Melchor Gaspar de Jovellanos nació en Gijón la noche de Reyes de 1744, de ahí que se le impusieran esos nombres, y murió en Puerto de Vega el 27 de noviembre de 1811. Pensador, político, jurisconsulto, economista y escritor, fue pieza fundamental en el complicado juego de la economía, del pensamiento moderno y del gobierno de la nación. Sin duda alguna, el hombre más ilustre que ha dado la Historia de Asturias.
Jovellanos es menos popular y atrayente para el español medio que las figuras ardientes de la meseta: Teresa de Jesús, Lope de Vega, Juan de la Cruz, etc. Pertenece enteramente a esa periferia española, más europeizante y universalista: Balmes, en Cataluña; Luis Vives, en Valencia; Benito Feijoo, en Galicia y la misma Asturias; los “caballeritos de Azcoitia”, en el País Vasco, y otros.
España tuvo un momento en el que se pudo poner a tono con Europa: fue la época de Carlos III, la de los llamados ilustrados. Múltiples acontecimientos hicieron fracasar los intentos de un grupo de hombres, intelectuales en su mayor parte, tanto laicos como eclesiásticos, que habían hecho del progreso de su patria un problema que les preocupaba.
Jovellanos censuró duramente muchas de las cosas que veía en la España de su tiempo y se pueden leer abundantes páginas suyas, entonces condenadas, sobre que la verdad haya podido encontrar tantos detractores.
Jovellanos atacó a la Inquisición, procuró humanizar la aplicación de la Justicia y se mostró partidario de la reforma universitaria, el liberalismo económico y de una serie de medidas de carácter progresista.
Muchas veces se cita su “Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España”. En ella hace una crítica mesurada y objetiva de la realidad de su tiempo. Algunas de las diversiones públicas por él criticadas -hace más de dos siglos- siguen vigentes en la actualidad, como es el caso de las corridas de toros, que fueron prohibidas por el rey Carlos III.
En España siempre es fiesta y la fiesta es interminable, sin visos de acabar, todo lo contrario. Vive este país un auténtico furor festivo que identifica y caracteriza a la cultura peninsular. Hay fiestas para todos los gustos…y -hasta hace cuatro días- para todos los disgustos, como aquellas en que salían mal parados gansos, gallos, cabras, toros, burros…que eran pinchados, degollados, acuchillados, arrojados desde el campanario de la iglesia, o torturados hasta la muerte…mientras el público aplaudía y decía divertirse mucho, argumentando, además, que siempre se había hecho así y que formaba parte de la “cultura” y la sacrosanta tradición.
Ya el antropólogo Julio Caro Baroja reconocía que las fiestas en España son más abundantes y variadas que en cualquier otro lugar del mundo. Suele decirse en el resto de Europa -especialmente en los países nórdicos- que la proclividad festera de nuestro país es un argumento claro que se puede esgrimir a la hora de analizar el inferior desarrollo del sur europeo respecto al norte. ¿Es un falaz silogismo el que asocia el subdesarrollo económico con el exceso festivo?
Si aquí se trabaja poco ¿se debe a que el pueblo español es perezoso o es porque no hay, ni nunca ha habido, trabajo suficiente para todos?
Es cierto que se necesita creatividad abundante para entender a España desde fuera. Pero algo seduce al forastero en todo este debate y lo atrae hacia nuestro país, porque el sector turístico español ha cerrado el pasado año 2017 con cifras récord. Según los datos presentados por el anterior Ministerio de Energía, Turismo y Agenda Digital, el año 2017 se cerró con 82 millones de llegadas de turistas internacionales, lo que supone casi un 9% más que en 2016, una cifra nunca antes alcanzada.
El caso es que el debate entre liberación y alienación sigue vigente, porque unos piensan que las fiestas crean empleo, fomentan el consumo y atraen divisas, mientras otros creen que se trata de un despilfarro en bienes superfluos que entorpece el ritmo de producción general del país, paralizado -en más ocasiones de las necesarias- con macro puentes festivos que no tienen parangón en ningún otro país del mundo y con excusas de todo tipo para mantenerlos. No hablemos ya del huso horario que mantenemos sin ser el que nos corresponde geográficamente, o de la programación de las cadenas de televisión, con emisiones estelares que se prolongan más allá de la medianoche, cuando el resto de Europa lleva varias horas descansando.
Cierto es que cada comunidad, cada pueblo, cada cultura se autorretrata en sus fiestas: las gallegas, metafísicas; las vascas, recias; las castellanas, místicas; las andaluzas, garbosas; las catalanas, formales; las canarias, tropicales; las valencianas, estrepitosas; las asturianas, folixeras, a modo de jolgorio costumbrista, cuyos elementos de autorreferencia ofrecen un catálogo a veces discutible.
Fiestas hay en todos los países y culturas. Hasta los que más se precian de serios y disciplinados, como los alemanes, flotan en cerveza durante el Oktoberfest.
En esta España insólita, que vela cuando los demás duermen y come cuando los demás trabajan, confluyeron todos los caminos de la juerga: los de los latinos, los musulmanes, los celtas y cien pueblos más.
La Iglesia es el principal origen de muchas fiestas, y fue ella la que vertió en sus propios moldes los festejos de contenido que consideraba pagano. La Navidad, por ejemplo, uno de los principales focos celebratorios de Occidente, con un origen persa que pasó luego a Roma como fiesta del Sol. Paganísima, por supuesto, pues el 25 de diciembre era el día del luminoso Mitras siglos antes de que -hacia el año 350- la iglesia Católica resolviera astutamente ocupar ese día con la efeméride del nacimiento de Cristo, que es desconocida.
Las saturnales fueron la madre del carnaval medieval; pero el padre fue el cristianismo, porque sin la idea de la cuaresma, no se mantendría el carnaval en la forma concreta en que ha existido desde fechas oscuras de la Edad Media europea.
Cierto es que los españoles somos tolerantes, familiares, poco religiosos y estamos en general bastante satisfechos con nuestras vidas, como cierto es que en el ámbito católico, el que miente parece ser el más listo, porque luego se arrepiente y Dios le perdona; eso permite una manga ancha que no existe en los países protestantes o calvinistas, donde los ciudadanos asumen que por el comportamiento y la responsabilidad de sus actos tendrán que responder ante la sociedad. De modo que la disparidad entre los pueblos y naciones del norte de Europa y los latinos del sur, sigue aún muy vigente.
Y todo ello ya viene de varios siglos atrás, porque mientras los alemanes daban a luz el Romanticismo, los italianos el Renacimiento, los franceses la Ilustración y los ingleses la tragedia moderna, entre otras cosas, los españoles hemos aportado al mundo un género literario que nos define como sociedad: la picaresca.
En fin, amable lector, imagínese un país donde dormir es tarea de titanes, porque la norma imperante es no cerrar los ojos hasta bien entrada la noche; un país donde las discotecas no se animan hasta la madrugada, donde hay más bares que en todo el resto de países de la Unión Europea juntos; el país con menos bibliotecas proporcionalmente a su población o el que más gasta en juegos de azar; en el que menos se lee y en el que más arraigo tiene la superstición.
También es el país insólito de los creadores solitarios y de algunos genios universales de la pintura, las letras, la música o la arquitectura.
España es la consecuencia del impaciente fruto de su historia, con una imagen bifronte, como la del dios Jano de la mitología romana. Es el resultado de una larguísima serie de hechos -acerbos o gloriosos- donde quizá sea la intensidad y no el matiz lo que importe.
Sí, es ésta una España insólita que necesita criterios originales para entenderla y explicarla. Un país que, además y sorprendentemente, prospera y se moderniza a ojos vista.
Desde esta tribuna de papel cerramos estas líneas volviendo la mirada hacia el gran asturiano antes citado: Jovellanos; porque él mismo fue un ejemplo en todas las facetas de su vida, aunque no lograse del todo ser popular, el cual -como ya escribí en alguna otra ocasión- fue una especie de regalo de esos que de vez en cuando los Reyes Magos le hacen a nuestro país, y ocurrió lo que con frecuencia les pasa a algunos juguetes, que España lo rompió a ver qué llevaba dentro, y lo que llevaba era la receta de futuro para una España mejor.