POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, era costumbre qué, los dueños y colonos de la huerta, vinieran al mercado dominical del pueblo, con sus reatas de acémilas cargadas de productos para vender y comprar, en dicho mercado.
Generalmente llegaban al pueblo, el sábado por la tarde; dejaban los animales y los carros, en la posada del “Tío Genaro” y, tan pronto como descargaban la mercancía, abrevaban a los animales y, les echaban pienso, se marchaban a las tabernas del pueblo, a beberse unas copas con los amigos; pero, sobre todo, a jugar a las cartas y los dados.
Una vez acabado el mercado, permanecían en el pueblo, pasaban toda la velada, bebiendo y jugando y, el lunes, a primera hora, efectuaban su regreso. Lo lamentable es que algunos se jugaban todo el dinero que llevaban encima y el que empeñaban.
Tal magnitud alcanzaron los “juegos de envite” que las autoridades tomaron cartas en el asunto, con la finalidad de prohibirlos o, al menos, controlarlos y, de esa manera, evitar los abusos y pendencias.
Los alcaldes Joaquín Miñano Pay, Felipe Carrillo Garrido, Joaquín Sánchez Valiente, Damián Abellán Miñano y Antonio Tomás Sandoval, hicieron causa común con los sacerdotes Joaquín López Yepes, Martín Martínez, Manuel Jouvé Viñas, Jesualdo María Miñano López, José Ramírez Moreno, José Tomás y Tomás y Juan Guzmán Nicolini, se unieron para evitar las “sangrías económicas de unos y los destrozos familiares de otros”.
Este problema del juego (Ludopatía) existía en gran parte de la región de Murcia y, aunque durante el reinado de Carlos III, se autorizó el juego de forma oficial, dado a que reportaba grandes ingresos a las arcas de “La Real Hacienda”.
A pesar del decreto del monarca, el Corregidor Provincial, promulgó un edicto sancionador, en el que amenazaba con clausurar las casas de “apuestas, juegos y trucos”, así como “los juegos de bochas”, en donde se apostaban importantes sumas de dinero y enseres.
Las que se adaptaban a las nuevas normas, tenían que pagar un tributo, mediante cuotas semanales o mensuales y, sometiéndose a la vigilancia de la autoridad competente. El dinero recaudado en mi pueblo, iba destinado a cubrir las necesidades de la beneficencia pública, pobres de solemnidad les llamaban, y para construir caminos.
Además, a los dueños de las tabernas que tenían autorizados dichos juegos, se les exigió una fianza económica, con el fin de atender “las quimeras que se produjeran”.
El edicto que envió el Corregidor regional, quedó expuesto en el tablón de edictos del Ayuntamiento y en la puerta de la iglesia.