POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
Hace una semana que junio se ha despedido. Las aguas del Guadiana, a pesar del invasor camalote, embalsadas, encauzadas, canalizadas y conducidas por la mano, trabajo y esfuerzo del hombre, corren por elevaciones, derivaciones, compuertas, sifones y acequias que el hormigón, hace años, fue dando forma para que el agua reparta vida. Ha llegado julio para traernos noches de insomnio, tardes de siesta, mediodías de picadillo y gazpacho. Es verano. Julio acarrea cuatro domingos, el primero dedicado a San Fermín, en medio la Virgen del Carmen, y en el tramo final Santiago, Santa Ana, San Joaquín y San Ignacio.
La parra gatea por la tapia entrecruzando los colores verde y blanco. Al llegar la festividad del apóstol Santiago, Patrón de España, la uva comenzará a tomar color. Las manijas y dediles de la siega disfrutan de un merecido reposo. El tiempo pronto traerá latidos de uvas pidiendo partos de bodegones de vendimia y serones para ser conducidos a los lagares porque el mosto rezuma. En esos días finales la luz del verano abrirá sus puertas para que llegue agosto, aunque no nos precipitemos por su llegada porque aún faltan horas de sol.
Julio es ritual de noches de insomnio, de tardes de siesta. De penumbra, sosiego, silencio y calma que procuraban aquellas persianas bajadas de tablillas ligeras, que impedían que entrara la flama, hasta que eran izadas cuando vencía la tarde, dejando paso al bendito aire que traían las primeras bocanadas del atardecer, cuando el sol se ponía, aliviándonos de la acritud y aspereza del aire solano. Tardes de julio cruzadas por la voz del pregonero, quien proclamaba la mejor convocatoria posible “Al rico helado mantecado”. Se agradecía el mensaje y el heladero aprovechaba el espacio de una sombra para aparcar el carrito blanco y ofrecer su refrescante y aliviadora mercancía. Los había con sabor a limón, vainilla y chocolate. Lengua y labios se entregaban al oficio de degustar aquella fría bola, quedando para el final el placer que producía el chasquido del cucurucho del barquillo. Luego estaban los polos y las granizadas, y aquel firme y contundente consejo: “Bébetela despacio, que tanto frío no es bueno ni para el estómago, ni para la garganta”.
Regresan, en estos tiempos, los baños en la alberca de la huerta. Aquella fue una época dorada, inolvidable, de bañador de tela color azul. Otros, los más atrevidos, en calzoncillo blanco. Baños a escondidas en canales y acequias. Aventuras de la niñez. Un paseo y estábamos en aquellos territorios, en la playa del espectacular y siempre recordado sifón del “Pajarón”. Cerca de aquel sifón llegaban los olores y sabores de las huertas. A brevas de las higueras, a la humedad de la alfalfa, al cacareo de gallinas, al penetrante olor de cochinos y vacas. A leche recién ordeñada. A sopa de tomates, a cocido. A olor de café de puchero en la solemne y grata quietud de la hora de la siesta. A trago de agua fresca de barril. Al sonido del vuelo del pínfano sátrapa y sangrador que atacaba de día y de noche. A sudor y trabajo. A callo en las manos del hortelano producido por el trabajo con el amocafre.
Y sigue julio pregonando. Allí, en la sombra, las cantarillas del agua fraguaban la canción del espacio productivo de las eras. Las mulas tiraban del trillo dando vueltas sobre la parva. Después faenas con la rastra, el bieldo y la pala. En los pozos, junto a la carretera de la estación, abrevaban las bestias tras un largo día de trilla. Unas manos de oficio ahechaban el grano en la criba. Brazos bien dispuestos que agarraban la cuartilla para medirlo, cargando, llenos de trigo desnudo, los costales de lona en el carro, conducidos al granero bajo el resoplido del tiro de mulas y el rebuzno de un burro tordo y entero. Rito del ciclo que, en su esencia, en su raíz, traía la vida, la dureza de los quehaceres y sus días. Arar, sembrar, cuidar, segar, trillar y almacenar.
Fuente: https://cronicasdeunpueblo.es/