POR JUAN JOSÉ LAFORET HERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA (LAS PALMAS)
«Hace un año quizá le lloramos, un verano después le recordamos como siempre, pero con preocupación, la de entender que no se trata de meros recuerdos, sino de construir el entramado necesario para que su legado artístico permanezca»
El estío también trae consigo la partida y despedida, más discreta y hasta silenciosa que en otras épocas de año, de personas que, en vida, conllevaron mucho más ruido del que el tiempo estival, sus usos y costumbres, el altavoz intenso de sus horas festivas y desordenadas, del que conlleva un alejamiento de los lugares habituales, les concede en ese momento. Y tras la despedida queda la memoria, que puede perderse si no se ejercita, si no vive en el alma de quienes aquí permanecen. Por ello, quizá porque «puedes cerrar los ojos a la realidad, pero no a los recuerdos», como señaló el escritor y aforista polaco Stanislaw Jerzy Lec (1909-1966), en estos días de agosto el recuerdo, la memoria intensa y sugerente de uno de los más geniales artistas y creadores grancanarios del siglo XX, Julio Viera, ha vuelto a la carga sobre algunas personas, paisanas de su isla y de su cosmopolitismo.
Silente, con la elegancia de una discreción que marcaba su herencia, como queriendo decir «yo paso, pero queda mi legado, mis creaciones», Julio Viera, el domingo 27 de agosto de hace un año, se despidió del mundo en Mallorca, donde vivía desde los años setenta del siglo pasado, cuando decidió alejarse de su paraíso parisino, pero a buen seguro que sintiéndose, al mismo tiempo, resguardado por la brisa atlántica a la sombra de su adorado castillo sancristobaleño, y partía a otras galaxias sugerentes, donde trazar poemas con tinta de calamares siderales, de navegar en gigantescas burbujas por otros orbes, de recorrer inexistentes planetas de la mano de su adorada Hannelore, de llevar junto a él la esencia de su ‘Cristo del Atlántico’, que en cuadro permanece en la Pinacoteca Vaticana para la historia del arte universal.
Si, ha pasado un año, el tiempo vuela más raudo que la propia imaginación, y en su fugacidad se hace enterrador ineludible de la realidad. Sólo la memoria sólida, convencida de lo que supone y sugiere, puede instituirse en auténtica hacedora de la realidad que debe existir ahora, que interesa que permanezca y crezca en el futuro. Y en medio del ruido, que también está cargado de silencios en este tiempo estival, al cumplirse este año sin Julio, he visto como Gabriel García Márquez nos decía que «recordar es fácil para el que tiene memoria, olvidarse es difícil para quien tiene corazón», y me he reencontrado con los que le llevamos en los nuestros, con quienes estamos empeñados en pensar que su isla natal construirá la realidad de su memoria, y lo instituirá en ese auténtico patrimonio que tiene en su legado y en su misma figura.
Se trata de esas personas, e instituciones como su siempre añorada y exaltada Escuela de Arte Luján Pérez -otro patrimonio, material e inmaterial, grancanario-, que sueñan, que soñamos, con una mayor y efectiva presencia de Julio Viera en su isla natal. Pero no sólo con algunas, o con muchas, de sus obras colgadas en unas paredes museísticas dignas y adecuadas, pues eso, a la luz de lo que él fue, hizo y significó, puede ser un verdadero panteón de lujo, pero panteón. Julio Viera debe ser aprovechado por su ciudad natal para abrir, sin puertas y con mucha marea «chacalotera», un centro, un espacio participativo y creativo entorno a sus cuadros, a sus libros, a sus canciones, a su propia imagen, y eso será, para quién soñó y jugó con ‘La resurrección del gato’ (1985), una verdadera restitución del artista, que revivirá en la presencia creativa y muy participativa tanto de sus gentes, de quienes siempre fueron sus vecinos en las más prolongadas distancias, como de aquellas personas que su cosmopolitismo, sus vivencias sin fronteras, les hizo sus más próximos semejantes y admiradores.
Un orbe de arte que debe tener su sitio junto al mar y en su barrio más identitario, el Barrio Marinero de San Cristóbal, pues allí se convertiría en verdadero atractivo para propios y foráneos, que contribuiría a revitalizar y abrir nuevas puertas a uno de los lugares más simbólicos y señeros de la capital grancanaria. Sueño, aunque esto es quizá hoy un imposible, con un ‘Torreón de San Pedro Mártir’ – su «castillo ciclópeo»- restaurado, con una pasarela de acceso que no anule la sugerente base de la piedra oceánica sobre la que se asienta, con unas salas -pocas, pero muy insinuantes- donde crezca y se proyecte la obra de Viera, donde se extraiga todo lo que significaron sus vivencias con amigos como Picasso, Dalí o Mario Moreno ‘Cantinflas’. Todo un reclamo para esta ciudad que, por su oferta cultural y artística, llama la atención en gentes de todos los continentes. Pero allí, en las inmediaciones también existen otros locales, hoy sin uso o reciclables, que incluso podrían ser más efectivos para todas las posibilidades que conllevaría la creación de un centro de Arte Julio Viera.
Julio se fue, pero nos dejó ‘La quijotesca locura de llamarme El Genialísimo’, ese espíritu emprendedor y resiliente que puede y debe ser verdadero impulso de la memoria que le mantenga en la realidad de su isla natal, proyectado sobre el Atlántico al mundo entero. Hace un año quizá le lloramos, un verano después le recordamos como siempre, pero con preocupación, la de entender que no se trata de meros recuerdos, sino de construir el entramado necesario para que su legado artístico permanezca y crezca aún más en el futuro. Sería la más genial de sus creaciones, convertida en verdadero patrimonio artístico grancanario y universal. Un orbe donde, desde su impresionante autorretrato, nos siga diciendo «Soy el quijotesco Neptuno de mi pesquero Barrio de San Cristóbal, y ataco a las trombas marinas de la crítica cretina».