POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN)
Al hombre lo curan las medicinas, y no siempre, pero lo que de verdad lo hace feliz es lo que sale de las cocinas y de las bodegas. Es debido a ello por lo que es motivo de regocijo el que proliferen encuentros gastronómicos encaminados a traernos un poco de felicidad a través del olfato y el paladar, únicos sentidos que ni los americanos, que han ido y venido a la Luna, ni los japoneses que nos han llenado la casa de chismes y trastos electrónicos, han podido grabar, de momento, para posteriormente ser recordado como si se tratara de una película o de una canción. Cada plato con sus viandas es, por tanto, una vivencia única, irrepetible, sólo recuperable del tiempo a través de una acción intelectual y voluntaria que, afortunadamente, nos hace poner en su sitio a tantos cacharros que en una absurda guerra de lo inerte nos han sido dados para hacernos meros espectadores de nuestra propia vida.
El periodista norteamericano Mort Rosemblum, en su interesante libro “La aceituna. Vida y tradiciones de un noble fruto” (Tusquets, 1997), nos dijo que, para mucha gente de este mundo, una aceituna no es más que un humilde bulto en el fondo de un martini. Es decir, una gran dosis del vértigo morboso que sentimos cuando hacemos puenting en el abismo de nuestra cultura mediterránea sin más goma elástica que el tener plenamente asumido que para que algo tenga algún valor hoy en día ha de llevar el sello de la cultura de América del Norte. No en vano nos dice Rosemblum que los pobres olivareros tunecinos almacenan su aceite en botellas de Pepsi-Cola con el deseo íntimo de tocarle la planta de los pies al progreso.
Un camarero del Knicherbocker Hotel, allá por el año 1910, le preparó al ínclito millonario neoyorquino, John D. Rockefeller, un combinado que remataba sumergiendo en las profundidades de la copa una modesta aceituna. El avieso barman se llamaba Martini di Arona di Taggia, dándole desde entonces su nombre a tan universal bebida. Habían pasado ocho mil años durante los cuales la aceituna había curado, iluminado, alimentado e inspirado a los más grandes poetas, sólo le quedaba acabar dormida en el fondo de un vaso de Wall Street. Todo un logro, a fin de cuentas sin su noble presencia un martini no es más que un vermut con un chorreón de ginebra.
Para los americanos que reinventaron la dieta mediterránea pero no el Mediterráneo, el olivo no es más que lo que produce, hasta tal punto que sólo a un americano, del norte se entiende, se le pudo ocurrir el atropello de llamar Olivia Olivo a un desgarbado y flacucho personaje que hace las veces de novia del marinero Popeye. El tal dibujante se llamaba E.C. Segar y corría el año de 1919. Cuando el cine trajo a España las aventuras del singular marino y su sempiterna novia, los españoles no aceptaron el nombre de ésta y la llamaron Rosarito a secas, dejando las cosas en su sitio.
Años antes, cuando corría el año 1891, el doctor Remondino decía en California que el estadounidense moderno, con todas sus patentes inventivas, no alcanzaría nunca un estado total de salud hasta que no regresara a la cantidad correcta de aceite de oliva en su dieta. Continuaría arrastrando su delgadez consumida, su hígado arrugado, su piel momificada y su anatomía estreñida y pesimista, hasta que no reconociera el valor y la utilidad del aceite de oliva. Sin lugar a dudas, al ver la estampa de Olivia Olivo, la novia de Popeye, nos percatamos de que el tal doctor Remondino acertó de pleno hace más de cien años.
Y desde mi olivo de papel imagino todo lo que se perdió Popeye por no tomar las espinacas al estilo Jaén, es decir, ebrias de aceite de oliva virgen extra y convencidas, como tú y yo lo estamos, de que la Cultura del Olivo, afortunadamente, es mucho más que una aceituna en el fondo del martini de un millonario de Nueva York. ¡Faltaría más!
Valga como dato que desde 1964 se promocionó entre nosotros el cultivo del girasol, planta de origen norteamericano y base de su aceite refinado, denostando con mentiras el aceite de oliva. Pero afortunadamente ni Popeye ni su novia llegaron a enterarse de ello.