POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Hay algunas praderas del bosque que no aguantan ya tanto agua. Rodeadas de laderas enfermas de incontinencia estacional, las lluvias derraman un torrente sin fin sobre su planicie, abotargando todo aquello en un aquelarre constante de nunca parar. El agua que, como la muerte y la vida, todo lo alcanza, encuentra esos resquicios ínfimos e inesperados para colarse por el filtro que la tierra allí sedimentada ofrece. Capa tras estrato, el fluir cae lentamente por las entrañas de la pradera hasta encontrar una veta amplia y consolidada de roca impenetrable de donde nada se puede sacar. A veces constituido el piso por margas sedimentarias, otras por cualquier tipo de arcilla que puedan imaginar, el freno a la caída del agua convierte el subsuelo del pradal en una suerte de mar ignota e inesperada contenida bajo un océano de pinos felices de vivir allí, sostenidos por un dique profundo de negras pizarras o basaltos pulidos.
Claro que, a veces, el agua del mar oculto alcanza un límite no escrito, pues, como bien sabrán, todo en esta vida tiene un final. Llegado ese instante, el líquido incontenible rebosa por la superficie ofreciendo un espectáculo de frecuente olvido para quienes por allí pasean. Asomando por cualquier intersticio, las aguas empapuzan la pradera generando una suerte de pantano a medio camino entre un deleite para la cría de setas deliciosas y una trampa donde quedarse atrapado en un irrespetuoso barro que lo mismo engancha un corzo que atora el paso de la caballería del Tío Navacerrada. Todo caminante del bosque habrá sentido el abrazo suave y despreciable de esos lodos que las tollas del bosque de Valsaín regalan a quien por allí pierde el cuidado de no atender la pisada.
Convertidas en umbrías de dulce y pútrida atracción, las tollas florecen en los remansos del pinar, justo donde los tejos avisan de la oscuridad que los alimenta, los serbales se acicalan con la humedad contenida y los avellanos gritan la felicidad que un suelo tan rico y sedoso les produce. Justo allí, entre las barbas de los pinos más viejos y la sombra impenetrable de los saucos en flor, los puercos del bosque tratan de acicalar las pelambres del demonio. Tieso como el alambre, el pelaje de esos pobres jabalíes los tortura con un picor insoportable. Acostumbrados a hozar por todo este Paraíso, los gorrinos ennegrecidos de costra acorazada acaban arrastrando cuanto a sus flancos se arrima, ya sea semilla de yerbajo o parásito de espesura. Es comprensible que, tras levantar el último fangal con los hocicos fortificados en busca de cualquier bulbo que llevarse a la boca, decidan hacer un alto en el camino para regodearse en esa agua negra que brota en la tolla que corresponda. Despatarrados sobre la ciénaga, los jabalíes, felices de vivir en semejante libertad, acaban convirtiendo el cenagal en deliciosa bañera, siempre que el paisanaje no sea frecuente y que las circunstancias del bosque les permitan regodearse entre el barro, la mugre y la peste acre que sus belfos acostumbran a liberar.
A pesar de lo escurridizos que suelen ser estos paisanos de pardos costados y peste sudorosa, no crean que es difícil toparse con una de aquellas bañeras improvisadas de barrizal pegajoso y hediondo aroma. Sin ir más lejos, el pasado domingo, paseando con mi Compadre, el Sr. Bellette, dimos con una enorme bañera en la tolla que las lluvias de marzo y abril han alimentado en la quebrada que va del río Morete a su conjunción con el Carneros, justo antes de entrar por el rastrillo del Jardín del Rey. En una sombra amplia rodeada de pinos silvestres con motas de rebollo distraído, los jabalíes han construido con sus peludas espaldas un lodazal de lo más recoleto en un paraje donde nadie asoma en cuanto el sol toma las de Villadiego.
Y, atento como estaba a las sombras que por aquel paraje pudieran asomar, vino a mi memoria el retumbar de un viejo discurso de José Ortega y Gasset, allá por aquellos años metidos en república, cuando despuntaban la democracia y la demagogia, la libertad de opinión y la burda y chabacana costumbre de denigrar al oponente. En ese cenagal en que se convertía la vida política, un grupo de diputados encabezado por José Antonio Balbotín en compañía de Ramón Franco, Ángel Samblancat, Salvador Sediles, Rodrigo Soriano, Joaquín Pérez Madrigal, Juan Botella e, incluso, del hermano mayor del susodicho, Eduardo Ortega y Gasset, campaba a sus anchas revolcando la democracia en autoritario debate institucional. Abonados al discurso fácil y a la patraña cotidiana, el insulto regalado y la mentira repetida una y otra vez, estos políticos profesionales de la farándula pública acabaron siendo apelados jabalíes por el ínclito filósofo madrileño. Evocando el proceder de aquellos salvajes gorrinos serranos, irrumpían en la sede parlamentaria hocicando contra todo lo que se ponía delante, esparciendo la mugre y el lodo por aquel hemiciclo, confundiendo las columnas del entrepiso con los pinos en derredor de unas bañeras inmundas donde compartir la falta de cultura democrática que habría de condenar a aquella sociedad al peor de los cenagales.
Supongo que, recostado sobre una vieja madre tenida contra otro pino, mirando la bañera que los jabalíes del bosque del Real Sitio habían conformado en la tolla del Morete, la Historia, que todo lo conserva para ser enseñado, no pudo esconder la rima que todo esto comporta. Que de jabalíes sigue tan lleno el pinar como el parlamento español, siempre dispuestos a esparcir el barro inmundo que todo lo ha de enfangar. Ya sea metidos entre escaños o saliendo a la carrera de ellos, la tribuna queda anegada por tanta mentira emponzoñada, tanta falsedad recubierta de esperanza alojada en la ignorancia de todos aquellos incapaces de ver hasta dónde puede llegar una ciénaga cuando la voluntad ha quedado atollada por el barro del desconocimiento. Ocultos por el dulzor que siempre acompaña a la putrefacción, estos jabalíes del presente, al igual que los pasados, construyen quimeras insondables a costa de la esperanza del ciudadano, único resquemor al que agarrarse una vez se ha desalojado la honestidad de la vida pública.
Al menos, queridos lectores, del barrizal entollado del Morete sacaremos níscalos deliciosos el Sr. Bellette y un servidor; de aquel otro donde hozan los jabalíes encorbatados no sé yo qué habremos de cosechar.
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