POR EDUARDO JUAREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO DE LA GRANJA (SEGOVIA)
No creo que exista mayor sensación de libertad que la derivada del olvido de la obligación. Esa pérdida de conexión con el presente te lleva a un estado de inconsciencia consciente, de asunción de la necesidad y procrastinación del deber, donde la felicidad anclada en el hoy nos empuja a escapar de una cotidianeidad insoportable. Liberado de las rutinarias cadenas, uno se pasea por el mundo a pecho descubierto, esperando que esa brizna de aire congelador erice el vello de nuestro cuerpo hasta estremecer la cerviz en temblor de deleite. Apoyados contra el roquedal del mirador del Balconcillo en el camino de Majalapeña o sentados en el delicioso y oculto pradal que regala Navaltalenque, acunados por el rumor que libera el artificioso discurrir del arroyo de las Almas del Diablo, nos sentimos libres por primera vez en cada ocasión que por allí pasamos.
Supongo que esa sensación que algunos entienden felicidad, otros, libertad y un servidor, no sabe muy bien qué, es lo que se ha llevado persiguiendo durante milenios como modo de justificar el esfuerzo dedicado a la vida diaria y que acaba por consumir hasta el último de los anhelos capaces de insuflar pasión alguna a lo que hacemos. Ese instante entre el hachazo al pino y el silbido a las vacas; entre la llegada de un cliente y la marcha del previo; entre la pregunta de un estudiante y la queja del siguiente; entre el cliente que se despide con una sonrisa y el que entra sin molestarse en saludar; ese suspiro que nos permite escapar a un Paraíso que, ciertamente, tan solo vive en nuestro interior constituye el combustible inacabable capaz de mantener en funcionamiento este teatro del mundo que tan bien describiera Pedro Calderón de la Barca.
Supongo que la búsqueda de tamaño deleite fue lo que empujó a Édouard de Perrodil a montarse en aquel pedazo de hierro con ruedas y pedalear sin remisión hacia la aventura. Periodista enamorado de la aventura, Perrodil fue uno de aquellos pioneros empecinados en demostrar que las bicicletas eran una oportunidad para ir con mayor premura en pos de la felicidad más absoluta que uno pudiera imaginar. Redactor de Le Petit Journal, Véloce-Sport, Moniteur Universel y Le Figaro, Édouard inauguró esa tradición del autor viajero o, mejor dicho, en palabras de mi querido amigo y editor, Ángel Sanz, auteur pedaleur. Miembro de diversos grupos ciclistas parisinos y seguramente de los primeros periodistas deportivos de nuestro presente más lejano, Perrodil prefirió protagonizar sus crónicas a realizarlas en tercera persona, con la frustración que aquello conlleva. Sin más, después de varias experiencias en travesía por Francia, montó aquel mostrenco de doce kilogramos carente de frenos y partió con su amigo, Henri Farman, desde París con la intención de llegar lo antes posible hasta la capital de España.
Cruzando media Francia a través de Tours, Angouleme, Burdeos y Mont de Marsan en interminables etapas de diecinueve horas, alcanzaron los Pirineos para, una vez cruzados vayan ustedes a saber cómo sin freno y montados sobre tamaña herrumbre, llegarse hasta San Sebastián, Valladolid y, pasando por Mojados, orientar el manillar a la Sierra del Guadarrama antes de que el periodismo analfabeto la convirtiera en propiedad de una gran ciudad y finalizar por las calles madrileñas escoltados por una multitud enfervorizada de paisanos. Aquellos, ajenos a la vorágine que dominaría España en los años venideros, supongo que veían en Perrodil y Farman una promesa de libertad, de felicidad suma, a la que aspiraba cada uno en lo más profundo de su ser. Sabiendo que, en palabras de Perrodil, la felicidad le hace a uno olvidar y sólo el sufrimiento prevalece en la memoria, entiendo que, desde aquel ya lejano 1893 en que los dos aventureros franceses arribaron a Madrid, hemos intentado dominar las altas cumbres a pedalada limpia, quién sabe si buscando en cada patada un poquito de aquella aventura perdida.
Llegados a este presente sin sentido donde nos esforzamos por alcanzar cotas imposibles regadas por un esfuerzo incomprensible, no me canso de saludar entre pista y sendero a una plétora de abnegados ciclistas metidos en mallas impensables y horrendas, todos ellos cubiertos por una impedimenta que ya hubieran querido para sí las legiones de Marco Licinio Craso en la batalla de Carrás. Obcecados en llegar a donde sea, estos descendientes filosóficos de Farman y Perrodil atiborran bosque y carretera en persecución de algo que creo indescriptible para la mayoría de semejantes viajeros ocasionales. Si bien, en palabras de Perrodil, existían tres tipos de ciclistas identificados como turista, velocista y turista veloz, este humilde Cronista no alcanza a reconocer según qué pedalada a ninguno de aquellos entre la masa ingente que puebla este Paraíso con la llegada del fin de semana.
Demasiado centrados en la pista, en el pedal, en la cuesta, en el esfuerzo inmenso de llegar a la Majada Hambrienta o a la fuente de la Peseta; obcedados por la fuente del Zorrillo o la pradera de los corrales de las Vacas cerca de la perdida fuente del tío Levita y el paredón que protege el camino de las cascadas que alimentan la umbría de la Chorranca, esos ciclistas que acompañan mi caminar creo yo que perdieron hace tiempo esa felicidad inherente al olvido que tanto disfrutaran Perrodil y Farman entre vinazos castellanos, leches euskaldunas y viandas de la llanura.
Consumidores del deporte como aquel que gasta lo que fuere porque puede, siento pena por la aventura que se pierde en su veloz transitar de loma a llanura pasando por cerrillo a golpe de sudor y entrecortado estertor. Sintiendo el viento en su parapetado rostro, una inmensa mayoría de aquellos extravía el deleite guardado en esa gota de rocío que brilla desde la corola de una rosácea dedalera enroscada en el tierno brote de un diminuto tejo negro.
Aparcada la bicicleta en el alto, según acostumbra a hacer mi querido primo Ismael, mientras divisa allá a lo lejos una llanura repleta de sufrimiento y angustia, el ciclista contemporáneo, guerrero del asfalto y la gravilla, se torna en turista veloz de casco en mano y sonrisa perenne acrisolada por una fragancia inmensa acostada por la brisa de una montaña que sólo ansía el palpitar de nuestros pasos y la cadencia de un latido atado a sus raíces ancestrales.