LA CACERA MUERTA
Abr 17 2022

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).

Prado Redondillo

Había una divina cacera de agua saltarina entre el vado de Navalonguilla y la Pinochera de Navalhorno. Larga y tendida como una mañana con mucho sol, la cacerilla se abría paso lento entre raigones aprovechados y rocalla desbastada por un cauce de curso continuo e inmisericorde. Alimentada por las madres y escorrentías de los bajíos de Peñalara, sus aguas cogían el impulso del torrente nacido allá por las quebradas que rompen las lomas de eterno verdor, muy cerca del Prado Redondillo. Derivada del viejo calce en los corrales cercanos a la fuente del Ratón, la cacera arrancaba un incierto viajar por el bosque bajo con la alegría que sólo el agua cristalina y confiada en un mañana de dulce frescor, de un permanente amanecer entre hoja y raíz, puede otorgar. Siempre límpida y honesta, la cacera transitaba en un lento caer hacia la humanidad en una sencilla rima de pura felicidad.

Alguna vez enfilada por la caída inesperada hacia un bodón inapreciable, una gota se escapaba del meandro para chocar con el pardusco tronco de aquella bardaguera que dormitaba bebiendo de puro deleite. Rota en mil destellos, la gota de Peñalara unas veces iluminaba la estilizada hoja de algún narciso enamorado de esa cadencia interminable; en otras, delicados chispazos brillaban durante un ínfimo suspiro para abstraerte en un blancor inmenso roto por los retazos de suave amanecer que acompañan la primavera eterna de un mayo cualquiera entre las estepas que arropan la falda rocosa del Cerro del Puerco. Ora plana y arenosa, de blando caminar entre guijarro amable y ocre chinarro diminuto; ora recia y ofuscada, saltando entre tronco y roquedal de radícula enrollada en imposible abrazo fraternal; su canción me acompañaba en el lento caminar absorto por ese silencio habitado con que el bosque agradece tu presencia.

Y entre paso y brinco, salto y pausa, el paisano recorría la senda del agua acunado por aquella canción de sílaba sedosa, suelta y siseante. Qué el agua te decía en susurro atenuado y suspiro tranquilizador adónde debías caminar. Escuchando su épico cantar he alcanzado las bramantes rocallas de la Chorranca de vocerío gutural; las praderas empinadas y selváticas que alimentan la fuente Merendera y el lodazal que rodea el idílico manar del Pino de la Bota. Saltando entre espuma de agua rota he sentido la llamada de las mil cascadas en el paredón que cierra el camino viejo de los gabarreros y he percibido en silencio con mi compadre, el Sr. Bellette, la brisa pérfida y juguetona que baja desde el risco de los Claveles hacia el pantanal de la Majada Hambrienta petrificando cervunales y retorciendo los troncos de las madres de todos los pinos de la tierra.

Y, cuando caminaba distraído, enfrascado en un presente de agobio angustioso, el bosque bramador agitaba sus copas al ritmo de un viento sosegado para volver mis ojos hacia el agua de aquella cacerilla, donde una esperanza partida en mil fulgores de plata y añil me traía de nuevo la felicidad de una vida transcurrida entre la tersa yerba, el florido serbal y la amarillenta retama de un paisaje que nunca podré olvidar.

Para mi desgracia y la de todo el bosque, la del pinar, la cacerilla ya no lleva agua desde Navalonguilla hasta el pimpollar. Alguien ha cerrado la puerta que cruzaba la corriente desde el roquedal. Las aguas de las Quebradas cruzan el puente y llegan hasta el vado, allí junto al retamar. Mas nada cruza la teja que abría el camino hacia aquel bosquecillo tan singular. Los corzos ya no se acercan a ningún remanso; rayones y jabatos con su madre, la gran puerca, otro cauce habrán de buscar. Los lobos ya no bajarán exhaustos del muladar, pues el agua ya no llena la cacera que venía alegre hasta las huertas de mi vecindad. Los robles se retuercen entre el polvo del cauce perdido y un amanecer seco y desgraciado. Los pasos retumban en la ahora rambla y el bosque grita una lamento continuo y roto, pidiendo que el agua vuelva a canturrear entre hoja seca y verde, entre piedra y barrizal. Algo de agua brota de las tripas de robledal y cae en cascada triste hacia aquel calce, perdido ya. Fluye unos pocos metros y rompe por un lateral hacia al atolladero embarrado de pútrida agua y cenagal. Nada allí se acerca desde el día en que el agua dejó de brotar y los que por allí pasamos tratamos de rememorar otros tiempos más floridos, verdes de agua primaveral, cuando mis paisanos de ramas recias y espolón clavado en el pinar brillaban con ese hermoso canto de juventud inmemorial que recorría las praderas de un Paraíso natural.

Pocos somos conscientes del impacto que en el bosque dejamos con nuestro pasear

Seco el cauce, digo, ya no es posible rimar ni el sonido de las aguas, ni el chispazo sobre el verde sauce, del blanco sauco reflejado en el espino albar; la bardaguera se seca consumida por el escaramujo, por el zarzal; y las ramas de los pinos se tornan rojas cada vez más. Caminamos a la vera de una cacera muerta que clama sobre la importancia de romper el orden natural. Pocos somos conscientes del impacto que en el bosque dejamos con nuestro pasear. El trasiego del que pinos corta, de quien recoge frutos sin pensar que la naturaleza es una y el mañana nunca llegará, si seguimos esquilmando, cortando y rapiñando la savia que nos ha de alimentar. Somos uno con el bosque, con la tierra, con el pinar. Y la cacera muerta languidece, sin mañana que esperar. Al menos, pisando su cauce agostado y muerto, todo esto nos ha de recordar.

FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/la-cacera-muerta/?fbclid=IwAR1eVSFiF5qtr3CmjjBFXuOHmT49ptmlUxPkddgZ_FPE452QENAPJk0aZB8

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