POR JOSÉ MARÍA SAN ROMÁN CUTANDA, CRONISTA OFICIAL DE LAYOS (TOLEDO)
Entre los regalos más suculentos que más he visto hacer, uno de ellos es la caja de las magdalenas. El atractivo de este manjar para el ego no se encuentra vinculado a la esfera de lo aparente, sino que, como todo lo que satisface alguna necesidad, contiene su importancia en lo que lleva dentro. Yo tan solo había visto estas cajas por fuera y desde lejos. Me parecía especialmente curioso que tenían las esquinas redondeadas, como si quien las hubiera ideado lo hubiese hecho pensando en que quien las iba a coger no tenía demasiadas luces para no hacerse daño con los picos. Durante mucho tiempo me he preguntado cuál era ese atractivo interior por el que tanta gente se ha pegado y por la que han caído personas e instituciones. Yo tan solo veía una caja, como digo, suntuaria y suculenta. Lo que nunca pude llegar a pensar es que su fondo estaba cargado de ilusiones. ¿Era un huevo Kinder, de esos que tanto me gustaban cuando era niño? ¡No, era algo aún más curioso!
Lo entendí todo cuando fui un poco más mayor y empecé a conocer de cerca a gente que colecciona cajas de magdalenas. Y, casualmente, todos estos acérrimos coleccionistas están cortados por el mismo patrón, amén de que son los conocedores del gran ‘secreto’ de que el éxito de estos paquetes está en los premios que llevan dentro. Suelen ser sobres muy coloristas, de estos que te obnubilan la vista, y tienen tamaños distintos, ya que unos más grandes que otros. Y su contenido, por lo que cuentan los agraciados, parece ser de lo más diverso. La gama es tan amplia que cuesta reproducirla aquí, si bien es posible distinguir a aquellos que alimentan su ego con la caja de las magdalenas. Les doy una pista, un rasgo para distinguirlos: levantan el mentón como si les fuera la vida en ello, porque les gusta festejarse a sí mismos. Y eso, queridos lectores, es porque no quieren que nadie les mire a los ojos e identifique que el soporte de sus vanidades les tocó en la caja de las magdalenas.