CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTA OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA).
La calle de Los Molinos, es una calle de casas atípicas dentro del pueblo de Villa del Río que, ofrece por el estilo de su construcciones dos caras, como las monedas, que tienen un anverso y un reverso y como los álamos blancos que poseen un haz más verdoso y un envés diferente y más claro. Así, una acera está ocupada por molinos aceiteros y sus fachadas construidas con piedra dorada, nos recuerda y en parte nos transporta al vecino pueblo de Montoro, y los modelos de casas de la otra acera, que por el estilo triangular que coronan la parte frontal superior de sus fachadas, la vertiente de sus tejados a los lados y su gran desnivel e inclinación para evitar el estacionamiento de las heladas, nos recuerdan a las construcciones noruegas. Las casas de la Hansa en Bergen (Noruega), tienen sus fachadas del estilo a que nos estamos refiriendo y fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el año 1979.
Está situada esta calle, en una zona céntrica de la villa y sin embargo posee un bajo índice de habitabilidad, por estar ocupada una acera con almazaras aceiteras, dotadas de grandes espacios para el estacionamiento de aceitunas en sus patios durante la recolección, hasta que pasan a la planta de molturación, capachos, depósitos de aceite e instalaciones de maquinas propias de la industria, y la acera de enfrente está habilitada con pequeños negocios familiares, almacenes de útiles de labranza y cocheras.
En la acera de los números impares, a partir de la casa número 9, se observa una sensibilidad urbana, que respeta con gran acierto, las grandes fachadas de piedra de los molinos aceiteros, que desde antiguo se hallaban instalados en esta zona del pueblo, y adaptando su interior para viviendas y otros usos.
En la acera de los números pares se prevé un peor futuro de conservación, pues las recientes construcciones no parece respetar el entorno y están rompiendo la armonía y el equilibrio de las edificaciones existentes en esta calle tan singular, donde aún se puede admirar la simetría de cuatro edificios de nueve metros de fachada cada uno, de un solo cuerpo de altura, y una gran puerta de acceso en el centro, y sobre esta, el resto de la fachada triangular con un ojo de cíclope. En medio de estos cuatro edificios la calle García Lorca se abre silenciosa hacia el norte.
En el edificio de la calle Molinos que hace esquina con la de García Lorca, acera del Mesón los Molinos, hasta 1960 aproximadamente, existió una fuente pública a la que acudía el vecindario para abastecerse de agua, por no existir red de suministro a las casas en aquella zona. La llave de paso se guardaba en una arqueta en la pared y la fuente estaba empotrada a la misma pared sobre un posadero de piedra que tenía varios hoyos para colocar los cántaros mientras se llenaban de agua. Allí acudían las mozas con los cántaros al cuadril y a echar un percheo mientras les llegaba el turno.
También, la casa que hace esquina en la derecha de su salida de la calle Molinos a la calle Libertad, era especial. Ésta era tan reducida que sólo constaba de una habitación baja, y la inquilina instaló una pila en la calle, donde también tendía la ropa a secar colgada de las ventanas, operación que copió la vecina de al lado, por lo que el común al referirse a este trozo de calle la nombraban como el Callejón de las Pilas.
Llama la atención, la paz y tranquilidad de esta zona cuando no es época de recolección de aceitunas, con dos caras diferentes, una con fachadas de piedra de corte rectangular rojiza y la otra por su aspecto noruego estilizado; la calle es muy ancha y carece de todo tipo de arboleda. Tiene el suelo asfaltado, que sustituyó al terrizo, donde otrora las bestias y los carros cargados de aceituna o aceite se atascaban de barro, en la época de invierno cuando este era lluviosa, y donde ahora puedes advertir el sonido de tus pasos en un sereno paseo nocturno, misterioso y muy sugestivo, pues la calle está escasamente alumbrada por la luz de unas lámparas depositadas en artísticos faroles de hierro y las débiles ráfagas de unos letreros luminosos. Aquí el taconeo envuelve en un halo de misterio al solitario paseante anónimo, que escucha el silencio, manteniendo de punta el tímpano; se vuelve melancólico, y aligera el paso al verse sorprendido por el vuelo nocturno de los murciélagos y sus penetrantes silbidos.
Atraído por el embrujo de la noche, vuelves a pasearla por la mañana, y observas que el silencio vespertino es acariciado y roto por unas golondrinas y vencejos que con sus vuelos y trinos llenan el espacio que se va iluminando con el amanecer y que, a medida que avanza el día la calle se puebla con la salida de algunos niños cargados con carpetas que se dirigen a la escuela, unos tractores que se dirigen al campo, el ronroneo de una hormigonera y el tintineo monocorde de un martillo sobre un yunque.
FUENTE: CRONISTAS
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