POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Brillan las calles en nuestra memoria como destellos de un pasado que nunca ha de regresar. Engalanadas en tiempos festivos, cubiertas del polvo de la soledad que acompaña algunos inviernos en este Paraíso y repletas de humanidad cuando la vida explota por sus venas, no dejan de gritar su decadencia a este que suscribe y camina entre tiempos pasados y presentes.
Expulsadas de nuestra vida, las calles del Real Sitio, como ocurre con cualquiera que una vez fuera y ya no lo es, palpitan una necesidad perentoria que reconforte el agotamiento de ladrillos y adoquines, señales ajadas y escaparates marchitos a la sombra de un mañana que no habrán de conocer. Galana y orgullosa en otros tiempos, cuando la vida se dirimía entre la acera de un lado y la de enfrente, cerca del pasadizo del arco camino de la callejuela que sube entre burbujas hasta la cuestona del boticario de Carlos III, Isidro Gordero, aquella calle hoy latente en su moribundo estado manda el clamor de un pletórico pasado, mientras el futuro nada halagüeño perfila un presente de lo más anodino.
Claro que, si uno se esfuerza en mirar del modo correcto, sacando esta negrura que anticipa un mañana para olvidar, seguro que percibiría el olor del caldo que recetaban en la cocina del Restaurante Nacional, en la esquina con la calle de los Embajadores. Casi sin esfuerzo me atrevería a ver al veraneante de turno asomado al mirador acristalado que decora todo el esquinazo y da sombra al bar Alcázar, impidiendo que el vermut fuera tirado con la maestría acostumbrada. Los niñatos, sin dudarlo, correrían calle arriba, hasta la confitería de Felpe Vázquez para dar cuenta de algún que otro bombón y preguntarle al tío del Sr. Bellette si el ponche estaba ya listo. Un servidor, más dado a la chicha que a la limonada, a buen seguro se habría acercado a charlar con Saturnino Sastre, en la misma acera, para sacarle una tajada de ese chorizo rico en pimentón picante que tanto alegra la vida del que suscribe. Seguro que, desde el otro lado de la calle, en la acera de los pobres y simplones números pares, la señora Teresa Gras, viuda del Sr. Andrés, clavaría la mirada torcida en todos los que preferimos sudar grasa antes que acondicionarnos con alguno de sus perfumes delicados y sutiles aguas de colonia. Aunque habría sido por poco tiempo. Que las frutas frescas y el dulce aroma engalanado de los cajones expuestos en la huevería de Francisco de Martín Delgado capaces eran de apagar hasta los rescoldos del caldo de la pensión.
Los críos de fuera, esos que veraneaban por el Barrio Alto, rondaban siempre las puertas de la chocolatería Frisel regentada por José Gómez. ¿Quién no lo haría? Sólo pensar en esos helados batidos de negro y denso chocolate arcano, exótica vainilla traída del oriente más ignoto y pistachos persas de verde corazón y coraza infranqueable empujaban voluntades de la incomprendida acera de los pares a la de toda la vida. Puede que mi Sr. Abuelo, necesitado de algún que otro plumín, tampones de tinta y hoja fina para las cuentas de los triguillos estaría dándole al pico con Julián Vega o su hijo, comprando algún vino ultramarino y echando mano al Imparcial o, mejor aún, a La Época, que solía traer crónica de este Real Sitio firmada por el marqués de Valdeiglesias. Ante el mostrador arremolinados podría uno encontrarse jóvenes en servicio militar salidos de alguno de los siete cuarteles en busca del Heraldo o con ganas de sacar la galbana del verano con algún picante, impreso o guisado.
La calle, por su parte, apenas iluminada por los titilantes candiles alimentados desde la presa del Olvido recién estrenada, se regocijaba de una algarabía que la tenía por centro y no paso, por corazón de un barrio a otro y no etapa inapreciable de un transitar irreflexivo hacia el lugar que corresponda sin molestar al que camina con tentación alguna. Carnicerías y pastelerías, tiendas de comestibles y bares, papelerías, fruterías y colmados de golosinas; parada y pensión, retales de tela, ropa bien cosida y perfumes para la ocasión; todo esperaba al que, sin prisa, se detenía entre las sombras de unas farolas ancladas a las lustrosas fachadas de flamantes revocos camino del palacio. La legión de revoltosos chiquillos, por su parte, eran expulsados hacia la fuente de la Doncella del escaparate de los derretidos bombones helados en un agosto mezquino. Aquella, ajena a todo trajín, goteaba el agua del viejo aljibe bajo la cocina del hotel Europeo en aquel pilón de granito raído ensombrecido por unos lozanos castaños preocupados por tomar la poca claridad que el cuartel de infantería dejaba. En ese punto muerto, al fresco de un ramaje impenetrable, los soldados reclinados sobre los sobados gorrones de las casetas a la vuelta de la garita se deleitaban con el dulzón cantar de la canela y el picoso reclamo de las pimientas de Sr. Vega. A su vera, los escarchados reflejos de una plétora de frutas adormecidas y ocultas tras los cajones de viejos y olorosos vinos jerezanos padecían acantonadas en el último de los locales de la calle Valenciana, justo debajo del azulejo diminuto de letras azulonas y blanco estremecedor que algún alguacil tuvo a bien colocar a saber cuándo.
Pasado el tiempo y perdido todo aquello, la calle sigue con su vivir, perdida en un recuerdo del que intento sacarla entre párrafo y adjetivo, quién sabe si deseando que la resurrección pueda existir. Corroídos por ese capitalismo que pugna entre el beneficio obsceno y el pútrido, las calles pierden la capacidad de sociabilizar a sus vecinos entre tiendas y tenderetes, sombrajos y escaparates donde perder un instante de conversación que pueda convertirse en una vida de recuerdos. Sometidos los espacios a viviendas, celdas para insectos que pierdan el conocimiento detrás de los cristales de la indecencia, las calles de nuestros pueblos, de las vívidas y bulliciosas ciudades, acaban convertidas en paso del centro de consumo a la abulia indiferente de una vida alejada del adoquín y la farándula, del escaparate y el jolgorio. Caída la noche en pleno día, los que aún vemos en la sombra del presente el callado ayer que todo lo revela nos esforzamos en clamar por un futuro donde encontrar un eco de aquel resquemor que hacía de la calle el gran teatro y de los que allí nos desenvolvíamos, protagonistas de un mañana aleccionador y garante, pleno de individualidad, orgulloso de su improcedencia.