LA CARTA DEL VIRREY EXILIADO
Jul 12 2020

POR EDUARDO JUÁREZ, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

Gaspar de la Cerda Sandoval Silva y Mendoza.

Nunca me cansaré de agradecer a tanta gente la preservación de los fondos documentales existentes en este país. Sin ellos, no tendríamos historia ni recuerdo de ella que valiera la pena. Entre los legajos conservados, uno puede perderse durante una o dos vidas, rememorando un pasado nunca mejor, pero sí más real que el muchas veces mostrado. Amante que es uno de todo legajo, documento o expediente que se precie de caer entre mis manos, ya sea en pergamino, papel, papiro, corteza de árbol, tela, teja o tablilla encerada, dedico cuanto me es permitido de mi tiempo libre en leer y rebuscar información latente en cualquiera que sea el fondo.

En esas me encontraba el otro día que di con una carta escrita el 31 de octubre de 1686 por Gaspar de la Cerda Sandoval Silva y Mendoza a su hermano, Gregorio María de Silva y Mendoza, quien era por aquel entonces el IX Duque del Infantado. Como estarán pensando, con tanto apellido ilustre y nombre de tamaña afectación, el tal Gaspar de la Cerda no podía ser un mequetrefe de tres al cuarto. Miembro de una familia poderosa y muy bien posicionada en la guerra política que hubo de sufrir Carlos II por el control de la voluntad que nunca cedió, como bien me recordaba hace un año mi querido amigo, Pepe García Lomas, defensor de la imagen humana y caritativa de tan vilipendiado monarca, no tardó en ocupar puesto de alta responsabilidad.

Así, dos años más tarde de escribir la citada carta a su hermano, fue nombrado virrey de Nueva España, cargo en el que permaneció hasta 1696. Muy bien relacionado con los grandes autores de aquel momento como Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora, madre y padre de la literatura mexicana en castellano, ha pasado a la historia, sin embargo, como sofocador de uno de los grandes motines liderados por los indígenas, el año 1692 en Ciudad de México, que provocó la destrucción de gran parte de los edificios coloniales y casi la muerte del archivo, salvado de chiripa por dos de sus hermanos. La represión consiguiente al motín fue utilizada por los criollos, como señalaría Octavio Paz, para desgastar la imagen del virrey y lograr que se olvidaran sus éxitos en la lucha contra la piratería, los ataques de holandeses, franceses e ingleses y la pacificación de tobosos, tarahumaras, apaches, zuñis, moques, keres, pecos, teguas, tanos y picoríes en tierras norteamericanas, ya fuera en Nuevo México, Sonora o Nueva Vizcaya. La falta de grano y recursos económicos derivados para el fortalecimiento de la Flota de Barlovento, unido al aumento de impuestos, generó una carestía que hubo de ser fatal en el juego político interior. La consecuencia inmediata fue la renuncia del virrey que, exiliado de su destino, acabó falleciendo enfebrecido en el Puerto de Santa María poco después de desembarcar, el 12 de marzo de 1697.

Y de esas llamas que acabaron con su vida, que le persiguieron durante sus años de virreinato mexicano, trata en parte la carta que tuve la suerte de leer hace un par de días. Además de saludar profusamente a su querido hermano y de rogar por su salud, así como lamentarse por el fallecimiento del IX Duque de Alburquerque, el cuellarano Melchor Fernández de la Cueva, a quien ben conoce la gran Julia Montalvillo, el aún no virrey de Nueva España trasladaba al Duque del Infantado el enorme disgusto que le habían producido las llamas que habían asolado el maravilloso palacio de Valsaín. Como comprenderán, la sorpresa de este humilde Cronista fue patente al descubrir una noticia sobre el incendio del Palacio de Valsaín cuatro años más tarde de la fecha oficialmente aceptada para su destrucción, el 22 de octubre de 1682. Dado que el receptor de la carta, Duque del Infantado, de Lerma, Estremera, Pastrana y Príncipe de Éboli, era Sumiller de Corps del rey Carlos II, me resulta extraño pensar que no estuviera al tanto de lo sucedido en el Real Primitivo y que no hubiera acompañado al rey ese día en que, según el discurso histórico aceptado, vio el inicio de la catástrofe desde el puerto de la Fuenfría.

Más extraño resulta que Gaspar de la Cerda, emisor de la carta, tardara cuatro años en comentar con su hermano, ostentador de la confianza del rey, la desgraciada pérdida del increíble inmueble serrano, primero de los edificios borgoñones en ser construido dentro de la península Ibérica. Podría ser que el palacio hubiera sufrido dos incendios en cuatro años; que la fecha tradicionalmente aceptada fuese errónea; que la carta tuviera mal la data o que, sencillamente, Gaspar de la Cerda no se enterara de la misa la media y dijera aquello como relleno de morralla, lo que se me antoja harto improbable.

En cualquier caso, no me cabe duda de que seguiré indagando en la noticia de la carta de aquel virrey exiliado sobre las llamas que derrotaron a tan insigne edificio. El padecimiento sufrido, ya de casi tres siglos y medio, sigue patente en su estado actual, como si las llamas no hubieran podido ser aplacadas en todo este tiempo. Para nuestra desgracia, la gestión del patrimonio por parte del Estado parece alimentar esas llamas imaginarias que siguen consumiendo el nuevo torreón de Valsaín, que han acabado con el patio de las caballerizas y el jardín de la reina, dejando un esqueleto lamentable y doloroso, reflejo del interés general de esta sociedad en la preservación, conservación y difusión del patrimonio histórico nacional. Esos cientos, miles, de palacios de Valsaín existentes en España nos exigen, nos gritan su historia, lamento desconsolado de un pasado al que sólo se vuelve para enfangar el presente. Quizás, si nos diera por colocar banderas en las ruinas, otro gallo le cantaría a la triste historia patria.

Fuente: https://www.eladelantado.com/

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