CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTA OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Tengo muchas vivencias y buenos recuerdos de esta vieja casona de dos plantas de grandes proporciones construida con ladrillo visto rojizo, que sobrevivió después de la guerra civil hasta el año 1950 aproximadamente. En su estado de obra sin acabar, ofrecía un aspecto de deterioro y abandono. Así el paso de los años la alcanzó y fue sellándola hasta convertirla en una casa fría, silenciosa, con las paredes interiores pintarrajeadas sin enlucir, los escalones deteriorados, y con grandes claros en ventanas y balcones por donde los vientos azotaban sus ruinas. La puerta grande de madera maciza oscura, seca con hendiduras por todas partes chirriaba por sus goznes y rozaba el suelo, cada vez que abrían.
La ocupaban esporádica y alternativamente trabajadores temporeros, aves de paso y roedores nocturnos, lo que la convertía en una casona enigmática, mescolanza de intriga y misterio para la numerosa chiquillería de entonces que pasábamos delante de ella cuando íbamos a bañarnos a las Aceñas del río Guadalquivir.
La casona “el Chimeneón” era el primer edificio de la acera par de la Calle san Roque, y tenía anexionado a la parte de atrás en el patio, un horno de cocer ladrillos y tejas, motivo de la elevación de su chimenea y del nombre recibido como referencia.
Además de cubrir distintas necesidades industriales y usos, este singular edificio de pilares desnudos, fue muchas veces cueva ocasional de nuestros juegos. Nunca se llegó a enlucir por fuera ni le pusieron canalones a su gran alero; la utilizaron primitivamente de almacén de granos de molienda en las Aceñas Marquesas instaladas en el río Guadalquivir y de cobijo ocasional de un guarda; también de almacén de tejas, ladrillos, macetas, etc. de los producidos en la alfarería de los patios, a los que acudían los compradores de objetos con burros para el transporte provistos de angarillones en los que hacían la carga.
Hubo una época en que era costumbre “romper la teja” a las parejas que se comprometían en noviazgo, y los mozuelos amigos se ponían de acuerdo para ir de noche al Chimeneón por las tejas que iban a romper en el paseo detrás de los nuevos comprometidos; lo que dio lugar a más de una queja por parte del propietario, el maxi industrial don Camilo López, que además de ser agricultor poseía una granja en el campo, una fábrica de hielo y gaseosas en el pueblo y era empresario de cine.
El edificio se utilizó de palomar en su parte alta, donde disponía junto a las paredes de muchas tinajas tendidas que servían de nidos y por los balcones había una constante entrada y salida de palomos, que los muchachos tratábamos de alcanzar tirándoles chinos con tiradores y nunca acertábamos.
También se utilizó como secadero de tabaco y en la techumbre desnuda de las habitaciones alta y baja de la casa, se colgaban en ganchos clavados en las vigas de madera, grandes lienzos de hojas de las plantas tabaqueras para que se secaran. El guarda nos dejaba pasar a verlo por entre las colgadas hojas verdes y su fuerte olor nos hacía estornudar y a veces pasábamos por debajo de los lienzos dándonos las hojas en la cabeza. Del quemado de las hojas secas salieron muchos primerizos fumadores.
La misteriosa casa, cobraba más embrujo en el invierno con la llegada continua de murciélagos que se introducían en los huecos de los tubos clavados en la pared para sostener las instalaciones eléctricas de la Compañía Mengemor de Electricidad, y los niños los perseguíamos introduciendo cañas en los huecos de estos tubos para que salieran y pudiéramos seguir la caza.
En primavera acudían las golondrinas, y un enjambre de ellas se posaban en los alambres tensados entre las tacillas blancas de las palometas mientras descansaban de sus vuelos y de hacer sus nidos con barro y paja en los aleros del tejado. Allí nacerían sus polluelos y cuando estos crecían se asomaban al nido abriendo sus piquitos enseñando las güacharras pidiendo alimento con sus trinos. Algunos más traviesos se caían al suelo y sus padres se encargaban de protegerlo volando fuerte y chillando si nos acercábamos.
En la calle había una bombilla encendida que apenas se distinguía en la oscuridad, pero tanto en invierno como en primavera allí aparecíamos Manolo y Pepe Vázquez, hermanos “los chatarreros de Madrid”, – Pepe, era gordito y tenía una nube blanca en uno de sus ojos azules-, Paco Nieto –largo y delgado-, Andrés Fernández y yo, con cañas y tirachinas para divertirnos.
Hasta el borde del río, lo que hoy ocupa la carretera N-IV eran unos solares destinados a extender los ladrillos y tejas al secado del sol, y también pozas en las que durante el día, numerosos hombres sin camisa y remangados los pantalones, pisoteaban el barro constantemente o lo trasladaban a los moldes para hacer piezas. Esta actividad se paralizaba para ver a las putas, alegres y atrevidas vecinas que ejercían la prostitución en unas casas próximas, cuando éstas bajaban a lavar sus ropas al río, pues pasaban llenando el camino de risas y llamando la atención con sus coquetones movimientos y ligeros vestidos.
En la acera de enfrente, daban a la calle tapiales oscuros y verduzcos, a los que se adherían plantas verdes y húmedas junto a otras marchitas que, cerraban unos corralones donde se guardaban cerdos, burros y caballerías, lo que mantenía un bullicio constante de tratantes y de personas dedicadas a su cuidado, que no pasaban inadvertidos a las furcias, con las que coqueteaban; y haciendo esquina una caseta donde estaban instalados los contadores de la escasa luz eléctrica que alumbraba el pueblo.
La casona fue siempre un lugar ideal para las numerosas travesuras de pandillas de jóvenes de la localidad, los que, por un lado se resistían a entrar y por otro lo intentaban para indagar el interior, ya que, al no tener una puerta firme y existir alternativamente áridos, tabacos, palomos y las visitas de ignorados amantes en la penumbra de la noche, le daba un aire misterioso que se transmitía a través de sus balcones sin puertas detrás de los hierros protectores y de las ventanas de abajo con ladrillos cruzados sin unir para facilitar la ventilación y todo junto, aumentaba la curiosidad y se prestaba al fisgoneo..
Con el paso del tiempo todo ha cambiado, el solar de la manzana de la casa “misteriosa e intrigante en la década 1940/50”, lo ocupa la gran nave industrial dedicada a la fabricación de muebles de Antonio Leal Durán S. L., y en los corralones se han levantado unas lujosas viviendas para ornato del pueblo que tienen en frente la N-IV, la que había absorbido el suelo que se cubría de ladrillos recién hechos, y el futuro es demolerlo todo y convertirlo en otro gran edificio de pisos, con lo que la ribera va adquiriendo en el conjunto de la población un carácter progresista y moderno con aire residencial, en perjuicio del estilo aldeano y pueblerino que gozaba.
Las golondrinas ya no volverán jamás a colgar sus nidos en los aleros del misterioso Chimeneón; los murciélagos no encontrarán sus tubos para protegerse de la chiquillería; los placeres mundanos buscarán otros refugios y los jóvenes otras distracciones …. en el botellón y en las discotecas, y el viento del río seguirá soplando pero ya no encontrará la casa deshabitada – el Chimeneón- en la que colarse.
Ahora, cuando hablo de El Chimeneón con personas de mi tiempo, me es fácil comprender “el por qué” del recuerdo que dejó en todos nosotros.
FUENTE, CRONISTAS