LA CAZA MAYOR EN EXTREMADURA
Nov 04 2023

POR VICTOR GUERRERO CABANILLAS, CRONISTA OFICIAL DE ESPARRAGOSA DE LARES (BADAJOZ).

Foto de Revista Jara y Sedal

BRAEX
(Boletín de la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes) Tomo XXXI Año 2023
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La caza mayor en Extremadura
Por Víctor Guerrero Cabanillas
Dedico esta reflexión abierta a todos los jóvenes, comprometidos y amantes de la naturaleza, el paisaje y las tradiciones vernáculas. En particular, a mi amigo Luis García de la Cuerda Fernández Daza, amante de la caza mayor sostenible, como yo también lo fui, y de la biota extremeña.

¿Qué es la caza? ¿Qué es lo que define al cazador? Desde luego, la caza es algo más que un simple pasatiempo. ¿Diversión, evasión, ocupación? Veamos. El verbo cazar del latín vulgar captiare (perseguir) procede del latín captare, que se traduce como apresar, recoger, percibir, una actividad comunal o grupal practicada en entornos naturales, no siempre con resultados positivos.

La acción cinegética irá seguida o no de la captura y muerte del animal de caza, sin que esta contingencia envilezca o corrompa el significado de la acción venatoria. Vaya por delante entonces que no se caza por matar–Venare non est occidere–sino al revés, se mata por haber cazado.1 La acción cinegética, vecera e impredecible, corre el riesgo de regresar de vacío, una contingencia que habrá de tenerse presente.

Pero antes de proseguir quiero llamar la atención sobre dos cuestiones pertinentes. La primera que, siguiendo la senda literaria de Miguel Delibes, soy también un cazador que escribe, después de haber llenado la mochila de material literario, por encima de un escritor que caza. La segunda es que, adelantándome a los contenidos y resultados de esta exposición, a la protección reguladora de esta singular actividad humana por intereses sociales, económicos, culturales y medioambientales, se le debe añadir hacerlo también por su condición de patrimonio cultural inmaterial. De su presencia a lo largo de toda la historia de la humanidad se conserva una abundante bibliografía a nuestra disposición, de la que daremos cuenta en la medida que nos parezca más pertinente a lo largo del texto.

Se entiende la práctica cinegética como una actividad humana de carácter cooperante, socializante y recreativo. “Echarse al monte” de manera recurrente es como huir acuciado por la hosquedad del día a día, alejarse de los incómodos lugares lastimosamente habitados. Huir recurrentemente pero no como un fugitivo, sino como alguien que ansía caminar hacia atrás en busca de las huellas de nuestro pasado más atávico. El hombre es un tránsfuga de la naturaleza que redime sus culpas cazando. Cazar y montear es también adentrarse en el monte buscando, como el errante G. Adolfo Bécquer “el rápido mudar de las decoraciones y de las escenas” de su vida cotidiana anodina.2 Me refiero a quienes J. Ortega y Gasset denominó “despaisados” (todavía sin el reconocimiento de la RAE). En la actualidad, en la caza mayor los objetivos venatorios son jabalí, ciervo, gamo, corzo, cabra montés, muflón y arruí, mientras que en la menor las piezas cinegéticas son perdiz, faisán, paloma, codorniz, tórtola, zorzal, conejo y liebre. Hay pues dos clases de caza: la mayor, reservada a las élites sociales hasta los tiempos de la crisis del Antiguo Régimen y aún después, ya a mediados del siglo XIX; y la menor, propia de las clases populares de los “plebeyos, curas rurales e hidalgos de poca monta”, como diría un cronista medieval. No resulta exagerado afirmar que la caza mayor, una actividad que se vale del concurso de perros adiestrados, destinada a la captura y muerte de determinadas especies animales, fue determinante en el proceso de hominización y socialización de nuestro ancestro. Los perros no campean en busca de la caza forzados por el hombre sino movidos por su afición venatoria. Paleohistóricamente se sucedieron distintas fases evolutivas, caracterizadas por la utilización y domesticación del fuego y la fabricación de diferentes herramientas de piedra en una permanente lucha por la adaptación.

Este largo proceso evolutivo llevó a los homínidos, de nómadas cazadores y recolectores a sedentarios introductores de la ganadería estante y la agricultura. Fieles al lema de cazar para vivir, tal y como se muestra invariablemente en las pinturas rupestres, tanto el grupo de iguales como la caza llevada a cabo de manera conjunta y cooperante fueron parte esencial de los valores de nuestros ancestros durante el paleozoico, así como el motor de su evolución.

La caza está pues en el origen, siendo la primera ocupación del hombre. Y también en el origen de la pintura, el lenguaje y la religiosidad primaria. Es la que nos ha hecho como somos. Y no por cierto, el fruto de una casualidad cósmica. Homínidos australopithecus, habilis, erectus, ergaster, antecesor y, en último lugar, H. neandertal se quedaron en el camino de la adaptación porque perdieron el norte inexcusable de la evolución. Dejar de ser vegetarianos para convertirse en omnívoros condicionó positivamente el desarrollo evolutivo hasta la actualidad. Este proceso adaptativo fue precisamente el argumento del libro La evolución del hombre: La hipótesis del cazador, cuya lectura me parece obligada.3

Regresar al consumo exclusivo de hierbas y forrajes dejando de ser carnívoros, después de tantísimo esfuerzo adaptativo como el que hicieron nuestros antepasados, sería más que una grave torpeza e insensatez; desembocaría fatalmente en un desastre humanitario de magnitudes planetarias, para ser más explícito. La vida en nuestro planeta está sujeta inexorablemente a la heterotrofia: comer o ser comido. No cabe salvedad alguna.

Nuestro ancestro el Homo habilis se hizo bípedo carnívoro por fuerza mayor. Gracias a esa exigencia adaptativa se convirtió en cazador y humano inteligente. Por ello puede decirse que todos los seres humanos somos portadores de una impronta depredadora ancestral: cazar fue el imperativo existencial y el recurso del hombre prehistórico para poder subsistir. Transmitida oralmente de generación en generación practicó a lo largo de siglos una cinegética con idéntica sistemática de acción. Ninguna discrepancia, salvo la de las armas utilizadas, hay entre la escena de caza del Paleolítico superior reproducida en la pared de la cueva de los Caballos en Castellón – las reses cervunas son espantadas hacia la línea de lanzadores de flechas y lanzas- y la imagen fotográfica que se puede hacer de una montería actual en la Siberia extremeña. En aquel panel pictórico de la pared de la cueva de abrigo se mostraba cómo el ser humano había comenzado a ser protagonista, refrendando un acontecimiento habitual en sus vidas como era una cacería de ciervos. Quizás respondiera este hecho a una pulsión irreprimible de conservar y recrear la memoria de acontecimientos cruciales o singulares de sus vidas o a un ritualismo mágico invocador, mezcla de religiosidad y de lenguaje apenas esbozados de carácter propiciatorio: inmortalizar a los animales capturados con la pretensión de devolverles y perpetuarles la vida o la memoria de su existencia pasada.

En la actualidad la caza está inmersa en un proceso crítico de cambio, determinado por el nacimiento y desarrollo de un nuevo mercado generado por el boom cinegético, que está transformando la naturaleza y modos de su gestión – valor emergente del trofeo, granjas de cría y selección, cercones de cría intensiva de jabalíes, cerramientos perimetrales, caza a la carta para tiradores muy selectivos y otras-, aunque permanecen las prácticas seculares; la montería y las rehalas de perros siguen representando el paradigma de la caza mayor.

Dicha ocupación estuvo siempre sujeta a las influencias sociales. Tan poderosas, a veces, que se hace recomendable la implantación de un sistema de control de la calidad cinegética que asegure la sostenibilidad, la biodiversidad y la pureza genética de las especies animales conservando la biota. Utilitaria, recreativa y deportiva, he ahí las virtualidades que debe reunir cualquier explotación cinegética.

El arte de la caza obedece a un repertorio de pautas conductuales inveteradas, veceras, impredecibles, contenidas y proporcionadas; la venación debe discurrir por unos escenarios cinegéticos donde no haya cabida para las desmesuras. Tampoco para gurús iluminados defensores a ultranza de las tesis animalistas: el artista Jeff Mac Mahon es uno de los nuevos gurús de la Filosofía que defienden que haya pocas especies animales, pero que “vivan bien y sin miedo ni estrés predatorio” -¿se haría preciso acabar con la depredación en el universo?-, me pregunto). Parecen desconocer la realidad del mundo rural, razón por la cual se muestran tan receptivos a las tesis animalistas.

Derek Parfit, otro filósofo animalista, especializado en identidad personal, ética y filosofía moral, cuestiona abiertamente la densidad y la diversidad por encima de la calidad de vida, de manera que hemos caído en manos de un ecologismo acientífico ideologizado, próximo a las tesis del naturalismo filosófico. Son graduados universitarios en Filosofía, Sociología, Matemáticas y otras ciencias, pero paradójicamente ignorantes en Veterinaria, Ciencias Alimentarias y otras afines.

Muy atrás han quedado los tiempos del reinado de Sancho el Sabio, rey de Navarra. En su Los paramientos de la caza (1180) señalaba quienes podrían ser sus practicantes: “Solo el Rey, los Rico-Hombres, los Infanzones y Caballeros podrán cazar los animales de caza mayor. Prohibimos pues por este fuero a toda persona de calidad inferior que se dedique a esta caza”.4 Cabe así señalar su secular configuración como un privilegio, una ocupación de unos pocos, precisamente los más poderosos: el rey y sus cortesanos más cercanos. Alfonso XI, en el Libro de la Montería (1582), un libro de cabecera para monteros, se inclinaba por la caza del venado “como lo más noble et la mayor, et la más alta et la más caballerosa et la de mas placer ”. No llegó a haber consenso sobre las especies preferidas, aunque oso y jabalí fueran las más codiciadas por razón de su mayor riesgo venatorio, pues el simple acopio de carne había dejado de ser un incentivo para su caza.

Fue pues un privilegio privativo del poder hasta mediados del siglo XIX en que dio comienzo su liberalización. Del mismo modo tampoco es ya un medio de vida, sino una actividad de ocio.

Alonso Martínez de Espinar (1588-1682), ballestero real, un gran experto en caza mayor, que con frecuencia solía acompañar a Felipe IV en sus cacerías, la definió en su “seguir y perseguir a las fieras y a las aves para rendirlas y sujetarlas el hombre a su dominio”.

Otro autor, también ballestero mayor con Felipe IV fue Juan Mateos, inmortalizado por Velázquez en varios retratos a lo largo de su vida; en su obra Origen y dignidad de la caza, incorporó entre otras una descripción de la caza con tela. La primera parte de su tratado trata íntegramente de la caza del jabalí en montería. En la segunda parte, dedicada a la ballestería y los tipos de cazadores, hacía hincapié en la caza mayor como la mejor manera de enseñar a los príncipes la teoría y la práctica de las artes militares.6

Fuera de duda que sus repercusiones sociales, su importancia económica y sus características emblemáticas la convirtieron en una actividad social de especial interés antropológico. La práctica de la caza mayor en montería encierra un gran valor simbólico que forma parte del acervo sociocultural extremeño. Su rica semántica peculiar, la diversidad de estrategias de su práctica, sus ritualidades, así como el sentido mítico y mágico del encuentro del hombre cazador con el paisaje rural y la propia naturaleza.

Las reglas de cada modalidad se trasfieren oralmente a lo largo de los siglos: el rito propiciatorio del rezo al inicio de la montería, determinados comportamientos con el animal cazado como la castración del jabalí muerto o su ocultación bajo ramas de romero y mirto, a modo de homenaje póstumo al animal totémico de los tiempos de los jabalíes de Erimanto o de Calidón de la mitología clásica griega; la recreación de seculares pautas de conducta, la disecación para preservar su memoria y dar al cadáver del animal cazado la apariencia de haberle devuelto a la vida, los relatos del universo narrativo del practicante en relación con los cazaderos y la fauna cinegética ….. todo ello aleja esta actividad humana de simplificaciones y estereotipos manejados por sus detractores.

De la mitología clásica griega proviene la imagen mítica del jabalí de Calidón, autor de la muerte de Adonis, como una bestia de grandes colmillos, feroz y agresiva, una imagen portentosa que se mantiene todavía en el imaginario colectivo. Así pues, como unos Heracles de nuestro tiempo habría que tener y juzgar a monteros extremeños tan arquetípicos como lo fueron el “capitán” Pedro Castillo, Antonio Covarsí, conocido como “El montero de Alpotreque”, Pedro Cevallos-Zúñiga, Leopoldo Castillo o el simpar cazador Manuel Terrón Albarrán, que fuera socio fundador y secretario perpetuo de la Real Academia de las Artes y de las Letras de Extremadura.

La montería forma parte de nuestra identidad cultural extremeña: las sociedades locales, peñas, clubes y asociaciones abiertas de monteros, dispersas por nuestra geografía, proporcionan a sus miembros un mayor arraigo social y territorial reforzando su identidad. La pertenencia al grupo con el que simpatiza otorga seguridad y autoestima. Hace sentirse más reconocido al cazador. Muchas de estas entidades, considerándose depositarias de una vasta herencia cultural, ponen un énfasis especial en la preservación, recuperación y protección de las maneras tradicionales de su ejercicio, un reglamento no escrito, transmitido de boca a boca, así como en la reprobación de conductas inapropiadas de los cazadores. Harían bien en generalizar esta última actitud descalificadora que restaría argumentos a quienes esgrimen la ilegitimidad moral como razonamiento para su prohibición.

El mundo de la caza en España se enfrenta a un gran conflicto de relación con la sociedad no cazadora que ignora el mundo rural. Con bastante frecuencia aparecen en los medios de información estimaciones y juicios del siguiente tenor: “Como todo el mundo sabe, terminada la temporada, los cazadores abandonan sus perros”. Así, sin más. En algunos ambientes ideológicos radicales, al cazador se le considera como un malhechor sin tener en cuenta su contribución a la economía del medio rural, su apoyo a la conservación del paisaje natural y a la sostenibilidad de la propia fauna cinegética. Nadie como él percibe y siente el entorno paisajístico.

Aunque lo sean sólo por intereses de clase, los verdaderos y genuinos conservacionistas son los practicantes de la caza mayor y menor: no sólo es dedicar una parte de nuestro tiempo a la actividad cinegética, sino ser, pertenecer, compartir y tener una cultura multisecular nacida del encuentro del hombre con la naturaleza amenazada de extinción. No olvidemos que el hombre y su medio ambiente nacieron el uno para el otro. En el momento actual se hace importante recuperar esta relación consuetudinaria con el mismo énfasis que ponemos en la defensa y conservación de los monumentos de tiempos pasados.

“El hombre no tiene esencia, solamente tiene historia”, decía J. Ortega y Gasset en el famoso prólogo a la obra Veinte años de caza mayor del conde de Yebes. De desaparecer o prohibirse esta actividad humana se perdería para siempre una parte significativa de la identidad cultural de nuestra especie. Cuatro tipos de sociedades, de menor a mayor complejidad, banda, tribu, jefatura y Estado, otros tantos estadios evolutivos como animales sociales, distinguió el científico americano Elman R. Service.7

El mismo patrón se repite cada temporada de caza mayor en las cumbres y laderas de los relieves montuosos extremeños cubiertos de bosque y matorral, un bioma singular desarrollado en regiones de clima mediterráneo. Desde los tiempos del Pleistoceno fue entretejiéndose esa urdimbre sociocultural sustentada en un repertorio de hábitos cinegéticos enraizados en el imaginario popular.

La historia de los homínidos y de los primeros seres humanos se desenvolvió entre cambios climáticos conocidos como glaciaciones. Los ancestros del ser humano pudieron adaptarse a dichos cambios en las extensas praderas africanas, los bosques del Asia oriental, la tundra siberiana, los bosques europeos o los valles americanos. La clave del éxito de la especie humana, aparte del manejo del fuego, se debió precisamente a que mediante su inteligencia fue capaz de desarrollar una tecnología de útiles de piedra apropiados a sus necesidades de supervivencia.

La caza pues es una actividad de origen prehistórico que fue clave en la socialización y humanización de nuestros ancestros. El hombre paleolítico en suma era cazador de oficio, su más precoz ocupación. La primera forma de vida del hombre fue la de cazador. “Su primer menester”, decía J. Ortega y Gasset. Incluye también cuanto sucede antes y después del lance de disparar sobre el animal salvaje objeto de caza.

Nuestros antepasados, los homo sapiens del Paleolítico Medio, eran cazadores y recolectores nómadas; constituyéndose en “bandas”, trataban así de mejorar los resultados cinegéticos amortiguando, a un mismo tiempo, los riesgos y mejorando la eficiencia de la práctica individual. Antes, habían venido practicando la venación de grandes animales, bóvidos y équidos salvajes, de manera individual, pero compartiendo los excedentes cárnicos con algunos cánidos y con el resto de iguales de manera que se convirtieron en proveedores solidarios. En qué momento los homínidos antepasados nuestros comenzaron a auxiliarse de perros domesticados es una cuestión no resuelta aún.

¿Cuándo y cómo se hicieron socios perros y hombres cazadores? Un cambio climático deforestó grandes áreas territoriales. Disminuyó la frondosidad de los bosques de manera que nuestro homínido antecesor se vio obligado a andar y correr tras la presa. Primero fue el uso del arco y la piedra, pero la pregunta capital era ¿Quién enseñó a quién? Creo que la respuesta resulta obvia. El perro enseñó al hombre a acechar, correr como predador tras la pieza formando parte del grupo de perros cazadores. El perro enseñó a cazar al homínido que pasó de ser cuadrúpedo a bípedo. Fue con toda probabilidad el perro de las praderas quien domesticó al ancestro humano y no al revés. Ocurrió cuando se vio obligado a bajar del árbol. Allí no había frutos sino animales que corrían. Los perros tendrían su oportunidad.

Tal vez esa amistad entre ambos, a la que tanto se cacarea, no fuera en realidad nada más que una alianza interesada fomentada por la similitud en su comportamiento social. Nos falta conocer la opinión de los cánidos, es verdad, sin cuyo testimonio poco podemos avanzar. La caza nos sirvió para subsistir y evolucionar, suponiendo la incorporación del perro un gran salto evolutivo.

En cualquier caso, se puede decir que desde aquel momento dicha actividad comenzaba a parecerse a la montería actual. Además este comportamiento grupal indujo al desarrollo de nuevos lazos afectivos y de una mayor cohesión y raigambre social, más allá de las simples relaciones de parentesco. Puede decirse entonces que su práctica contribuyó destacadamente a la humanización y cohesión social de aquellas bandas, cuadrillas, tribus u hordas primigenias. De estos procesos vendría un complejo repertorio de costumbres inveteradas de las que la pintura y literatura dejaron notables muestras.

Durante el siglo de Oro fue una actividad humana que mereció respeto y admiración a tenor de las fuentes documentales consultadas. En el primer párrafo de El Quijote, M. de Cervantes definía al protagonista Alonso Quijano como “gran madrugador y amigo de la caza” y en el Capítulo XXXIV de la Segunda Parte abocetaba con su pluma magistral el ejercicio de la montería en aquel tiempo. F. de Quevedo, en su prólogo a la obra de A. Martínez de Espinar, antes citada, alude a ella como una actividad humana singular. Otro tanto cabe decir de grandes pintores anteriormente mencionados.

Con el tiempo, nuestros ancestros comenzaron a cultivar sus propios alimentos y a criar animales domésticos, de manera que la caza dejó de ser en un momento determinado una exigencia insoslayable para la subsistencia; dejó de ser un oficio necesario para convertirse, como así sucede en los tiempos actuales, en esparcimiento o diversión. Diversión que etimológicamente significa revivir o recrear, volver a ser transitoriamente, una ocupación ejercida de nuevo en los mismos escenarios que fueron, aparte de fuente alimentaria, el cobijo y el suministro de leña, medio de vida para nuestros antepasados del Paleolítico Medio. La montería entonces podría ser tenida como la rememoración y perpetuación de una práctica cinegética ancestral, pero también una concelebración grupal que recrea o reproduce escenas de la hominización de nuestros ancestros.

En los últimos tiempos para una cuantiosa población masculina de extremeños, muchos venidos de la caza menor – cada día que pasa más vecera y escasa -, la práctica de la caza mayor ha experimentado un notable crecimiento de manera que va camino de culminar su total democratización. A partir de los años 1980-90 la presión económica ejercida por el boom cinegético fue mercantilizando estas prácticas de las monterías, externalizando en manos de “orgánicos” o clubes de monteros su celebración. Desaparecieron en pocos años las llamadas monterías de invitación, lo que había venido siendo una actividad exclusiva de los grandes propietarios de fincas. El de monterías románticas, un título equívoco y poco acertado, se refería a las monterías por invitación intransferible organizadas por la propiedad de las tierras. La presión económica abrió las puertas de los grandes cotos de caza mayor para todos los cazadores.

NOTAS:

  1.  JOSÉ ORTEGA Y GASSET, Prólogo. Veinte años de Caza Mayor, Editor  Banco Guipuzcoano, 1986.
  2. BÉCQUER, Gustavo Adolfo. Cartas desde mi celda, IV. Cervantesvirtual.
  3. ROBERT, Ardrey. La evolución del hombre. La hipótesis del cazador. Maddrid, Editorial Alianza. (1998).
  4. SANCHO IV EL SABIO. Los paramientos de la caza, (1180).
  5. MARTÍNEZ DE ESPINAR, ALONSO. Arte de ballestería y montería, (1644).
  6. MATEOS, Juan, Origen y Dignidad de la caza, (1634). Nacido el autor en  Villanueva del Fresno (Badajoz), fue un destacado montero y ballestero al  servicio de los reyes Felipe III y Felipe IV.
  7. SERVICE, Elman R. Los cazadores (1966). Se trata de un estudio antropológico de las últimas sociedades dedicadas como actividad prioritaria a la caza
    y recolección. Hay cuatro grandes tipos de sociedades de menor a mayor
    complejidad: banda, tribu, jefatura y Estado

CONTINUARÁ: file:///C:/Users/ipuna/Downloads/Dialnet-LaCazaMayorEnExtremadura-9142127%20(2).pdf.

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