POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Bien sabe mi querido amigo, Jesús Pozo, que algo subyace en los cementerios capaz de definir una sociedad. Arrinconados en aquella parte sombría de la ciudad, esa donde nadie quiere verse ni en recuerdo, o en lo más céntrico de la población esgrimiendo ese memento mori al que parecemos inmunes, los muertos campan a sus anchas en nuestra vida como contrapunto a un olvido voluntario y necesario. Incapaces de pensar en la muerte más allá del momento en que nos asalta y, a veces ni eso, vemos el desenlace consecuente a la existencia como algo que ocurre siempre a los demás y que, después de todo, cuando te sucede, no encuentras palabra alguna apropiada que pueda describirlo.
En la mayoría de los casos, las ciudades viven de espaldas a sus cementerios o, quizás, desmemoriadas acerca de la importancia que tales espacios tienen. Siempre dispuestos a monetizar lo que sea, la actualidad lamentable ha terminado por convertir los cementerios, camposantos, raudas, osarios o como quieran llamarlos en lugares interesantes para la memoria de los otros, no derivando de ellos mayor reflexión que el olvido existencialista o la expulsión de un presente ajeno a su realidad. Es más, diría yo que, cuanto más interesante es el columbario, menos tiene que ver con el presente que lo contempla o más olvidado permanece para los paisanos que caminamos hacia ese determinismo del que nadie en absoluto escapa, escapó, escapará.
En este Paraíso, aparte de los referidos múltiples veces en las páginas de este centenario diario, languidece uno de ellos, muerto en todos los sentidos. Ciudad de los muertos perecida para el común de los paisanos, el cementerio constituido hace ochenta y siete años en una seca ladera entre el cerro de Cabeza Grande y la preciosa población de Revenga, pena en la desmemoria de todos los presentes. Ajados por el gélido despertar de una montaña que nada respeta, penan en una penumbra lamentable, dejados en ese saco roto, cerca de cuatrocientos soldados caídos en los infructuosos intentos de tomar las lomas serranas dominadas por los soldados franquistas durante la ofensiva sobre Segovia que diseñó Domingo Moriones a petición del entonces ministro de Defensa Nacional, Indalecio Prieto.
Deslocalizadas las tumbas por el teniente coronel Rodrigo días después de terminar la llamada Batalla de La Granja, los restos de aquellos mortales aún esperan el reconocimiento a su prematura muerte en las laderas del Cerro del Puerco, de la Cruz de la Gallega, del paso de las praderas de Navalrey. En Integrados en un paisaje ajado de cardales y encinas reviradas, repleto de escaramujo de flor aterciopelada y quejigos estriados en cortezas imposibles, los muertos de aquel paraje gritan en silencio una verdad que nadie parece querer recabar, no sea que alguien decida convertir aquel erial en un paraje para la memoria y la reflexión derivada de aquello que nunca debió ocurrir.
Lejos de allí, en el ancestral cañón que forman el río Viejo y el Pirón, otros cientos de pasados lugareños exhiben su seco y huesudo presente en un alarido de incomprensión pocas veces perceptible. Encaramados a las cimas del cerro de la Sota y su hermano parejo, el cerro de Castrejón, generaciones de aquellos habitantes ya perdidos para todo en esta Segovia imperecedera claman su vida en un final glorioso entre los suaves meandros de un arroyuelo de aguas tersas como la piel que queda más allá de la vida. Metidos los cuerpos en reducidos espacios colmatados por rocalla extraída del propio monte, los habitantes ya terminados de un poblamiento propio de la segunda fase de la Edad de Hierro, a decir de Luciano Municio y Santiago Martínez Caballero, joyas segovianas donde las haya, yacen esparcidos por los cerros en aquelarre póstumo carente de espectador alguno que pueda constatar la importancia de su vida en la muerte expuesta y regalada a este presente infame e ignorante. Depositados aquí y allá, los túmulos se agolpan colmatando un área inmensa de conocimiento perdido, mientras dibujan una constelación pétrea de humanidad al servicio de un aprendizaje jamás compartido.
Y sentado en la proximidad de uno de aquellos viejos tumularios, este que suscribe no deja de pensar en lo parca que es la vida y lo superficial que llega a ser todo conocimiento humano, si no somos capaces de mantener la linealidad de las sociedades, de modo que podamos entender a aquellos en este presente, sintiendo la esperanza de que esas vidas terminadas condujeron a estas que brevemente disfrutamos.
Sometidos a un constante y permanente salto en el tiempo, donde la memoria es más un cúmulo de pérdidas que una suma de esperanzas, los viejos paisanos yacen entre piedras a la espera de que alguien tenga la sensibilidad precisa para conseguir fondos y presupuesto suficiente de modo que sea recabado ese ayer terminado y sepultado entre los restos de un muro pétreo de indiferencia. Lo mismo que los cobijos donde esperan acostados cientos, miles de hispanogodos, romanos, vacceos y vetones en los valles de Castiltierra, Bernardos, Madrona, Aguilafuente, Duratón, Mercado, Sepúlveda, Segovia, Cuéllar o las fosas donde aún se pudren los restos de centenares de compatriotas olvidados por una política cainita que sólo abre el grifo para construir propaganda al servicio de la bandera que hoy toque, la muerte que nos da esperanza para vivir plenamente en la seguridad de que lamentaremos profundamente todo aquello que quisimos hacer y no fuimos capaces nos ha de traer una enseñanza capital: en el final de la vida, en su culto y representación, en las liturgias pasadas, espacios empleados, anhelos escondidos, ajuares incluidos, se halla la mejor explicación posible para una vida de la que apenas quedan dos letras que llevarnos a la lectura.
Estudiando ese pasado remoto encerrado en un entierro pedregoso seremos capaces de afrontar un mañana ciertamente esperanzador. Invertir en el estudio, análisis y comprensión de todo lo acaecido debería ser una máxima social irrefutable. Tener las ciudades de los muertos entregadas al paso natural de los eones nos conmina a la incomprensión de nosotros mismos, regodeados en una estupidez supina difícilmente comprensible, pues, ya me dirán, queridos lectores, qué clase de ignorante pernicioso prefiere inventar y creer pudiendo saber a ciencia cierta. Nada más cierto, diría yo, que aprender en la muerte pasada lo que explica la dulce y amarga vida sufrida.