POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Es el relato histórico deleznable en su simplicidad. Sometido a las tensiones parciales que tergiversan la contingencia de la historia, el relato tiende a unificar la reflexión, entregando un resultado falaz y proclive a la asunción de una verdad que sólo puede conducir a la creencia fundamental y no a la duda acerca del presente. Ante ese panorama, la sociedad se convierte en comunidad singular y ésta, transmutada la costumbre cambiante en identidad, pasa a ser asumida como nación. Banderas, sonidos y símbolos vacuos envuelven el reflejo contumaz para vender una irrealidad que nunca debiera ser asumida sin un ápice de introspección acerca del yo que integra todo aquello.
En esa fantasía descabellada, las naciones se vuelven eternas, el pasado moldeable, la decisión política se transmuta en dogma, los hombres en protagonistas indiscutibles de una novela y las mujeres, arrinconadas por semejante mendacidad, en espectadoras de una historia que ni protagonizan, ni transforman. Escondidas en la oscura proyección de una invención aceptada por todo quisque, las mujeres transitan por nuestros libros de relato histórico, esos que adoctrinan la juventud en el régimen que sea, como una sombra encasillada por estereotipos patéticos que no soportan ni la más mínima discusión. Con débiles consortes, sumisas madres, frágiles matronas, exangües compañeras, el relato histórico ha mostrado un corolario de lamentable inconsistencia sobre la que definir eso que algunos llaman la esencia femenina de la humanidad. Sometidas por leyes entremezcladas con prácticas religiosas infames, las mujeres no han podido trascender en la Historia con H capital enfangadas por ese condenado relato.
Ahora bien, si uno se detiene por un instante en el análisis pormenorizado de la documentación primaria, esa que sólo unos pocos se molestan siquiera en comprender, encontrarán a María de Molina afrontando una Castilla ingobernable y a Juana de Castilla usurpada por padre desnaturalizado y un esposo miserable; a Margarita de Austria haciendo frente a la corrupción sin fin del Duque de Lerma; a Trótula de Ruggiero escribiendo en masculino sus descubrimientos médicos o a Jacoba Félicié afrontando un juicio en la afamada Sorbona por practicar lo más parecido a la ginecología que podía ofrecer el siglo XIV. Mirando entre pergaminos manuscritos en lengua latina y papeles en romance, uno se podría dar cuenta de que Christine de Pizan entendía la discriminación sexual antes de existir el concepto de género, de clase, de mujer; que Isabel de Farnesio quería que gobernaran sus hijos a toda costa; que María Luisa de Parma rescató la dinastía Borbón aniquilándola o que Isabel II resultó ser fruto de la política en la que se envolvió. Escuchando los discursos de Victoria Kent defendiendo la igualdad y el sacrificio de Clara Campoamor en un aquelarre constitucional; pensando en decenas de miles de mujeres torturadas y quemadas en una demencia sin fin por el repugnante puritanismo fundamentalista protestante; en los deliciosos pinceles de Sofonisba Argensola capaces de retratar la mente atribulada de un monarca aplastado por una idea imposible o en el delicado son de cada uno de los acordes compuestos por Hildegarda de Bingen; en todos y cada uno de esos momentos, uno debe asumir el protagonismo inherente a las mujeres quienes, como personas, han participado en la historia en lugar de verla pasar como nos hace creer el relato.
Y, si atendiéramos a la Historia y no a su patética cacofonía rimada con pensamientos únicos de toda estirpe y condición, tendríamos la posibilidad de ver un mundo infinito de belleza incólume donde las mujeres, al igual que los hombres, han aprovechado tiempo y oportunidades para dejar un ejemplo de necesaria aprehensión. Eso debió hacer mi paisana, Francisca Sánchez, hace ya casi tres siglos. Nacida hacia 1778 en este Real Sitio desde el que suspiro con cada descubrimiento, esta segoviana desconocida resultó ser la segunda española contratada por un monarca como cocinera profesional, después de que Ana de Santillán lo fuera durante el reinado de Carlos II, después de que Francisco Franco, cocinero mayor, dejara una disonancia de rima imposible.
Intitulada cocinera de regalo de la reina y, más adelante, de la princesa, Francisca, antecesora de una plétora de maestras gobernantas de estas cocinas serranas, cumplió con creces la responsabilidad de atender tan complicada tarea en todo Real Sitio donde se asentaran la corte y su monarca, a decir de las promociones que recibió a lo largo de su vida profesional. Activa hasta su fallecimiento, a los sesenta y cuatro años, acabó sepultada en la iglesia de la Concepción de Ontígola, en las cercanías de Toledo, bajo la advocación de la virgen del Rosario, de amplio predicamento en el Real Sitio que la vio nacer y que nada sabe de ella. Abnegada profesional en un quehacer reservado a hombres, mi paisana Francisca Sánchez, como antes hiciera la italiana Mariana Silna, la citada Ana de Santillán o la cocinera alemana de Mariana de Austria, demostró la infinita capacidad profesional que alberga el espíritu de una mujer cuando debe bregar con la profesión, la discriminación y la condenada certeza del apriorístico fracaso. Si, por una sola vez, tratáramos de atender a la condición innata del individuo, más allá de géneros condicionadores, nos enfrentaríamos a la única realidad, aquella que nos muestra mujeres increíbles en cada uno de los rincones donde uno se atreva a fijar la mirada. Que amplia experiencia tiene este que suscribe en el estudio de grandes mujeres de fortaleza sin igual, tan homéricas que habrían acabado con cualquier Aquiles de un sopapo, arrastrado a Héctor alrededor de una inmensa Ilión para espantar la miseria encerrada en tanto Agamenón frustrado, Ajax sobrevalorado y algún que otro Odiseo perdido entre las bambalinas de un mundo en constante transformación que nada entiende de diversidades humanas cuando de cumplir se trata.
Acabemos, pues, con ese condenado relato histórico que, con su falacia institucionalizada, nos aleja de la verdadera felicidad, aquella que nos hace sentir semejantes y dispares en el ser, iguales en la capacidad e infinitos en el anhelo de un futuro donde cobijar personas comprometidas con la bondad, esa que nunca habremos de perder.