POR DOMINGO QUIJADA GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE NAVALMORAL DE LA MATA (CÁCERES)
Hoy, con las lavadoras y el agua corriente no nos acordamos de las penurias que tuvieron que sufrir nuestras antepasadas para poder realizar esta necesaria e higiénica tarea. Máxime, si en los pueblos con suelos pizarrosos predominaban los pozos con agua “sosa”, con la que el jabón reacciona poco adecuadamente.
Los municipios con arroyos permanentes, gargantas y ríos padecían menos este problema, sobre todo si la cercanía era aceptable.
Pero hubo muchos otros que no disponían de esas ventajas. Y cito a los tres que más conozco: Peraleda de la Mata, Navalmoral y Montehermoso.
En el primer caso, el agua de los pozos es “sosa” en general, si exceptuamos algunos aislados (como el pozo de la “Cuadra” y los de “beber”). Pero las mujeres acudían en invierno y primavera al arroyo Santa María (paraje de la “Bomba”), donde el agua procedente de los suelos graníticos de Valdehúncar eran de gran calidad: “cardena”. En verano, tenían que recurrir a la fuente del “Corchuelo” u otros manantiales y pozos del término. Y las más atrevidas se acercaban hasta el Tajo. Cuando llega el agua corriente, habilitan el Lavadero en las cercanías del Cementerio.
El ejemplo de Navalmoral era similar al anterior, ya que tampoco disponemos de cursos de aguas que se mantengan en verano. En invierno y primavera se acercaban a los arroyos del Molinillo, La Parrilla, La Sensa y Tizonoso. Pero en verano había que echar mano de fuentes y pozos de la localidad: La Bamba, Las Minas y El Chorrilo, La Cueva, La Serradilla y otras tantas. Aunque, a diferencia de los peraleos, los manantiales surgen desde los Cerros graníticos, por lo que eran de buena calidad. Cuando Agustín Carreño trae el agua en 1949 soluciona muchos quebraderos de cabeza, porque una prenda pequeña o íntima se puede lavar en una pila, pero las mayores o de trabajo exigen más espacio y esfuerzo.
Pero, para este tema que estamos tratando hoy, mis mejores recuerdos son los de mi infancia y juventud, en mi Montehermoso natal.
Como señalaba al principio, como la localidad se asienta sobre suelos pizarrosos, hay abundante agua (filtrada arriba, en los berrocales graníticos septentrionales de la “Barrera del Ronco” y sus alrededores). Pero, por los suelos mencionados, en general eran aguas “sosas”, poco idóneas para la colada, para reaccionar con el jabón casero de entonces.
El arroyo más próximo (a un kilómetro aproximadamente), el del Pez, recibía a mujeres y jóvenes durante todo el invierno y primavera, que se esparcían desde “Los Molinos”, “Las Hoyas”, “El Puente” de las Viñas, “El Charco del Repaladín” y el “Molino de Respinga” (algunas, sobre todo las jóvenes, se alejaban un poco más…). A los “laviles” de los tres últimos lugares acompañaba a mi madre en invierno todos los lunes –día normal de colada–, con el asno que tenía para ese menester: que portaba dos grandes baños en los sendos habitáculos del “serón” con la ropa de toda la semana, en una familia muy numerosa de nueve miembros que trabajaban en la carnicería y el sector agropecuario.
En primavera, las bondades meteorológicas y esplendor de la naturaleza irradiaba a las mujeres, que plasmaban sus risas y cantos por doquier por los lugares citados.
Pero muy diferente era el invierno: muchas veces tuve que romper el carámbano de los charcos con una piedra para que mi querida madre pudiera lavar. Y, entonces, ¡había que ver sus delicadas manos!, ¡cómo trocaban su blancura habitual por el rosáceo, grana o amoratado, fruto del frío y del esfuerzo! Como es natural, se evitaban los días de lluvia y niebla.
En verano, numerosas féminas lavaban la ropa en los numerosos “parrales” del pueblo. Mientras que otras, como mi añorada madre y otras muchas, con el jumento mencionado y conmigo de ayuda, había que acercarse al río Alagón, al sitio de “La Barca” (que era el más cercano, por el camino de las Cuestas, a más de tres kilómetros). La gran extensión y caudal de esa corriente era ideal para lavar la ropa, y las numerosas laderas idóneas para “solearla”. Aguas arriba, aguas abajo, una sinfonía de mujeres y ropas multicolores (aunque predominaba el blanco) decoraban las orillas del Alagón con un artístico y bucólico toque impresionista.
Y en ese bello paraje –como ya expuse otro día– fue donde, entre “torcida y torcida”, yo aprendí a nadar ( y a pescar a “maneo”, o “catacuevas”…).