POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
He de suponer que la mayoría de los púberes actuales desconocerán el placer trufado de frustración que acompañaba a quienes tratábamos de completar aquellas colecciones de cromos. Ahorradores de hasta el último céntimo circulante por nuestro alrededor, tratábamos de comprar los ansiados sobres que habrían de hacernos felices con un cromo nuevo, las menos de las veces, y terriblemente desgraciados con los repetidos, en la mayoría de las ocasiones. Haciendo cola frente al viejo quiosco azul que la señora Maruja tenía en la esquina entre las calles del Maestro don José Costa y la calle de la Reina; en la casetilla blanca envuelta en una capa de pintura insondable de la señora Margarita, al final de la calle de la Valenciana, justo donde engarza con la avenida de la Alameda repleta de castaños; frente al estanco de doña Lola Castro, en la confluencia de la plaza de los Dolores, el mercado de Abastos levantado por presos republicanos y la cuesta de la Maja, en la caseta de roñoso verde de la señora Pepa, muy cerca del quiosquillo azul grisáceo de la señora Petra, en la salida de la Plaza de los Dolores por el callejón del Gallo; cientos de chiquillos, crías de coletas apretadas, esperábamos nuestro momento con la furia de ver al afortunado que conseguía el número ciento veinte de la colección de La Guerra de las Galaxias, el del salto de Sandokán, los puños fuera de Mazinger Z, Orzowei corriendo tras las hienas o la delantera imponente del Real Madrid, la defensa infranqueable del Atlético, las cabriolas de Maradona en el Barcelona o los míticos leones del Athletic Club. Para nuestra desgracia, la mayoría acabábamos con el corazón roto, el dinero perdido y abocados al intercambio en el patio del viejo colegio de la plaza del Matadero en los escasos momentos de recreo.
Supongo que así me sentí, de frustrado, digo, tras visitar el afamado museo de las Colecciones Reales que recientemente ha inaugurado Patrimonio Nacional en el pegote monumental adherido a la base de la no menos horrenda catedral de la Almudena, sometiendo el viejo talud que da sentido a la villa de Madrid a un olvido evidente en aras de lo que allí se pretenda mostrar. De proporciones homéricas, el edificio disimulado entre los graníticos grises de la catedral y la enormidad del palacio real trata de ofrecer una visita que no acabo de comprender, por más que reflexione acerca de lo allí visto. Con una pinta pionera que da continuidad a la exposiciones de esas supuestas colecciones reales, pasé casi dos horas dominado por la frustración evidente de encontrar cromos increíbles y no saber muy bien en qué álbum debía pegarlos. Casi ni me preocupé de comprar el pegamento Imedio, mi favorito, o el Supergen, fruto de las circunstancias, o, como hacía mi madre cuando no daba el tubo más de sí, mezclar un poco de harina con agua tibia para formar ese engrudo que, aun pegando, dejaba las superficies deformes y grotescas.
En un silencio forzado por las regañinas que mis amigos me recetaban al iniciar cada exabrupto, pasee sorprendido los dos pisos que conforman la colección permanente. En el de los Austria, los cromos aludían al boato y el compromiso de aquellos monarcas con la defensa de la fe católica, sin recordar en lugar alguno el esfuerzo de aquella sociedad española por lograr semejantes cotas de lujo y prosperidad disfrutada por un puñado de individuos.
Curioso es, en ese sentido, que el libro que Prudencio de Sandoval escribió sobre los hechos de Carlos V estuviera abierto por la portada y no por la copia literal que incluye de la Ley Perpetua de Ávila, paradigma de la base liberal y castellana que la jurisprudencia regaló a una sociedad desconocedora de sus logros. Si bien la reconstrucción de lo que originó Madrid es digna de alabanza, las constantes alusiones a la voluntad regia como motor civilizador sustentada en la espontánea necesidad de cazar en Madrid y “sus alrededores”, sin mención alguna a la comunidad de Villa y Tierra de Segovia, espacio jurídico-administrativo donde surgió Madrid y razón de su pelea ancestral con el concejo segoviano, me dio pistas del relato asombroso que allí se perpetra. No me hubo de extrañar, obviamente, al acercarme al piso de los Borbón, comprender que nada había en lo que hoy es el Real Sitio de San Ildefonso, más allá de la finca de recreo de los monjes jerónimos del Parral hasta la mesiánica visita de aquel primer Borbón expelido por la monarquía francesa. La presencia de los Reyes Católicos en la casa Real de la nava de San Ildefonso como consecuencia de la Casa del Bosque que levantara Enrique III en el valle de Valsaín, todo ello referido como cazadero por Alfonso XI en su libro de montería de principios del XIV y las luchas intestinas entre Madrid y Segovia por los pastos en los pasos de la sierra que zanjó en beneficio segoviano Alfonso X de Castilla hacia 1276 parece desaparecer en esa agua de borrajas en que queda la historia subsumida dentro del relato inventado del citado museo de las Colecciones Reales. Después de todo, queridos lectores, viendo en el mismo plano expositivo la primera copia impresa de la constitución de 1812 y el retrato de Fernando VII que la derogó en cuanto tuvo ocasión, todo queda dicho.
Supongo que el sentido general de aquel museo persigue algún tipo de propósito aglutinador de aquello que atesoraron los monarcas españoles desde que se proyectara la unión dinástica tras las cortes de Toledo de 1479 y el presente actual, quizás demostrando que, como en tantas ocasiones, la tradición justifica la monarquía. Preguntarnos cómo se costeó todo aquel oropel y en qué modo beneficia a los españoles su exposición dentro de un contexto democrático habrá que añadirlo a otra próxima reflexión. Empezar, por poner un ejemplo, explicando las razones que llevaron a los gobiernos liberales de mediados del siglo XIX a constituir la institución conocida como Patrimonio de la Corona, punto de partida del actual Patrimonio Nacional, sería un buen principio para conseguir que esta inconexa, costosísima e inexplicable colección de cromos empezara a tener sentido para una sociedad que transita entre la necesidad de conocimiento y el esfuerzo capaz de poder comprender lo que esconde tanta patraña.