POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Son las cortezas de los tilos un espacio singular. Se retuercen afilando el vacío para elevar arrugas aterciopeladas de musgo brillante y liquen apagado y transgresor. Rodeando la enorme vitalidad de un gigante arbóreo descomunal, abrazan esa madera como si no hubiera otro destino mejor en la vida perpetua que el bosque regala a este milagro natural. Lisa en tersa juventud, supongo que va quebrándose con el vivir del mismo modo que se va rompiendo la voluntad de todos aquellos que a lo largo de decenios de dedicación denodada han gastado la juventud en cuidar ese lento crecer, subir, retorcer y apretar la savia que recorre cada uno de sus vasos. Los más hermosos, cubiertos de la sabiduría otorgada por la observancia solícita del que no debe hacer otra cosa que esperar, se alinean junto al viejo colmenar, en la esquina más inhóspita y abandonada del jardín que el rey quiso regalarse en mitad de este Paraíso segoviano.
Incólumes a la desesperación que provoca el olvido institucional, la pérdida del sentido original y la curiosidad de los chiquillos que antaño abrazaran sus arrugas y las verrugas de las coqueras, estos atribulados paisanos han asumido con el paso del tiempo la marcha del privilegio que les regaló el nacer en la fronda más diversa de cuantas alumbrara jardinero alguno en el centro peninsular.
Vencidos contra el muro del Potosí en triste penar, soñar con otro pasado vivir se ha convertido en su explicación vital. Lejos quedan ya los días donde jardineros aplicados arrancaban toda brizna y brotecillo en yema viva que pudiera arrebatar parte del vigor que estiraba las cortezas en un continuo presumir. Aquellos días en que, cerrados por los muros del poder, se regocijaban de existir, mezclando las fragancias de sus tenues florecillas con los enmohecidos y mojados troncos de carpes crucificados y viejos tejos de madera retorcida y pegajosa resina palpitante; aquellos años en que, animados por la exaltada voz imposible de Carlo Broschi, la luz impelía fuera del comedor de verano la negrura depresiva que ocupaba el interior del viejo rey francés consumido por reinar donde nunca quiso; esos días en que Zenón de Somodevilla, consejero bufón, secretario del divertimento, conspiraba con Farinelli para traerse la falúa de Carlos II y arreglar sobre el agua del Mar de los Jardines banales operetas con el Guadarrama de tramoya brutal; pocos años antes de orquestar con poca sutileza y ninguna musicalidad la Gran Redada que acabara con la mayoría de los gitanos en prisión, obertura de una extinción étnica afortunadamente abortada.
Esos años, digo, donde todo era crecer y disfrutar un vivir regalado a costa de los no privilegiados cuyo sudor y dedicación soportaba muro y seto, flor y regato. Tiempos donde la vida se recibía y no se luchaba; donde el agua salada llenaba los baños de la reina Isabel para regocijo de sus cinco hijos. Traídas desde Santander durante la jornada de 1864, las garrafas de Puertochico colmaban las bañeras que la reina disponía para júbilo de príncipes e infantas aquel caluroso verano en que una legión de jóvenes españoles sin futuro guerreaba en las lejanas costas del Perú defendiendo las islas Chincha, mientras otra multitud ignorante destruía su porvenir en los incipientes Estados Unidos de Norteamérica. Ese mismo año que Julio Verne imaginó en el interior de la tierra escondido un mundo primigenio en cuyo seno la vida se abría paso, ajena a derechos impuestos y posiciones inventadas en una sociedad marcada por las diferencias de clase que alimentan el olvido de la condición humana.
Todo aquello pasó, dejando el privilegio en la memoria y la nada en el recuerdo. Y dado que nadie sabe leer entre esas estrías que todo lo pasado acabó por dibujar en la costra de mis queridos tilos, los privilegiados han seguido detentando su posición frente a una plétora indigente incapaz de comprender la importancia inherente a la pérdida de todo aquello. Ciegos en el ansia de disfrutar lo que nunca debió existir, generaciones completas de paisanos han gastado su penar en un triste caminar hacia el privilegio perdido. Sin llegar a comprender que es la ausencia de estos la mayor de las ventajas que la historia puede regalarnos, hemos dejado que el privilegio se agoste descascarillando el esmalte del dragón en la ría, derrumbando la balaustrada en el parterre de L’Herbe y arrumbando el arrullo del seto y la sombra del calocedro en los bosquetes de los bolandrines. Necios en nuestra desmemoria, olvidamos que la protección de lo que fue privilegio, patrimonio histórico imperecedero, ha de enseñarnos que, siendo todos iguales, respetados por el tiempo y apoyados por la comprensión del conocimiento, llegaremos algún día a entender que lo que esconde cada una de esas arrugas en las viejas cortezas de los centenarios tilos del colmenar es la esperanza que en un futuro lleno de pasado ha de tener cualquier sociedad capaz de sobrevivir al presente.