LA CUARESMA EN EL NAVALMORAL DEL SIGLO XVI
Abr 10 2017

POR DOMINGO QUIJADA, CRONISTA OFICIAL DE NAVALMORAL DE LA MATA (CÁCERES)

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Llevo una temporada analizando esa centuria. Y, ahora que estamos inmersos en esa celebración religiosa –pero afortunadamente libres de las seculares imposiciones a que estuvieron condenados nuestros antepasados otrora–, altero mis habituales comentarios meteorológicos en esta página para dedicarle estas líneas a aquellos “sufridores”.

Durante ese siglo, el de apogeo político pero de gran ruina económica y social con los primeros Austrias (Carlos I y Felipe II), Navalmoral superaba ya los 200 vecinos (incluyendo a viudas y solteros, por lo que habría unos 700 habitantes).

Y, si la calamidad económica afectaba al país, mucho más a su gente. Los moralos eran mayoritariamente campesinos, sujetos a los caprichos climáticos (que siempre han existido, aunque nos lo vendan ahora como resultado del supuesto cambio climático) que diezmaban sus cosechas (por las cíclicas inundaciones o sequías), así como a las frecuentes plagas de langosta (éstas, a inicios de verano). Además, debían hacer frente al impuesto de las alcabalas, que fue el tributo más importante del Antiguo Régimen: gravaba el comercio, las transacciones, los bienes muebles e inmuebles y los ganados. Era el que más ingresos producía a la hacienda real, que percibía un diez por ciento de esas operaciones (algo así como el IVA, para que nos entendamos). Y a otros circunstanciales, como la construcción (1534-1539) del puente de Almaraz, a cuya obra tuvo que contribuir nuestra localidad y toda la tierra de Plasencia.

La propiedad era en su mayor parte de propios (del municipio) o comunal (de la citada Campana de la Mata), lo que implicaba arriendos poco cuantiosos. Pero los rendimientos eran escasos, por múltiples causas. Prueba de ello es que si analizamos –por ejemplo– la alcabala de 1561, sólo cuatro vecinos abonaban más de mil maravedíes anuales, y diez los quinientos (el mayor contribuyente era un tal Hernán Jiménez, que aportaba 3.920). Para vuestra información, el maravedí era la moneda usual entonces (algo así como la peseta de antes o el euro actual). Su valor es difícil de equiparar ahora, pero nos podemos aproximar si les indico que el arriendo anual entonces del abasto de la carnicería local rondaba los 3.000 mrvs.

No nos extrañe, pues, que un moralo, Pedro de Plasencia, emigrara a Puerto Rico en 1534, participando en la epopeya americana.

Pero, ahora que estamos en esa conmemoración religiosa –como decía– aún debían satisfacer un impuesto indirecto más: el de las bulas o indulgencias cuaresmales.

Desde muy antiguo (en el Concilio de Nicea, año 325, ya se imponía), en tiempo de Cuaresma lo habitual era practicar el ayuno (al margen de las prácticas religiosas): realizar una sola comida al día después de ponerse el sol a base de verduras, frutas, legumbres, pan y agua (en ciertos aspectos, similar al Ramadán de los musulmanes). En diversas fases históricas también se amplió al Adviento (cuatro semanas antes de Navidad) y otros días del año (hubo épocas de ese siglo con 150 días de privación).

Además, se establecieron los días de abstinencia de carne (como sacrificio, al ser el alimento más codiciado entonces): todos los viernes cuaresmales. Más dos días de ayuno y abstinencia: el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo (que todavía se mantienen, con ciertos matices).

En su origen, la finalidad no era punitiva, sino mucho más profunda y basado en la Biblia y vida de Jesús, apoyada sobre todo en el sacrificio y la espiritualidad (difícil de entender hoy por muchos, ante el materialismo y consumismo que nos invade).

Pero como la Iglesia ha sido y está regida por hombres, muchos de los cuales no han sabido distinguir lo divino de lo humano (fruto de la mentalidad y de la época, además de otras circunstancias), a lo largo de la historia surgieron contradicciones.

Una de las cuales fue la aparición de las indulgencias cuaresmales: documento similar a los impuestos actuales –pero religioso– que expidió la Iglesia para dispensar a quien la adquiría de ayunar o mantener el estado de abstinencia en las fechas antes mencionadas. Con fases más o menos permisivas, prosiguió después (yo mismo la llegué a adquirir en mi juventud, y creo que tengo una guardada).

Afortunadamente, en los últimos años la Iglesia ha reaccionado positivamente y, ya, ni existen ese tipo de bulas ni indulgencias similares, haciendo más hincapié en los aspectos espirituales que en el ayuno físico.

Pero, como decía antes, los moralos del siglo XVI no tuvieron tanta suerte. Tras la construcción de la iglesia de San Andrés (siglos XV y XVI), nuestros ascendientes sufren más aún las directrices de los Papas de Roma (al estar más controlados por los párrocos locales, pues antes dependían religiosamente de los sacerdotes de Santa María de la Mata, alejados del municipio). Por tal motivo, durante la Cuaresma se guardaban las reglas establecidas sobre el cumplimiento del ayuno y abstinencia, “si no se había comprado la bula papal”.

En nuestra localidad, como en cualquier otro lugar entonces, la práctica del ayuno les acarreó un serio problema a los agricultores ya que, la Cuaresma, caía en una época de gran laboriosidad en el agro. Había que aprovechar las tareas de estas fechas para sacar a flote las cosechas, con jornadas muy extenuantes, ya que las labores comenzaban con el alba y finalizaban bien oscurecido. Y, los que no adquirían la bula, en lugar de carne tenían que comer bacalao, sardinas de cuba (si podían…) y poco más (al margen de las legumbres y verduras).

En la puerta de los abastos de carnicería, taberna y abacería (donde vendían bacalao salado, sardinas arenques, aceite y sal, sobre todo) con que contaba Navalmoral en ese siglo (Juan Gallego, Domingo Casas, Pedro Carnecero, Bartolomé Cabezas, Pedro Gil, Domingo Sánchez, Martín Gil, Pedro González, Pascual Redondo, Juan Bejarano, etc.), los representantes de la parroquia revisaban los alimentos adquiridos y, tras comprobar que eran correctos, les daban el visto bueno.

Pero, para finalizar, hay algo que no me cuadra: la carne era muy escasa y cara –por tanto– entonces. Y, pobres como eran, ¿cómo iban a poder comprar las bulas, carne o pescado? Pues a comer habas, potaje “de vigilia” (con bacalao) o “de pobre” (legumbres con verduras), espárragos, criadillas de tierra, cardillos o tagarninas, acelgas, romazas, borraja, pamplina, verdolaga y lo que pillaban (y faltaba mucho para que la patata llegara a España). Con lo cual, incrementaban su penitencia y santidad…

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