POR JUAN MANUEL ESTRADA, CRONISTA OFICIAL DE CASO (ASTURIAS)
“A quien bebe agua antes de dormir no le pregunten de qué va a morir”; aquella máxima, tantas veces repetida en casa de sus parientes, resultaría premonitoria; aunque el tíu Felipín más bien participase de la creencia popular que consideraba nociva la costumbre de beber al acostarse.
Cuando el sol se ocultaba y Felipe despedía en el portal de la casa, tenía costumbre de coger el xarru en la vieja cantarera y beber un buen trago, seguramente en más de una ocasión engañaba así su estómago hasta el amanecer. Nadie imaginó que sería su postrer adiós.
Aprovechando la lámpara gentil del plenilunio y anticipándose al canto de los gallos, emparejó su burro y cargó en las alforjas la mercancía. La luna llena iluminaba la línea de cumbres en lontananza por la que discurría el camino de Castilla al que se dirigía Felipe Blanco; nunca más pisaría las callejas del lugar. Cuando la lumbre revivía en los hogares y el cendal del humo adornaba el humilde caserío de Buspriz ya estaba muy arriba Felipín, al paso lento pero firme de su fiel pollino, compañero en tantas andaduras.
En unas horas ascendería a Pandu Bayegu, el trecho más penoso de su largaruta. Desde allí la calzada, flanqueada por el sorprendente bermellón de los servales reventando el otoño, se dulcificaba; era momento de beber un trago en la fuente Orada, pronto estaría en La Carbaza. Ligeramente desviada de la ruta, la cabaña que a modo de albergue para transeúntes sostenían los humanitarios vecinos de Caleao bajo el Ubales, era propicia para encontrarse y platicar con otros trajinantes, pastores o el mismo encargado, allí paró a almorzar el tíu Felipe.
La tarde le llevaría tranquilamente por Wamba al mesón de San Isidro donde dormiría la noche del cuatro de octubre de 1933. Mientras descansa, contaremos lo que sabemos de Felipe Blanco. Natural de Buspriz, nacido en 1855 contaba 78 años de edad, era viudo de Isabel Calvo y cuando se le perdió la pista vivían también en el pueblo sus hijos Rosa, Engracia y Juan José. La Justicia le describiría como un varón de barba casi blanca y pelo casi negro, con escasas canas, bigote color moreno, ojos castaños, estatura regular, algo picado de viruelas y vistiendo traje de pana rayado, zapatos fuertes, boina y camisa blanca. La borrosa memoria popular le recuerda como un hombre de baja estatura y con diestras manos artesanas; su oficio el trabajo de la madera, utensilios del campo, enseres domésticos, madreñas.
En las alforjas cargaba toda su producción y con regularidad partía “a Castilla” para su venta o trueque, en unos días se celebraría la gran feria de Boñar. Al despuntar del cinco volvió al camino. Difícil imaginar la figura de aquel anciano de luenga barba, con el zurrón a la espalda y su borrico de ramal, atravesando los desolados brezales del Ausente; esa era su vida, transitar por el mundo ofreciendo lo que sus callosas manos fabricaban, convertirlo en escasos dineros, unaslentejas, unas cántaras de vino para vender acá. Se
supo a ciencia cierta que el día seis andaba por Valdelugueros; allí tíu Felipín era un personaje muy apreciado, hacía muchos años que visitaba la comarca del Curueño y cada vez que asomaba su extravagante figura con la mercancía los pueblos se transformaban, pues donde nada sucede hasta algo tan intrascendente como la llegada del feriante animaba las horas.
Alguien se percató de que llevaba encima trescientas pesetas y un reloj. Quizá el tíu Felipín tuviese intención de visitar Boñar, el Guañar de los casinos; estando tan cerca resultaría difícil sustraerse a las impresionantes ferias del Pilar que en torno al legendario negrillón congregaban a miles de visitantes, tratantes de ganado, mercachifles, mendigos y todas las maravillas del mundo conocidas.
Pero decidió su retorno, había tenido éxito en sus tratos y las alforjas estaban bien pertrechadas para la vuelta; así, la
noche del sábado siete se hospedó en una posada de Villaverde de la Cuerna, último pueblo en el camino de Casu. Desde que al alba se despidió, nunca más se sabría del tíu Felipín, ni sus hijosle echarían en falta hasta que lo prolongado de su ausencia pudiera alarmarles, siempre volvía a salvo de alimañas y malhechores que pudieran incordiarle en sus desplazamientos, aunque por su avanzada edad siempre pensaba que sería su último viaje a las montañas de acullá.
El nueve de octubre acabaría siendo una jornada de prodigios en el cielo, la espectacular lluvia de estrellas que los apagados ojos de Felipe Blanco ya no pudieron contemplar, extraordinario fenómeno celeste que se dio en llamar “el corrimiento de las estrellas”. En la mañana de dicho día, tres pastores de Villaverde que andaban por majadas cercanas se encontraron con el jumento que pastaba mansamente, aparejado con sus alforjas repletas de comestibles y vino; del tíu Felipín ni rastro. Entregaron la caballería al alcalde pedáneo quien, temiendo hubiera acontecido una desgracia, pasó aviso a un vecino de Buspriz de nombre Manuel García que
andaba por Boñar. A su regreso, éste comunicó la noticia a los familiares causando gran zozobra en la aldea.
El trece salieron de inmediato dos paisanos camino de Villaverde para averiguar lo acontecido con el viejo Felipe. Nada se sabía de él y resultaba cuanto menos indolente la actitud del alcalde que ni se había molestado de poner en conocimiento de la superioridad la desaparición. Visitaron a las autoridades de Lillo, Vegamián y La Vecilla y se organizaron cuadrillas con gentes de los tres concejos que batieron montes, barrancos y poblaciones sin resultado alguno. Resultó inquietante que en uno de los pueblos visitados un lugareño trató de convencerles de la inutilidad de la búsqueda pues lo más probable era que el tíu Felipín se hubiese ahogado en las profundidades del Pozo Ausente al tratar de beber agua en sus orillas.
Pero su bastón, del que jamás se desprendía, apareció en la propia posada donde se hospedara aquella última noche. La sospecha recayó inmediatamente en los dueños y allí se presentaron tres parejas de la Guardia Civil procediendo a su detención, pero se armó tan enorme alboroto que hizo desistir a los guardias; en evitación de males mayores levantaron atestado y no hubo más. Al asegurarles la fuerza pública a los emisarios que los inculpados quedarían a disposición judicial, volvieron a casa.
Todo el pueblo se congregó ansioso para conocer noticias y se acordó en junta que al día siguiente partirían de Buspriz otros siete hombres a explorar de nuevo el vasto territorio donde el cadáver de Felipe pudiera hallarse, pues las esperanzas de encontrarle vivo se habían desvanecido. Hasta cuatro veces bajaron gentes de Buspriz a Villaverde de la Cuerna. Ni rastro de Felipe y los mesoneros a sus tareas sin que nadie les volviese siquiera a interrogar. Finalizaba octubre y las nieves empezaban a cubrir de blanco la Cordillera, se desvanecía toda esperanza. Andando noviembre la prensa asturiana se hizo eco de la misteriosa desaparición del anciano; se pedía al gobernador de León que tomase cartas en el asunto e instase a la autoridad judicial de La Vecilla el esclarecimiento de unos hechos que apuntaban claramente al asesinato de Felipe Blanco y ponían en el punto de mira a la apartada población de
Villaverde de la Cuerna, donde al parecer ya habían acontecido espantosos episodios en anteriores ocasiones, siempre en torno a la posada del lugar.
El 22 de noviembre de 1933 el juez de La Vecilla ordenaba averiguar las causas de la desaparición comprobando si Felipe había sido objeto de un hecho criminal o víctima de algún accidente, procediendo a la detención, en el primer caso, de los autores del delito. Los inviernos son largos en esas tierras del alto Curueño, el río del olvido que magistralmente describe Julio Llamazares. Y en Villaverde más si cabe, “un invisible limo de silencio se abate sobre este altísimo poblado de piedra
y viento, la gasa de soledad con que se cubre al voltear el otoño hace que sus puertas se clausuren, las ventanas se atranquen, la piedra se contraiga”.
Algo así debió experimentar su hija Engracia, abuela de la entrañable Engracina, quesera inigualable, cuando visitó el pueblo y comprobó en su propio corazón el insoportable muro de silencio que la gélida soledad de aquellas altitudes extendía sobre el vecindario al preguntar por su padre. Del tíu Felipín nadie quería saber, la nieve borraría pronto sus recuerdos.
El proceder errático del pedáneo, las insinuaciones a las mitológicas leyendas de la laguna Ausente, la enfurecida defensa popular de aquellos taberneros, todo apuntaba a un hecho criminal: Felipe Blanco había sido asesinado para robarle el dinero que llevaba encima. El bastón dirigía todas las pesquisas hacia la destartalada taberna y posada, escenario de imaginarios o tal vez verídicos crímenes en el pasado. Por la memoria transmitida en las generaciones sabemos que Engracia llegó a conocer el nombre de los asesinos de su padre, que eran tres, que nunca más se supo del asunto y que los restos de su padre terminarían a la sombra de un ciprés
abatido por vientos y soledades en algún cementerio tan olvidado como su propia vida.
Quisiera terminar así la crónica, con el resquemor de no poder apuntar más datos al relato. Pero dándole vueltas y más vueltas una noticia escondida entre las amarillentas páginas de “La Voz de Aragón” en agosto de 1934 cerrará esta apasionante historia que a mí me fascinó. Dice así: “ En los montes de Valverde, en Valdelugueros, fue detenido el joven de 19 años Adolfo Rodríguez Álvarez, presunto autor de la muerte de un modesto industrial asturiano, Felipe Blanco, que desapareció de aquellos montes en
octubre último y algunos de cuyos restos fueron hallados por perros pastores”.
Mi agradecimiento a Leopoldina García, que a sus 92 años conserva el tesoro de su memoria, a su hija Balbi y a Maribel Blanco Traviesas. También a Monchu Calvo por la preciosa fotografía y, por supuesto, a los sufridos lectores de estos relatos, que en ocasiones se alargan tal vez en demasía.
FUENTE; J.M.E.