LA ENAGUAS DE LA CHATA
Oct 13 2019

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

La infante Isabel de Borbón, la Chata.

No hace mucho tiempo, queridos lectores, que los vecinos y veraneantes de este Paraíso teníamos por norma utilizar nuestros queridos bosques y pinares, arroyuelos y barrancas, majadas y descansaderos, quebradas, puentes y pasos, como una finalidad y no como una excusa para hacer deporte. Era frecuente encontrarse no uno o dos caminantes, sino verdaderas congregaciones de paisanos buscando un buen lugar donde solazarse una fresca tarde veraniega en la vega de cualquier escorrentía o un palco natural que permitiera disfrutar de los ocasos expresionistas que gasta el Real Sitio en los primeros días del otoño.

Durante siglos, estos paisanos, veraneantes, amigos y visitantes frecuentes, fueron concentrándose en normalizar los mejores parajes para el deleite natural con que el Paraíso nos regala a diario. Así fueron transformando su utilidad original lugares como el Prado Redondillo, la Caseta del Carretero, la Majada del Tío Blas o el Raso del Pino; la pradera de Siete Picos, el Paso del Reventón o el Puerto de Cotos; la pradera de los Asientos o la meseta de la Boca del Asno. Las corrientes de agua manantial empezaron a convertirse en fuentes de agua cristalina y juguetona, medicina milagrosa contra el sofoco veraniego, apareciendo el centenar largo de fuentes que tan bien conocen Jesús Espinar y Francisco Benito y que mi buen amigo Nacho Maderuelo puso en negro sobre blanco pocos años después de que el añorado Juan Antonio Marrero decidiera acabar su guión principal.

¿Quién, siendo niño, no ha pasado una tarde a la sombra de castaños y tilos, pinos y bardagueras, en las cercanías de la fuente del Cochero? ¿O al frescor de la fuente de la Carabina, correteando por el Campo de Polo? Algunos, como mi Maestro, el gran Antonio Horcajo, tuvieron la suerte de perseguir mariposas entre las dos fuentes antes de que el mundo se volviera loco y le expulsara del Paraíso durante tres años de horror y miseria. Otros nos contentamos con meterle mano a un bocadillo de jamón y queso o de chocolate, mientras perseguíamos alguna ardilla camino de la Ponderosa o, en sentido contrario, hacia la Fuente de la Plata y el esquinazo bajo de la valla del Jardín, dejando a nuestra familia en las Peñitas de Madrid.

Y no crean que esta costumbre de llevar el ocio y la diversión, el disfrute del descanso y la sociabilización, a la naturaleza salvaje del Paraíso fue únicamente cosa de vecinos y veraneantes. Que todo quisque residente en el Real Sitio comprendió a la primera lo saludable de la simbiosis con el bosque. Reyes y reinas, infantas, príncipes y princesas, así como todo el séquito, supieron encontrar en el Paraíso un escenario perfecto para el teatro cortesano. Ahora, ningún momento más dado al empleo social del bosque que el siglo XIX y, especialmente, los años posteriores a la restauración Borbónica. Durante los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII frecuentes fueron las salidas de esparcimiento a los montes de Valsaín, a la nava de San Ildefonso.

Claro que, de todos ellos, ninguno más aficionado al paseo que Isabel de Borbón, quien, además de infanta, fue Princesa de Asturias hasta el nacimiento de su hermano Alfonso, como bien recuerda una calle en su honor en el barrio de la Moncloa madrileña. Era llegar al Real Sitio y liarse a patearlo o, más bien, recorrerlo a caballo de arriba abajo sin descanso. Desde el Cojón de Pacheco, perdón, la Pera de Don Guindo, hasta el Paular, pasando por el Reventón, Prado Redondillo y cualquier majada que se preciara a recibir a tan ingente comitiva, frecuente es hallar retratos fotográficos de multitudes entorno a la Chata en cualquiera de aquellos parajes. Y, sinceramente, no creo que todos sus acompañantes fueran tan entusiastas de triscar por el Paraíso. Seguro que, sin ir más lejos, Juan José de Nieulant y Villanueva, Marqués de Sotomayor, perdió el entusiasmo el 7 de agosto de 1882.

En la enésima excursión organizada por la Chata hasta Peñalara, el Marqués hizo la gracia de asomarse demasiado a la panza del pico y caer ladera abajo fracturándose la pierna. Supongo que la Infanta Isabel debió pensar que siempre ha de haber alguno que fastidie la diversión a la vez que rompía sus enaguas para entablillar la pierna del Marqués, que ya me dirán Vds., por cierto, de qué estaba echa aquella combinación para sujetar un hueso roto.

Sea como fuere, para nuestra desgracia, aquellos tiempos pasaron. Los paseantes sentados en grandes grupos a la sombra de los pinos, las familias y comitivas, comparsas y séquitos, han dado paso a los deportistas, corredores, caminantes, ciclistas, por doquier, convirtiendo el Paraíso maravilloso en justificación de una actividad y no en la finalidad diletante que tanto añora el que suscribe.

Sea, pues. Mejor ver gente por el bosque, aunque se trate de muertos vivientes, que tenerlo deshumanizado por completo. En nuestras manos está, queridos lectores, cambiar el curso de la costumbre. Y no pierdan cuidado: el Paraíso nos esperará siempre con las ramas abiertas.

Fuente: https://www.eladelantado.com/

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