POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Es complicado saber por qué este lugar esconde tantas sorpresas. Uno podría aludir al pasado histórico y a las consecuencias que conlleva la notoriedad en términos temporales. Ser centro de lo político y social durante ínfimos periodos continuados durante una eternidad tiene sus secuelas irremediables. Tantos monarcas paseando por este paisaje, arrastrando una atribulación permanente; tanta política escondida entre rigodón y cacería, fiesta y recepción, asonada y homenaje conmemorativo; todo ello, además de la tendencia natural de este país a concentrar todo en la intrascendencia de un espacio anónimo, ha provocado que este humilde Cronista vaya de sorpresa en descubrimiento. Así, siguiendo ese rastro de acasos más que afortunados y, sin duda, extraños por lo incomprensible del contexto, caí en el restaurante La Fragua donde, de un tiempo a esta parte, vengo tomando cafés reiterados con un ejército de paisanos mucho más sabios en esto del vivir entre catarsis y epifanía que quién suscribe estas líneas burdas y apresuradas.
Creo que fue hace casi un mes que, debatiendo en tono un tanto desaforado sobre la realidad de un presente que no deja de asombrar por el surrealismo que define, amante que es uno de la historia comparada, empecé a navegar entre el actual presidente del gobierno, las sorpresivas investiduras y el pasado que todo lo sabe y nadie escucha. Atravesando esos procelosos océanos de la incomprensión en que suele moverse la política patria, donde hoy es blanco y mañana crudo con toques de ocre anaranjado, rojo y vaya o, más bien, azul oscuro con tintes bermellones de un amarillo metálico que deslumbra desde una legua de distancia, afirmaba este que suscribe el papel importante de la desinformación en que nos solemos mover, prisioneros de un bosque inmenso de información imposible de contrastar fidedignamente. Fui pasando por las verdades podridas de Felipe González y José María Aznar en sus negociaciones traicioneras con el monstruo del nacionalismo, esa bestia insaciable que tan bien definiera el Maestro Juan Avilés en una de sus muchas comparecencias serranas como imposible de contentar; de la estulte bondad de José Luis Rodríguez Zapatero negociando reformas estatutarias antes de ver argumento alguno o de Mariano Rajoy y su uso torticero de un conflicto económico hasta convertirlo en político y social, de modo que aquella bárbara quimera ocultara las míseras condiciones de un partido político devorado por la desvergüenza corrupta.
En un punto determinado, quizás entre sorbo de café expreso y torrezno tórrido de amargo dulzor, aludí entre el griterío soterrado a la poca capacidad analítica que se puede rescatar de un debate con la información derivada en relato gacetillero, a Niceto Alcalá Zamora y las terribles tensiones a las que fue sometida aquella democracia entre candongas, púber analfabeto enviado al combate sin remisión posible. Recordando aquellos momentos de zozobra social e irreverente, fui explicando los puntos de conexión entre determinados momentos pasados y presentes, donde la falta de compromiso con la democracia había abocado a la sociedad hacia un callejón de posiciones irremediables sin salida ni intersección posible.
Fue entonces que me hizo callar Javier Herrero para salir del bar y acercarme a uno de los comedores que esconde aquel restaurante. Aún con la palabra en la boca, me encontré observando una escalera negra y recia, de madera torneada y brillos de vieja y rancia soledad. Allí acostada contra una de las paredes profundas del restaurante habita una vieja escala de dos tramos con descansillo, abrigada de la luz profunda que regala la mañana del Real Sitio con un frutero oscuro repleto de tesoros poco apetecibles coronando la doblez de su barandilla. Siguiendo en silencio los pasos de mi cicerone, recorrí un tanto ensimismado los escasos escalones hasta ganar el piso superior, todo ello dominado por una penumbra un tanto peculiar. En la cima de aquel ensimismamiento, volví la mirada hacia la escalera, mientras Javier me contaba cómo el viejo Lorenzo Tapias, carpintero y ebanista pasado en Valsaín, sacó aquel extraño presente de la que fuera casa de Niceto Alcalá Zamora en Madrid. Absorto en el descubrimiento, quedé mudo de sorpresa por un instante, tratando de comprender qué hacía allí perdida, sometida a una palidez sombría e incesante, la escalera por donde descendiera una y otra vez quien fuera presidente de la Segunda República en los años del fracaso democrático. Acariciando la baranda con la delicada y reverente grima que me suele producir la empatía ausente con según qué persona pasada, volví al bar del restaurante, donde todos aquellos amigos traidores me esperaban en sordo y divertido mutismo, conocedores de la existencia de aquel perturbador rincón del Paraíso.
Y, aunque no dejé de participar en el acalorado debate que terminó por consumir cafés y tortillas poco cuajadas, la mirada no paró de escapar hacia la oscuridad del comedor ignoto cada vez que soltaba la palabra pejiguera. Salí del restaurante media hora pasada y caminé hasta mi casa al albur de una mañana poco provechosa y decepcionante. Supongo que tener en la memoria a Alcalá Zamora ayudó poco, la verdad. Subiendo las escaleras humildes de pino viejo que conducen a mi morada, caí en la cuenta de lo poco que se recuerdan aquellos momentos decisivos de indefinición democrática; lo poco que se divulga la imposibilidad de encontrar acuerdos generales y espacios comunes para albergar a cuántos quieren vivir un futuro cercano soportable. Alcalá Zamora, jefe de aquel Estado incipiente, no supo, no pudo, no fue capaz de liderar aquello que todos empezaban a llamar democracia y muy pocos de ellos comprendían realmente, subsumidos en una desigualdad social irresoluble. Encendidos por un fuego que todo lo quema, defendían esos pasados diputados una política de vía única, cerrada cualquier estación que permitiera cambiar de andén o, al menos, vislumbrarlo en la distancia.
Embutido en un fracaso sin precedentes, aquel presidente cordobés de sonrisa agradable y gafas pegadas a una mirada discreta ha pasado al olvido que sólo la efemérides rescata de vez en cuando. Expulsado de la presidencia por una moción de censura, sentó un precedente inane en la política patria: no hacer nada para que la nada lo consuma todo.
He de suponer, queridos lectores, que, viviendo los tiempos que nos tocan, debemos ser constantes en la colaboración; tercos y tenaces en la comprensión del otro y, no creo que nos quede otra, aprender qué es la democracia y hacer únicamente campaña de aquella, no sea que acabemos en la oscura irrelevancia que padece la escalera de Niceto Alcalá Zamora en el comedor olvidado de La Fragua.