LA ESCUELA ¿SIN LEY?
Nov 09 2016

POR JOSÉ SIMEÓN CARRASCO MOLINA, CRONISTA OFICIAL DE ABARÁN (MURCIA)

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Mi paisana y amiga Amalia Gómez, exsecretaria general de Asuntos Sociales, presentó su último libro, La Escuela Sin Ley (La Esfera de los Libros, Madrid 2009), en el que, como se puede deducir del título, se ocupa del candente tema de la violencia escolar. Ella puede hablar del tema con conocimiento de causa, y no de oídas, porque ha sido una docente de las que ha tocado la tiza, renunciando incluso a una brillante carrera política para volver a las aulas de un instituto sevillano, cosa poco frecuente en nuestra clase política.

Los que estamos en la primera línea en este mundo de la educación venimos observando cómo el clima de nuestros centros va deteriorándose curso a curso. Nos referimos, especialmente, a los institutos, que son los centros donde, por la edad del alumnado, se concentran en su inmensa mayoría los problemas de convivencia. Aunque, seguramente, la dinámica social nos hubiera llevado a esta situación de cualquier manera, no cabe duda de que aquella huelga de mediados de los 80, la del célebre Cojo Manteca, fue un detonante inequívoco que convulsionó las relaciones entre los distintos estamentos que componen la comunidad educativa. Creo que la autora del citado libro da en la diana cuando resume así lo que ha pasado en estos últimos años como “la aparición de un modelo de gestión de los centros en función de criterios de representatividad, prevaleciendo éstos sobre criterios de índole pedagógica o formativa”.

Junto a ello, y seguramente como consecuencia de ello, se desarmó al profesorado, creando un procedimiento largo, farragoso e ineficaz ante las conductas graves de algunos alumnos, que, en muchas ocasiones, no experimentaban apenas ninguna consecuencia negativa por su acción, por lo cual nada les impedía continuar con su conducta y a los demás, imitar esos comportamientos negativos. Y el profesor quedaba atónito, de brazos cruzados, tras haber sido en ocasiones no sólo interrumpido en su labor diaria de dar clase, sino menospreciado, insultado y vejado en el ejercicio de una profesión a la que accedió, en la mayoría de los casos, cargado de vocación e ilusión. “La indefensión ha sido, y de alguna manera sigue siendo, el punto más vulnerable de los profesores” afirma Amalia en el libro.

Es verdad que hoy se está intentando corregir esa situación y se está simplificando aquel procedimiento, dotando de mayores atribuciones al director del centro, dándole la posibilidad de tomar medidas correctoras al instante y aminorando una carga burocrática tan pesada como inútil. Pero, a pesar de ello, es algo perfectamente observable que los temas disciplinarios, más o menos graves, absorben gran parte de la jornada de los responsables del centro, ocupando en ello un tiempo maravilloso que podría ser empleado en temas más provechosos para mejorar y potenciar un centro.

La realidad es que, también en el ámbito educativo, nos da miedo usar un vocabulario políticamente incorrecto y las palabras “autoridad”, “respeto”, “disciplina”… las hemos eliminado de nuestro uso corriente. Porque el vocablo autoridad ya se ha convertido en sinónimo de tiranía; respeto, de sumisión; disciplina, de esclavitud.

Junto al temor a lo políticamente incorrecto, como otro factor que viene a no dar soluciones a la situación, está la labor de los “expertos”, “estudiosos” o “especialistas”, con pocos restos de tiza en las manos. Estos se llenan la boca encontrando mil causas y remedios para esta situación en la que se ven los profesores de a pie cada vez con más frecuencia. Y se empieza a justificar hablando de desestructuración familiar, influencia de los medios, reflejo de la violencia social… Y se empiezan a redactar memorias, informes, protocolos de actuación, y se crean comisiones, observatorios…. Pero, mientras, el profesor anónimo de a pie, cuando se queda solo, al cerrar la puerta de su aula e intentar explicar Lengua o Matemáticas o Ciencias Sociales, siente, en ocasiones, impotencia ante lo que tiene que observar, o mejor, aguantar, sin encontrar apenas recursos para poder dar su clase en condiciones, al menos, dignas. Y viene el desánimo, el desaliento, y hasta el llanto y la depresión en hombres y mujeres que escogieron la docencia como un camino vocacional e ilusionante para sus vidas. Y, aunque sean jóvenes, ya piensan en la jubilación como el esperado escape para sus tribulaciones diarias. Pero, mientras que llega, hay que sobrevivir, y esta situación, que es muy triste, es la que se aprecia cada vez con más frecuencia en nuestros institutos. “Sobrevivir es la manera de seguir ejerciendo la profesión desde la impotencia de no poder enseñar y educar, a pesar de continuar impartiendo clases en un ambiente en el que se confunde la autoridad con la represión y la exigencia académica con la prepotencia del adulto” dice en su libro Amalia.

Este sobrevivir es tener que soportar día a día conductas para las que nuestros conocimientos de la materia que intentamos enseñar no nos sirven de nada. Y un profesor tiene que soportar que algunos alumnos, por suerte no la mayoría, tengan estos comportamientos: “saltar la puerta del instituto”, “insultar y pelearse con un compañero”, “tirar una botella llena de agua sin tapón y mojar el libro a una compañera”, “no traer nunca el material de trabajo de la asignatura”, “lanzar a la profesora un trozo de pan por la espalda”, “salirse de clase sin permiso del profesor”, “usar el móvil en clase y negarse a dárselo al profesor”, “escupir por la ventana”, “no parar de comer pipas en clase y arrojarle la agenda a la profesora de mala manera”, “lanzar tiza en clase a sus compañeros”, “lanzar un bolígrafo desde un extremo de la clase pasando cerca de la cabeza del profesor”, “tener una actitud pasota sin hacer caso al profesor con el consiguiente alboroto de la clase”, “decir en clase a un compañero vete a tomar por c…”, “decirle al profesor acuéstate y marcharse de clase”, “mofarse o reirse de una compañera hasta el punto de hacerle llorar”, ….y así una sucesión de situaciones, que se podrían resumir con las siguientes palabras de una profesora en una amonestación a un alumno: “hace lo que quiere en clase, no sigue ninguna indicación, no para de hablar, y ya no sé qué hacer con él”.

La confesión de esta impotencia es hoy algo que está en boca de muchos profesionales de la enseñanza, y es una situación, cuando menos, triste. Porque no sólo están en juego los derechos del profesor, en ocasiones pisoteados, sino los del resto de alumnos que merecen una enseñanza en condiciones dignas. Porque, aunque estos comportamientos son aún aislados en la mayoría de los centros, son suficientes para alterar el desarrollo de una clase.

Nosotros, los profesores, hemos de reconocer que, aunque no somos, ni mucho menos, responsables de estas actitudes, también es cierto que hemos caído, en ocasiones, en una forma de actuación que podríamos definir como “colegueo”, pensando que, poniéndonos al nivel de los alumnos, los ganaríamos para nuestra causa. Y eso, con el tiempo, se nos ha vuelto en contra porque el alumno no goza de la suficiente madurez para establecer límites.

Junto a ello, también hay que señalar, en nuestro “debe”, que no somos capaces en cada centro de ponernos de acuerdo en un código de conducta mínimo para observar dentro del aula, en el que todos coincidamos y que todos llevemos a la práctica, porque ocurre que el alumno cambia varias veces al día de escala de valores, según el profesor que le toca, y lo que para uno es una actitud censurable, para el siguiente es algo normal y comprensible por la edad del alumnado. Valores como la puntualidad, el trato respetuoso con el profesor y los compañeros, el mantener en buen estado el mobiliario, el no comer ni beber en clase ni usar los nuevos medios (móvil, mp3…)…. configurarían un código mínimo que, llevado por todos los profesores a rajatabla, haría que los alumnos supieran a qué atenerse en todo momento.

Este es el presente, sin caer en derrotismos o catastrofismos que a nada conducen. Se puede envolver y adornar hablando de mil circunstancias familiares, sociales, … para explicar esos comportamientos que ahora se llaman “disruptivos” y es verdad que ese contexto influye, pero, mientras que nos devanamos los sesos con mil causas atenuantes, Antonio, Belén, Vicente, Pilar, Joaquín, María Dolores… , profesores/as de a pie, con nombres y apellidos, que acabaron sus carreras con la mochila llena de ilusión por enseñar, empiezan sus clases diarias soñando con el toque de la sirena que marque su fin, y comienzan cada curso contabilizando cuántos le quedan para su merecida y ansiada jubilación.

El mejor colofón de este artículo, y mirando al futuro, que es al fin y al cabo lo que más importa, sería esta cita del libro antes citado, donde la autora hace un diagnóstico bastante acertado de cómo debe reconducirse esta situación, afirmando que “no se erradicará la violencia mientras no se establezca un modelo educativo más serio en su concepción, más ambicioso en sus objetivos, más generoso en sus medios y, sobre todo, más comprometido con la calidad de la enseñanza. Esto exige con carácter de necesidad una mayor exigencia en los niveles de contenido, y unas normas de convivencia que explícitamente supongan un respaldo a la integridad de docentes y alumnado. También hay que abandonar la teoría de que la igualdad de oportunidades pasa por que todos los menores estén escolarizados y vayan aprobando con retales, subastas y hasta con hipotecas”.

Sólo nos quedaría preguntarnos si la dirección en la que va nuestro sistema educativo es esta o la contraria, porque están en juego, además de la formación de nuestros alumnos, la ilusión, la dignidad, e incluso, en ocasiones, la salud del profesorado.

Fuente: Diario LA VERDAD. Murcia, 10 de septiembre de 2009

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