POR JOSÉ ANTONIO MELGARES, CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA Y DE CARAVACA
Uno de los lugares de referencia, punto de encuentro y sitio de paso obligado en la configuración urbana de Caravaca, fue y sigue siendo aún en nuestros días, la Esquina de la Muerte, arista del edificio de El Salvador enfrentada al primer tramo de la Cuesta del Castillo, lugar a donde durante muchos años se acudía para contratar mano de obra de obreros sin cualificar, al que también acudían ellos cada noche, chaqueta al hombro, a la espera del trabajo ocasional del día siguiente, que aseguraba el sustento de la familia. Allí acudían, también, los corredores de fincas al encuentro con sus ocasionales clientes (hasta que esta actividad se desplazó a las puertas del desaparecido Bar Comunicando, en la Gran Vía), en los atardeceres del invierno, junto a la castañera que asaba su producto en hornillo portátil de carbón, entre el frío reinante, y en los crepúsculos primaverales y estivales, hasta que el toque de Ánimas de las campanas de la torre de la iglesia anunciaba la hora de retirarse a cenar y descansar en el domicilio familiar. De la acumulación de gentes en el lugar protestaban, en septiembre de 1907, los comerciantes de la zona, por lo intransitable del sitio a ciertas horas del día, con motivo de la gran presencia de braceros, que impedía el cómodo acceso a sus establecimientos de los sufridos clientes.
El curioso y macabro topónimo, al que me he referido en alguna ocasión, le viene al lugar por la figura de la arpía tallada en piedra en la citada esquina, que no es sino la versión clásica de la sirena, con cuerpo de águila y no de pez, tan del gusto renacentista, estilo en el que fue edificado el templo de El Salvador durante el ecuador y tercer tercio del S. XVI. También podría tener su explicación en el asesinato, allí mismo, durante la Nochebuena de 1750, del joven Saturio de Mata, tras una desgraciada reyerta ente jóvenes ebrios, que de aquella manera celebraron el inicio de la Navidad en aquella ocasión. Una tercera teoría sobre el origen del topónimo (ésta menos verosímil y consistente), estaría relacionada con el encauzamiento del viento del norte que llega al lugar a través de la calle de Las Monjas, causando catarros y enfriamientos corporales a cuantos allí se reunían para ofrecer y demandar empleo temporal, como ya se ha dicho.
Sin embargo, acabo de conocer la opinión al respecto de un antiguo cronista local, Francisco Ruiz de Amoraga, publicada en el semanario EL HERALDO de 7 y 14 de diciembre de 1916, que creo complementa lo dicho hasta ahora, y actualiza en el tiempo la denominación del lugar en cuestión, en el que perdió la vida, en 1814, el valenciano y realista Miguel Navarro, a manos de un grupo de jovenzuelos liberales, que le provocaron como a continuación cuento.
En la calle de Las Monjas (antes denominada de Los Melgares) vivía el tal Navarro, solterón entrado en años, en compañía de sus hermanas, también solteras. Se habían venido a vivir a Caravaca tras dejar Valencia por razones políticas, en una época de encarnizados enfrentamientos entre realistas (o persas) y liberales.
Una noche de enero, del citado año 1814, el grupo de jóvenes, de marcada tendencia liberal, provistos de instrumentos musicales, sin duda con alguna copa de más en el cuerpo, se dispusieron a dar la murga bajo el balcón del domicilio familiar, cantando despectivamente una copla que Amoraga recordaba de memoria y decía textualmente:
«Habéis venido de Francia/ realistas desocupados. / Pronto veréis el orgullo/donde queda de Fernando.
»Viles realistas, beatos./ En vuestros cobardes pechos/ no fecundará la sangre/ por la causa de los pueblos.
»Sois el ludibrio de España./ No tenéis valor alguno./Y al grito de libertad/ sucumbiréis uno a uno».
Con su burlona murga se mofaban del rey Fernando VII y de los partidarios de su política absolutista, entre quienes se encontraba Navarro.
A pesar de encontrarse ya acostado, por lo avanzado de la hora, y de las súplicas de sus hermanas, Miguel cogió un sable y salió a la calle hiriendo a más de uno de los jóvenes del grupo, organizándose una reyerta a lo largo de la calle hasta llegar al lugar denominado El Corralazo (antes Corral del Concejo), sobre cuyas ruinas se abrió poco tiempo después la Plaza Nueva. Pero ellos eran más y uno de ellos, armado con un retaco, le hirió de muerte, cayendo muerto justamente en la denominada Esquina de la Muerte. El crimen quedó impune ya que la Justicia no pudo esclarecer el caso ni culpar a nadie particularmente. La autoridad local, sin embargo, con permiso del párroco, acordó poner en la citada esquina una cruz de madera que perduró durante muchos años en recuerdo del suceso, hasta que el tiempo se encargó de deteriorarla hasta el extremo de su desaparición, aunque quedaban restos de la misma en 1916, fecha en que Amoraga explicó el topónimo.
La de la Muerte es una de las esquinas con nombre propio en el entramado urbanístico local, junto a las Esquinas del Vicario (en la confluencia de Escritor Gregorio Javier, Nueva y Dr. Alfonso Zamora), y Las Cuatro Esquinas en las inmediaciones de la Plaza de los Toros, donde confluyen Larga, Las Monjas, Torrentera y El caño. Se enfrentaba a la antigua Puerta de Santa Anade la muralla medieval, demolida en 1801 siendo gobernador de Caravaca (así se llamaba entonces), Ignacio Mariano de Mendoza (según reza la lápida existente en el muro del edificio en el primer tramo de la Cuesta del Castillo), habiéndose descubierto parte del conjunto amurallado medieval en abril de 1993, cuando se demolió el inmueble que dejó al descubierto el espacio donde hoy se concluye un nuevo edificio para la atención a los peregrinos. Como recordará el lector, aquel fue un lugar de estimable actividad comercial durante el ecuador del S. XX, ubicándose en sus inmediaciones comercios otrora muy visitados como la tienda de ultramarinos de Elías Elum, La de Adelino,la confitería de El Boloy la mercería de Miguel el de la tienda.
Hoy, La Esquina de la Muerte es el principal acceso al Castillo, pero ya no constituye paso obligado para las gentes que habitan los populosos barrios a los que se accede a través del Puente Uribe, tras haberse abierto otras calles desde la carretera de Moratalla.
El lugar, muy concurrido otrora, es frecuentado fundamentalmente por el turismo civil y religioso en el recorrido monumental de las peregrinaciones grupales o individuales, cuyos componentes, llegando desde cualquier lugar, hacen juntos el último espacio del Camino de la Vera Cruz. Forma parte de la carrera de las principales procesiones religiosas y, tímidamente se asoma a la Plaza del Arco, donde desde el S. XVIII tienen lugar las más importantes recepciones y manifestaciones públicas de cualquier naturaleza.
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