POR JOSÉ ANTONIO MELGARES GUERRERO, CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA Y DE CARAVACA
Uno de los sonidos característicos de la Caravaca de los años sesenta pasados era, como recordará el lector, el producido por aquellos numerosos grupos de mujeres que, muy de mañana, a medio día y al atardecer, iban y venían alegres y cogidas del brazo, camino de alguna de las fábricas de conservas, sobre todo en épocas concretas del año, coincidentes, principalmente, con la cosecha del albaricoque, el melocotón y el tomate. Una de aquellas fábricas era la de “los Marines”, en el barrio de San Pablo, cuya actividad ininterrumpida cumple ahora medio siglo.
Las “Conservas Vera Cruz”, popular y cariñosamente conocida en Caravaca como “fábrica de los Marines” fue, y sigue siendo, el resultado de un hermoso sueño, de una arriesgada aventura que comenzó a cuajar en los primeros días de la primavera de 1957, cuando Antonio Marín Jiménez se decidió a abandonar su actividad agropecuaria en la pedanía de Singla, con la mujer a punto de parir a su primera hija.
Antonio, con 29 años, adquirió una casa en la caravaqueña calle de “Puentecilla” (María Girón), 14, en 42.000 pts. en la que comenzó a vivir con su mujer (Antonia García Aznar), sus hermanos Francisco y José, y un técnico contratado entendido en materia de manipulación y transformación de fruta fresca en conserva. La ilusión contagió de inmediato a la familia, fundándose desde el primer momento una empresa familiar en la que cada cual aportó lo que pudo. Juan Pedro, el padre y patriarca de la familia, su discreto patrimonio inmobiliario en Singla y Mula (con el que reunió las primeras 100.000 pts), y los hermanos Francisco, José y luego Juan Pedro, el trabajo, la disposición y la entrega que Antonio necesitaba. Con aquellas cien mil pesetas iniciales se adquirieron las tres primeras calderas, unas mesas de madera para trabajar la fruta y un “polipasto” manual para subir las jaulas con los botes hasta las calderas y cocerlos al “bañomaría”.
Poco después, aquella inicial célula empresarial surgida en La Puentecilla, se trasladó a un local más amplio, en la calle Molinos, alquilado en 10.000 pts. mensuales a Pablo Celdrán, donde hasta entonces había funcionado una instalación de tintes textiles. Las calderas fueron fabricadas por un herrero de Cehegín y se contrató al primer maestro conservero: “Pepe”, oriundo de la localidad de Ceutí. Se incorporó un cuñado: Antonio Díaz Guirao, quien en adelante se encargaría de cerrar los botes, y se logró el asesoramiento contable de “Perico el Alto”, uno de los amigos entrañables de Antonio, como también lo fueron Ramón “el Pera”, Tomás Rubio y Manolo “el Mulas”.
El primer coche con que contó la empresa fue un Ford “Cuba”, adquirido por Antonio en 1958, cuya puesta en marcha nunca funcionó, habiendo de buscar siempre a alguien que “empujara” cuando había que “arrancar”. Al año siguiente, en 1959, el viejo Ford fue sustituido por un “4 L” (MU- 65187), con el que Antonio recorrió Francia, Italia, Inglaterra y Alemania en busca de una clientela que en España no había, por saturación del mercado. Ni que decir tiene que en aquellos viajes no hubo hoteles con muchas estrellas ni restaurantes de lujo, sino más bien discretos alojamientos donde se añoraba el hogar familiar y a todos y cada uno de los integrantes de aquel.
Durante el primer año se embotó solamente albaricoque, haciéndose en el segundo, y en adelante, melocotón y tomate, siempre en envase industrial de cinco kilos, para lo que se fabricaban los botes de hojalata en la propia empresa, innovación ésta que supuso una revolución en el ramo, por lo que aportó a la competitividad industrial.
Con el tiempo y mucho esfuerzo se abrió sucursal en la localidad cordobesa de Villa del Río, diversificándose la actividad local en otra dirección, cual fue la adquisición de una “tejera”. Se contrató como contable a Juan Marín Fernández y se incorporó otro hermano: Juan Pedro, justificándose la denominación popular de la empresa tal como se titula el texto: “la fábrica de los Marines”.
Lo que comenzó dando trabajo a 15 obreros, llegó a sumar hasta novecientos en los años setenta, entendiéndose que las “puntas” más altas coincidían con la campaña del albaricoque. Entre unos y otros son recordados como empleados emblemáticos “el Morao”, “el Panizares”, “el Fogonero”, Doroteo, Antonio Abril, la todoterreno María y la familia de Paco Marín Doménech, quienes, como el resto de los obreros, comenzaron ganando tres pesetas por la hora trabajada.
Antonio Marín, tras haber “creado” una escuela de conserveros y haber formado en ella no sólo a sus socios sino a otros fabricantes, vio marchar a sus hermanos en otras direcciones quedando al frente de la empresa en solitario a partir de 1981 en que entraron en la misma sus propios descendientes. Falleció en 2003 con la satisfacción de haber visto nacer y crecer un sueño de primavera de entonces incierto futuro.
Los Marines, junto a otras empresas contemporáneas de aquella, de similar naturaleza, como la de “los Robles”, “los Pozo”, “los Tudela”, “Martínez Martínez” y la “Cooperativa de El Salvador”, aportaron una alegría peculiar a la economía local y comarcal, que motivó la recuperación comercial, tan disminuida desde la crisis de la alpargata. El sueldo del hombre mantenía la casa y la familia. La ayuda económica de la mujer, con lo obtenido en las “horas echadas en la fábrica”, permitía pequeños “lujos” tales como la adquisición (a plazos) de electrodomésticos, el cambio de indumentaria y menaje, y la sustitución de ciertos objetos que pedían agritos el recambio.
Cincuenta años después, la empresa Marín Jiménez, los “Marines” de entonces, renovada en su activo humano por mor de los tiempos, y funcionando de acuerdo con las tecnologías más avanzadas, se dispone, en los próximos días, a celebrar el medio siglo de actividad, recordando a los forjadores de “entonces” y con la mirada puesta en el futuro.
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