POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
Suena un largo silbido y se pone en marcha un latido humano. Comienza el chucuchú de la maquinaria que produce el giro de los cacharritos. Todos a la vez. Voladoras, coches de choque con su antena vertical a la tela metálica electrificada, la ola, las cunitas, la noria, en la que el feriante hacía equilibrios sobre ella, la tómbola, las casetas de tiro, y el tren de los escobazos. Animada atracción. Saludable y fervoroso delirio festivo, en la que mayores y pequeños comparten viaje para intentar quitar la escoba a quien da sobre ellos.
Los que fuimos niños volvemos a serlo, viendo otras sonrisas en el giro acompasado, como el latido del corazón de la memoria, bajo las agujas del tiovivo por el que el tiempo parece que no pasa. Sí, nos reflejamos en esa vieja fotografía de Feria, que toma el color de ahora, al oír sus risas montados en los cacharritos de estos tiempos.
Hermosa, antigua y vieja foto que año tras año, dibuja en sus rostros la vida y la historia de los feriantes. De la turronera en su puesto, el de la fábrica de algodón dulce, el que voltea al pollo que sufre en el tostadero, el de las patatas fritas y el que humedece el coco para que esté fresco. El de la almendra garrapiñada y el de la voz portentosa, grave y ceremoniosa que canta ¡Premio al 22! Lo que daría ahora por asomarme a la puerta del tiempo y ver la estampa de aquellos feriantes y decir “Aquí se puede ser feliz”.