POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ).
Frente a la Plaza de Abastos, en una esquina, ofrecían camas con sábanas limpias. Un lujo de esmerado servicio. En la mesa te ponían un hule, como Dios manda, y sobre él las delicias de la mejor cocina casera. Por allí pasaron viajantes, maestros, abogados, sacerdotes, médicos, encargados, vendedores y feriantes, a quienes Enrique, su hija María Dolores y la fiel Luisa dispensaban un trato personalizado, digno de los mayores elogios, satisfaciendo los gustos y costumbres de los clientes. En aquel territorio, cuando llegaba la feria y fiestas de la Virgen de Barbaño, frente a la fonda se instalaba el puesto de turrón de José y Miguela. Sigo escuchando desde los laberintos de la memoria: “Coge la botella de aceite y ves al comercio de Enrique el sacristán, en la fonda, y que te despache cuarto y mitad y que me lo apunte”. Al lado de aquel inolvidable edificio, trabajaba Juan Miguel Aunión, que era latero, hacia el Barrio de la Pringue. ¡Ay, la Fonda de Enrique que se nos fue un día!