POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
Transcurría la tarde del 12 de febrero de 1983, cuando los cielos aterrorizados por el frío produjeron nubes oscuras que comenzaron a lanzar copos de nieve. Una intensa nevada, cosa extraña por este territorio, cubriendo con un manto blanco la villa de Montijo. Poco sabíamos de alertas amarillas, naranjas y rojas. También resultaban desconocidas las sensaciones térmicas y el cambio climático. Instantánea guardada en el álbum familiar, hecha desde las alturas de la iglesia de San Pedro. Estaba entonces en obras de reformas el conocido atrio de la iglesia, siendo alcalde Juan Carlos Molano.
Y allí, frente a la Plaza de Abastos, en una esquina, ofrecían camas con sábanas limpias. Un lujo de esmerado servicio. En la mesa te ponían un hule, como Dios manda, y sobre él las delicias de la mejor cocina casera. Por allí pasaron viajantes, maestros, abogados, sacerdotes, médicos, encargados, vendedores y feriantes, a quienes Enrique, su hija María Dolores y la fiel Luisa dispensaban un trato personalizado, digno de los mayores elogios, satisfaciendo los gustos y costumbres de los clientes. En aquel territorio, cuando llegaba la feria y fiestas de la Virgen de Barbaño, frente a la fonda se instalaba el puesto de turrón de José y Miguela. Hoy sigo escuchando desde los laberintos de la memoria: “Coge la botella de aceite y ves al comercio de Enrique el sacristán, en la fonda, y que te despache cuarto y mitad y que me lo apunte”. Al lado de aquella inolvidable casa, trabajaba Juan Miguel Aunión, que era latero, en el territorio del llamado Barrio de la Pringue. ¡Ay, la Fonda de Enrique que se nos fue un día!