POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Conservo muy pocas fotografías de mi padre cuando era un chaval. Supongo que lo extraordinario y determinante, merecedor de una instantánea, reducía la posibilidad de gastar un cliché en algo ocasional y cotidiano. Centrado el objetivo en la necesidad de dejar constancia de un hecho trascendental, la gente no acostumbraba a llamar al fotógrafo más que por una circunstancia excepcional. Ya fueran bautizos o comuniones, bodas o celebraciones extraordinarias, las fotografías se gastaban en eventos demasiado predecibles. Sin embargo, en alguna ocasión, el fotógrafo se convertía en excepcionalidad en sí mismo. Pertrechado con tramoya y decorado, disfraz y aparejos, un señor muy singular provisto de un ajado trípode y cámara de objetivo amplio y arcaico se parapetaba en un lugar estratégico que garantizara la afluencia de personal y convertía algo tan cotidiano como una fotografía en una extravagante experiencia inolvidable.
Así he de entender que ese viejo fotógrafo se plantara en las cercanías de la ermita de San Antonio de Juarrillos y, aprovechando la romería de San Antonio y San Juan Evangelista, asentara el estudio improvisado para vestir de vaqueros mejicanos mezclados con gauchos serranos a todo el que tuviera el salero de plantarse frente a su cámara. Mi señor padre, un muchacho entonces, lo hizo acompañado de dos de sus primos y de Ángela Jort, hoy Sra. Madre de mi querido amigo, Félix, abuela de sus hijas. Congelados por aquel paisano en una sonrisa atemporal y extemporánea, el trío regalaba una límpida mirada de felicidad impagable en esos años cuarenta de hambruna y estraperlo. Rodeados por una multitud que aguardaba la bendición de un santo que traía curación para el tullido, pero nada de pan para el hambriento, mi padre, sus primos y la Sra. Ángela robaban un destello de tranquilidad a una juventud prisionera de un presente aterrador.
Quizás por todo ello, por la consternación y la desesperanza; por la incomprensión y la ausencia de respuestas a esas preguntas que nadie quería hacer, todos los vecinos de este Paraíso echaban a andar llegado el mes de junio hasta aquella vieja capilla perdida en tierra de nadie. A medio camino entre Segovia, La Granja de San Ildefonso y Hontoria, la espadaña de Juarrillos avisaba de la singularidad del paraje, de lo insólito de su atracción. Islote en mitad de la nada, la soledad de una fe en retirada auguraba bien poca afluencia a lo largo del año, con la excepción de aquellos días de junio, cuando segovianos de cualquier lugar se echaban a caminar con la vieja iglesia al final del camino. Ya fuera desde la capital segoviana a través de la dehesa de Enrique IV, bajando la ladera de Hontoria o cruzando el soto de Revenga, aquellos paisanos esperanzados en que la creencia les regalara lo que el conocimiento les negaba abarrotaban cada año la exigua pradera de Juarrillos entre cochambrosas sillas de ruedas, ajadas muletas, bastones manidos y espeluznantes prótesis colgadas en ese muro que siempre he lamentado recordar.
Para los del Real Sitio, la cosa tenía bastante más enjundia. Si ya las peregrinaciones encierran la asunción de la creencia, pues, si no se confía, ya me dirán para qué va uno; el pasaje hasta Juarrillos conllevaba algo más que un salto de fe. Caminante habitual que es quién suscribe del Done Jakue Bidea, entiendo la dificultad en el esforzado caminar hacia el santuario cuando no se persigue más que la realización personal y el disfrute de amistad y paisaje, esfuerzo compartido y aventura, brillantes godellos sagrados y secos ribeiros de pajizo horizonte. En el caso de Juarrillos desde este Paraíso, créanme: hay que buscar algo más. Saliendo por el camino de Segovia, de plazuela en plazuela, el romero tomaba el viejo puente de Santa Cecilia dejando el caserón del Conde de San Jorge a la derecha para enfilar el robledo que adornaba el campamento militar frente a aquel llano amarillo repleto de setas de cardo y perrechicos para aquel que, dudando de su fe, reforzaba su pasión entre tortillas jugosas y vinos de chorrilla. Superada la loma de la otra ermita, aquella que diera origen al poblamiento y prevalece aún en infamante muro despreciable, los romeros del Real Sitio caían por la vereda en la llanura con la vista puesta en la escueta espadaña de ese horizonte tan falaz. Ganada ya la hora en el trasiego, llegaba el momento de demostrar la fe. Nada más pasar la vereda de lo que fuera calzada romana camino de la Cruz de la Gallega hacia la Fuenfría, entraba el fiel en las tierras de Domingo Ortega, cuya hermosa finca equidistaba entre el puente y la ermita.
Amplia y seca, de árboles primos, pero no hermanos, la finca de Domingo Ortega suponía todo un desafío para quien quería pedir algo al santo. No sé muy bien si aquello formaba parte del esfuerzo que se le supone al peregrino, pero aquellos torazos de Parladé ponían a prueba a todo cristiano que por allí asomaba. El bueno de Domingo, enjuto y tan parco en palabras como en naturales medidos al pitón que correspondiera, asentía cada primavera con la romería. Ahora, el paleto de Borox no arrendaba las ganancias a los que se aventuraran a cruzar aquella condenada dehesa repleta de morlacos, en la senda de una ermita solitaria donde esperaba una supuesta curación al mal que correspondiere. Al espanto de esquivar semejantes cornamentas, ya les digo yo que sí. Que pasar entre aquellos torazos una vez al año bien valía el premio que ninguna creencia receta, por más que el obispo de turno garantice la indulgencia que corresponda. Mejor pedir a dios que no se arrancara el cornúpeta y pagar muchos impuestos para que el sistema sanitario fuera capaz de curarle a uno, antes que aventurarse entre morrillos apretados y finas culatas. No era de extrañar, alcanzada la ermita, la feliz devoción de los vecinos del Real Sitio, agradecidos de haber participado más de una peregrinación que de un encierro campero.
Quién sabe, digo, si, en la sonrisa prístina de mi padre y Ángela, he de ver alivio más que felicidad; descanso antes que fe; carpe diem por encima de todas las cosas. Y esto último, sin discusión, pues, como en todo peregrinaje, una vez se llega al final del camino, hay que emprender el duro regreso y eso, queridos lectores, nunca aparece en el Códex Calixtinus de turno.