POR DOMINGO QUIJADA GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE NAVALMORAL DE LA MATA (CÁCERES)
De los múltiples, útiles y añorados manantiales que existen en mi querido pueblo natal, hay uno que me sedujo sobre manera en mi infancia y adolescencia. Pues transitaba a menudo a su vera, ya que enlazaba dos huertos de mi madre: en invierno, por la recogida de las aceitunas; en verano, porque tía Adriana plantaba un pequeño huerto de hortalizas en el olivar de los “Jerechales”, aprovechando los charcos que se conservan en el estío en las pozas del citado arroyo (Helechales, Valbuena o Pizarritas), que se une aguas abajo con el de Aceituna. Por cierto, siempre me intrigó el primer nombre señalado; motivo por el que lo recorrí hasta la carretera de Plasencia, pero nunca hallé restos de helecho alguno en ninguna de sus márgenes: le pondrían ese nombre cuando la fundación de la aldea, en la fría y húmeda Edad Media…
Para acceder a la misma, se toma el “camino de la Balsa” (del citado arroyo Aceituna), que se deriva del “Cordel” o camino de Santibáñez una vez pasado el desaparecido lagar y plaza de toros de tío Eladio: el segundo, a le derecha, en dirección Este y casi paralelo a la citada vía; frente al paraje de “San Pedrillo”, donde hasta mi niñez se levantaba un “crucero” ya desaparecido (y donde yo poseo aún la única propiedad que tengo en mi pueblo: un pequeño olivar que me legó mi querida madre…).
Hay quien también llama a esa senda como “camino de Juan Martín”, porque ÉSE ES EL NOMBRE OFICIAL DE MI RECORDADA FUENTE, excavada en el pasado junto al mismo (posiblemente por algún pocero o autoridad que se llamaba así, como sucede en tantos otros lugares).
Aunque, como recalco en el epígrafe, para mí siempre fue la “FUENTE ENCANTADA”, por una lógica razón: como yo solía ser el “aguador” habitual de la familia –ya fuera en el ámbito urbano familiar con los cántaros, o en las tareas rurales con el botijo–, cuando estábamos en los reiterados “Jerechales”, me enviaban a ella a por el líquido vital: en los lluviosos inviernos, porque el arroyo discurría muy turbio; y, en la calurosa y árida época estival, al contar sólo con los mencionados e insalubres charcos. Y muy pronto observé y comprobé que, mientras en la estación gélida su agua estaba “templada” (incluso emanaba vapor si había helado o hacía mucho frío…), en la calurosa y veraniega –al contrario– se mantenía fresca. Y eso que su profundidad es pequeña: de la altura de un hombre, aproximadamente.
Por el momento, nadie me explicó las razones. Por lo que mi mente infantil se vio obligada a recurrir a la magia…
Hasta que, siendo ya adolescente, en 1965 cursaba 4º de Bachillerato en el colegio San Calixto de Plasencia. Siendo una de mis asignaturas Física y Química, que me impartía el “hermano Alejandro”: muy serio, pero inteligente y excelente docente. Y, cierto día que nos explicaba el tema de la “Calorimetría”, al surgir la cuestión de “calor absoluto y relativo”, y dada mi innata curiosidad, le expuse el caso de mi “fuente mágica”.
El buen profesor no me contestó. Se limitó a sonreír –lo que hacía a veces, cuando algo alteraba su frecuente seriedad–, a la vez que me indicó que fuera a verle a la Secretaría (actividad que también ejercía en el centro educativo) en el recreo.
Y allí me presenté a la hora indicada. Esperé mi turno y, cuando llegó mi vez, me dio un sencillo termómetro y una breve –pero a la larga clarividente– indicación: “Quijada, cuando vayas al pueblo en vacaciones (entonces no había “puentes” escolares), introduce en tu enigmática fuente este termómetro durante un rato; después lo extraes y, rápidamente, anota la fecha y la temperatura exacta que marca”. Antes de despedirme, sólo me hizo dos preguntas: ¿es muy profunda?, ¿hay algún monte cercano? Y una convocatoria: dentro de un año, tú solo hallarás la respuesta…
Llegó la Navidad y, cuando encontré un hueco, acudí a realizar lo indicado. Lo que repetí en Semana Santa y en las vacaciones estivales.
Al comenzar el nuevo Curso, el primer día corrí presuroso a buscarle a su despacho. Mi corazón palpitaba mientras él leía mis notas, a la vez que las pronunciadas arrugas de su frente se extendían hasta la profunda calva. Y, en un santiamén, me señaló las fechas y números que yo había registrado, a la vez que me ayudaba a extraer la conclusión: “como has anotado, ese manantial registra casi la misma temperatura en cualquier época del año; y, dada su escasa hondura, es evidente que fluye de las profundidades del monte cercano, por lo que apenas se altera a lo largo del año. Y, con 17 ó 18 grados, el agua es tibia en invierno (porque en el ambiente es menor), mientras que aparenta ser fresca en verano (con 30 ó 40 grados centígrados): calor absoluto, calor relativo…”
A corto plazo, el encanto que durante años había atesorado se hizo añicos, sumiéndome en la nostalgia. Pero, a la larga, me fue de gran utilidad: como recordarán mis añorados exalumnos de 7º de E.G.B. (hoy 1º de la ESO) del C.P. Campo Arañuelo, cuando les impartía la clase de Física entre 1977 y 1991 (fecha en que aprobé las oposiciones de Secundaria y me trasladé al IES Zurbarán). Cierro los ojos y aún estoy viendo la cara de asombro de aquellos queridos alumnos –muchos de ellos hoy mis amigos–, cuando hacíamos ése u otros experimentos. Que se lo pregunten –por ejemplo– a mi estimado y gran mago Alfred Cobami…
Volviendo a la fuente, me acaba de enviar unas fotos del manantial mi querido Lute Pulido, ese gran tesoro que mi querida hermana tuvo la fortuna de hallar. Y observo con pesar cómo algún incívico, desaprensivo y delincuente se ha llevado el popular y elaborado brocal granítico que poseía (similar al de la fuente “Corti” o la que expongo a continuación); tal vez para colocarlo en su chalet, casa o anticuario (puede que sea el mismo que intentó hacer algo similar con la fuente de “Jerrau”…). ¡Qué error se cometió al eliminar los guardas rurales!…
Se ha evitado el peligro con un brocal provisional a base de mampostería y cemento, pero ya no es igual. Y, encima, sin el mencionado hechizo…