POR ISIDRO BUADES RIPOLL, CRONISTA OFICIAL DE SAN JUAN (ALICANTE)
Feliciano Hernández y la de Francisco Pérez (Paco el d’es Mantes) apodo que le venía de su bisabuelo, que con un carro y una mula torda iba vendiendo mantas por la comarca, habitaban en la misma casa; la número ocho de la calle de Los Mártires. Paco en los bajos y Don Feliciano en el piso. Paco trabajaba en la cantera y los domingos y festivos en un «Roalet» que poseía cerca del pueblo. Don Feliciano lo hacía en un banco de la ciudad a la que iba y volvía en una vieja motocicleta B. S. A., no así Paco que utilizaba una bicicleta para ir y volver de la cantera. También poseía Paco un carro y una vieja mula torda con la que labraba sus dos tahullas de tierra y acarreaba si algo tenía que acarrear.
La casa era una de esas de labradores con un solo piso al que se accedía por una escalerilla lateral, y otra entrada aparte era la de Paco, ancha y con portal adecuado para la entrada de carruajes, casa esta que fue en su día, de labrador venido a menos que se quedó habitando en los bajos y construyó la pequeña puerta para poner el piso en alquiler.
Paco y Don Feliciano se saludaban y no había más conversación entre ellos, excepto el día de Navidad que Don Feliciano, muy serio él, le felicitaba las Navidades a Paco, que respondía agradeciendo la felicitación y deseándole la misma felicidad festera.
Ambos sabían que sus ideales políticos eran diferentes, por eso su distanciamiento.
Aunque no tanto entre ambas esposas que hablaban a veces de las cosas propias de la casa y en algunas ocasiones llegaban a la confianza de pedirse la sal o la ñora para la salsa. Corría en el pueblo el rumor de una rebelión militar y ésta llegó en el mes de julio, y desde entonces don Feliciano Hernández dejó de ir al trabajo y apenas salía de la casa.
Había recibido un anónimo amenazándole de muerte y el hombre tenía siempre a mano un viejo revolver. En cambio, Paco estaba tranquilo porque su significación política no corría demasiado peligro, y así las cosas, realizado el temido golpe de estado comenzó a tener verdadero temor Don Feliciano de que le detuvieran o le sucediera algo peor. Y un día fueron a por é1, pero Paco que ese día no había ido a la cantera porque le correspondía el turno de riego en su roalet, vio detenerse el automóvil de los del partido cerca de la casa y que al preguntar a un vecino este señaló el piso de Don Feliciano.
Entró Paco presurosamente en la casa y por el patio llamó a su vecino que se asomó alarmado por las voces. Entonces Paco procurando no gritar demasiado le dijo: -¿Rápido, Don Feliciano- que les diga su esposa que usted no está en casa y luego regrese aquí mientras yo coloco una escalera larga que tengo y baja usted a mi casa.
Don Feliciano dio la orden a su esposa y regresó a la ventana donde Paco tenía ya colocada la escala y bajó rápidamente. Paco la retiró y dijo a Don Feliciano que se escondiera detrás de una pila de sacos de algarrobas que tenía en el cobertizo.
Desde allí se escucharon las voces que daban los del partido registrando la casa sin hacer caso de las protestas de la esposa de Don Feliciano.
Sin duda alguna le había salvado la vida su vecino, pero no comprendía por qué razón lo había hecho si era bien sabida por él la diferencia de ideas que les separaba. Luego hablaron, tuvieron por primera vez una conversación y entonces lo comprendió Don Feliciano. Paco le dijo que si un tribunal imparcial le condenaba él lo vería bien y no movería un dedo para impedirlo, pero como sabía muy bien que aquellos exaltados iban a tomarse la justicia por las manos, lo había impedido exponiéndose al grave delito de encubrimiento.
Oculto detrás de las algarrobas estuvo Don Feliciano tres días y luego lo llevó Paco con el carro, oculto dentro de un barril desfondado, hasta la pequeña caseta de su toalet donde sería difícil de localizar. Luego, quince días más tarde le preparó una bolsa con algunos víveres y Don Feliciano emprendió viaje hasta poder pasar a la zona dominada por el otro bando. Por su parte Paco que aún era un hombre joven, fue movilizado y llevado al frente de combate, y ya encuadrado en el ejército se vio precisado a ascender de graduación, pues en la compañía que le correspondió estar, el nivel cultural de sus componentes era muy bajo y pronto le ascendieron a cabo, sin que pasara mucho tiempo para que le ascendieran a sargento; y luego, por méritos de guerra que consistieron en salvar a su capitán que había caído herido en una retirada y que en medio de un nutrido tiroteo cargó con él y lo llevo hasta una ambulancia donde evitaron que se desangrara. Así pues, Francisco Pérez Sala (Paco el mantero) teniente ascendido por méritos de guerra, que con suerte se vio condenado a cadena perpetua cuando acabó la contienda, se vio metido en prisión para toda su vida, él que, primero en el campo con su padre, luego en la cantera y últimamente en el frente, siempre había estado al aire libre, tenía que pasar el resto de su vida entre cuatro paredes. No podría vivir encerrado y sabía que moriría muy pronto, y comenzó a no querer comer, y acurrucado en un rincón desoía los consejos de sus compañeros, que le pedían que aguantara, pues el régimen no iba a durar toda la vida.
Su mujer le visitó cuando se lo permitieron y sus ruegos no fueron capaces de levantarle el ánimo, presagiando su actitud un próximo y trágico desenlace; y entonces la esposa, averiguando la dirección de Don Feliciano fue a Murcia donde residía, la verdad que muy temerosa de no ser bien recibida, pensando cuan rápidamente olvidan algunas personas los favores recibidos.
Llegó llena de temor y esperanza a la casa y pronto pudo ver que sus ex vecinos no eran la antigua familia de un empleadillo de banca de la época. Le recibió una sirvienta uniformada que la trasladó a una estancia bien amueblada donde al cabo de unos minutos apareció la esposa de Don Feliciano envuelta en un lujoso batín de seda.
La abrazó afectuosa y tras los cumplidos de rigor, Adelina que este era el nombre de la esposa de Paco, le explicó la situación de su marido.
-¡Lo lamento de veras querida Adelina, pero creo que mi marido no conoce a nadie de esa prisión.
Si se tratara de la de esta ciudad seguro que intentaría interceder en su favor, aunque los cargos que se le imputan a tu marido son muy graves.
Adelina comprendió la postura de aquella gente y respondió con aplomo ¿Acaso cree Ud. que mi marido conocía a los que fueron a prender a Don Feliciano? No eran del pueblo ni les había visto jamás, sólo su atuendo y sus armas le hicieron conocer de quienes se trataba y aún así no dudó en salvarle la vida.
– Lo sabemos, querida – le respondió – pero mi marido no puede hacer nada en este caso, pues ya conocíamos la situación de Paco porque nos lo comunicó el alcalde de tu pueblo, y le dijimos lo mismo que a ti, que nada podemos hacer, y lo sentimos.
– No se trata de sentimientos lo que mi marido necesita si no de hechos. Y ya alterada levantaba la voz, tanto, que Don Feliciano que no sabía de su visita apareció protestando por los gritos.
– ¿Qué ocurre con esas voces? Quien…y se quedó cortado al ver a Adelina. –Señora exclamó.
– No sabía que estaba Ud. aquí. ¿Qué es lo que sucede?
– Sucede, Don Feliciano, que he venido a pedirles auxilio y ustedes me lo niegan.
– Es que ese auxilio que usted pide me compromete y frenaría mi carera.
– Antes se comprometió mi marido por usted.
– Sí, lo reconozco, pero créame, no puedo hacer nada y lo siento.
– ¿Es su última palabra? – Puede entrar segura.
– ¿Y si se lo pido de rodillas? – Ni aún así-.
Regresó al pueblo deshecha, sin comer desde el día anterior y cansada del viaje, perdida la esperanza de sacar a su marido de la cárcel y convencida de que si no salía de allí moriría y no a largo plazo, pero aquel día era el de las sorpresas, pues cuando llegó a su casa se encontró con un hombre sentado en el portal que al verla se levantó y le dijo alborozado: -¡Hombre! Adelina, ya era hora; he venido cuatro veces a su casa, y usted por el mundo. Ni los vecinos ni nadie sabían dónde estaba usted. Era el dueño de la cantera.
Adelina ya no pudo aguantar más el llanto contenido durante dos días y rompió a llorar amargamente, costándole grandes esfuerzos al hombre para calmarla, y cuando 1o hubo conseguido pasaron a la casa y Adelina le explicó su situación.
– Me lo temía -repuso el hombre. Pensaba en la posibilidad de que Paco estuviese preso, pero eso sólo altera un poco mis planes. Y se quedó pensando unos instantes, añadiendo luego: -Bien, a la semana que viene vendré y les explicaré a usted y a Paco todo este asunto. Mientras tanto le dice a usted a su marido que vaya preparando toda la herramienta de la cantera.
– Eh. Oiga. ¿Es que ha perdido usted el juicio – le dijo Adelina mirándole asustada-
– No, yo -Le respondió riendo-. Pero prepárese no lo vaya a perder usted cuando mañana o pasado vea entrar a Paco por esa puerta.
– ¿Cómo es posible? Lo dice usted así, tan tranquilamente.
– Pues sí, hija mía, porque ocurre lo de siempre, pues que hay un pez gordo que quiere ser socio de mis empresas y yo le digo que si no podemos abrir la cantera no puede haber sociedad, y que el hombre adecuado para eso (yo 1o suponía) está en la cárcel.
– Pues yo lo saco de la cárcel y ya está todo arreglado -me dice tan tranquilo-¿Tanto poder tiene ese señor? Si lo tiene, Adelina, sí lo tiene.
– ¿Y por qué tanto interés en ser su socio? El industrial guardó silencio un instante, y por fin, sonriendo de una manera extraña
Respondió: – Ay Adelina. -Por las pelas. Por las pelas.
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