POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
‘La montaña mágica‘, de Thomas Mann, ha sido una referencia importante en mi familia. Una de las novelas favoritas de mis padres. Mi hermano Ernesto también la leyó; pero solo yo me quedé a mitad del libro, cuando tenía poco más de veinte años. Su lectura me fascinaba, tanto como me entristecía.
En una huida del centro de la ciudad que atesora los recuerdos de la cotidianeidad vivida durante los últimos años con mi hermano fallecido, enfilamos algunas tardes el camino de La Granja. Según se abandona Segovia, una montaña coronada por las últimas nieves de la primavera domina el horizonte. Se me asemeja a la montaña mágica. Si los personajes de la novela de Thomas Mann eran enfermos de tuberculosis desplazados a un sanatorio de la ciudad balnearia de Davos, yo me dirijo al Real Sitio para paliar mi dolor del alma.
Como si de algo atávico se tratara, la sobremesa de un sábado sentí la necesidad de pasear por los jardines. En aquel emplazamiento tan melancólico nos vimos mi madre y yo, sentados en un banco, llorando frente a la fuente de la fama. Atormentado por mi dolor, me identifico con aquel rey depresivo que, llegado a Madrid sin hablar español cuando apenas era un adolescente, ordenó la construcción de unos jardines versallescos para curar su nostalgia.
Tras varias visitas a los jardines, en una segunda fase preferimos pasear por el casco histórico de La Granja, todo un enclave, es decir, territorio diferenciado, nacido como sucursal de Madrid y desconectado de Segovia. La traza urbana racionalista, casi de damero; su decadentismo viscontiniano, con un caserío que transmite abandono y antiguas grandezas; y la soledad de sus calles conforman un escenario propicio para nuestro duelo. La Valenciana, la Reina o Infantes no son calles de un pueblo cualquiera. Exhiben un aire capitalino.
Lo que nunca pensé es que La Granja, fuente de recuerdos alegres en la memoria afectiva, se convertiría en el lugar de mi elección para pasear la tristeza
Paseamos; y nos fijamos en las cigüeñas. Mi abuela materna siempre recordaba el sonido emitido cuando picoteaban. Mi hermano y yo convivimos profundamente con ella, Aurea Juárez, durante sus últimos años. Su mente estaba anclada en La Granja de la “belle epoque”, cuando la tahona familiar vendía “pan de lujo” y “servía a todos los títulos”. Decía que sus hermanos “tenían a las hermanas así”, levantando el dedo índice de la mano derecha. Yo le decía, en broma que, el Real Sitio no valía tanto como ella decía. En realidad, esta localidad no me interesaba demasiado, más allá de varias visitas al archivo parroquial para reconstruir la genealogía familiar. Lo que nunca pensé es que La Granja, fuente de recuerdos alegres en la memoria afectiva, se convertiría en el lugar de mi elección para pasear la tristeza y la soledad compartida de un hijo con su madre.
Mi abuela nos hablaba del rayo que cayó a su lado siendo niña, así como del zorro amaestrado de su hermano Dámaso. Qué decir de lo gracioso que era su vecino, el niño Fidelito. También mentaba al loro de palacio, que recitaba “lorito real de España y de Portugal”. Mujer de gran frialdad, solo la vimos llorar al morir mi padre con apenas 48 años. Su hija se había quedado viuda tan tempranamente.
Resulta tan difícil llegar a nacer. La intrahistoria familiar y la gran historia se entrecruzan. Yo no estaría aquí sin el sueño de Felipe V. Algunos de nuestros antepasados se encuentran entre los pioneros que llegaron en el siglo XVIII a esta nueva población, fundada bajo el signo de la utopía. Mi hermano Ernesto, que se consideraba madrileño y madrileñista, se mostraba muy orgulloso de nuestras raíces en el Madrid de Cervantes. Un miembro de una familia de empleados del Palacio del Buen Retiro durante generaciones dio el salto para establecerse en La Granja, donde también llegaría desde la Corte un antepasado gallego correspondiente a otra rama.
Me pongo triste cuando paso por delante del Dólar. Mi último cumpleaños celebrado con mi madre y mi hermano en un restaurante, el día cinco de diciembre de 2019. Me decanté por aquel establecimiento que habíamos frecuentado hace muchos años, para volver a probar su especialidad: el escalope.
Otro cinco de diciembre, muchos años antes, falleció en La Granja mi bisabuela, Agapita Hervás, una persona especial. Un antiguo empleado de la tahona familiar mantenía vívido el recuerdo de aquel día aciago. Según decía, las hijas de Agapita —entre ellas mi abuela— no le llegaban a su madre ni a la suela de los zapatos. Agapito Marazuela tocaba su guitarra para ella en la tahona, donde, según repetía mi abuela, nunca faltaba una francesilla (un tipo de pan) para los pobres. Además, Agapita cocinaba muy bien un plato: las patatas con bacalao. Me honra ser portador de su ADN mitocondrial, el marcador genético más reconocible.
Cuando nos sentamos en la terraza y contemplo que la tercera silla de la mesa está vacía, me inunda la melancolía
Un día entramos a merendar en Los Mellizos, una confitería situada en la Plaza de los Dolores. Sirven chocolate con buena bollería. Y repetimos. Una nueva rutina había aparecido en nuestras vidas. Cuando nos sentamos en la terraza y contemplo que la tercera silla de la mesa está vacía, me inunda la melancolía.
Eva, natural de Torrevieja, regenta el establecimiento. Se trata de una de las mejores personas que he conocido desde que me estableciera en Segovia. Le comento que, sin mi hermano del alma y compañero de vida, anticipo el resto de mi vida como una travesía por el desierto. Eva me contesta que debo buscar oasis. Los Mellizos es el primer oasis.