Raída la madera de asta y con el filo embotado por una eternidad de aburrimiento, colgaba aquella vieja hacha descomunal de la pared del Figón de los Comuneros, en la cuadrilla de San Martín, otrora semillero de caballeros pendencieros y amantes de las franquezas conseguidas a duras penas tras medio milenio de brega. Pendiendo allí asustaba a todo el que se atrevía a gastar el vino denso y la morcilla requemada apoyado contra la pared que abría paso a los aseos. Era verse bajo aquel tajo y apretar el paso hacia cualquier otro lado de la tasca. Ya a una distancia prudencial, uno se percataba de la diminuta reproducción del cuadro con el que Antonio Gisbert inmortalizó en 1860 el ajusticiamiento de los capitanes comuneros, acaecido el 24 de abril de 1521, y otra copia aún más compleja de leer de la sentencia contra ellos emitida y firmada por el Doctor Cornejo y los licenciados García Fernández y Salmerón, lo que acababa siempre por amargar trago y bocado por muy alentador que fuera el aroma crepitante que emitía aquella condenada cocina.
Por mucho que los legisladores se esfuercen, no es posible que pueda comulgar con la celebración de tamaña infamia como la producida en Villalar
En lo que a este humilde Cronista se refiere, siempre enamorado de aquel figón de morcillas guerreras y vino enardecedor de sangres comuneras, jamás fui capaz de alcanzar un disfrute pleno de aquellos manjares acompañado de tamaña hacha, sentencia y degollamiento. Nunca llegué a entender la razón de vanagloriar semejante afrenta al espíritu comunero que dio sentido a una ciudad gloriosa, hoy acostada entre el olvido, la desmemoria y la ignorancia de una plétora de turistas ávidos de viandas y despreocupados por la amargura de este castellano que suscribe, consumido como estoy por unas llamas que nunca dejan de arder en mi interior. Que, por mucho que los legisladores se esfuercen, no es posible que pueda comulgar con la celebración de tamaña infamia como la producida en Villalar. Puedo llegar a entender el origen de la celebración, esa simplificación heroica de la historia que personaliza en uno lo que logran ciento; ese romántico amor por la desgracia y el encanto de la tragedia unido al nacimiento crepuscular de la ciencia histórica; ese esfuerzo del poder hegemónico y muchas veces totalitario para hacernos creer que el final de toda revuelta es la perdición y la derrota más absoluta, la única consecuencia a la lucha del pueblo en defensa de sus libertades; pero no logro asumir que, pasado medio milenio, sigamos con aquella matraca, recordando la muerte de los capitanes y no el poético requiebro de su lucha.
No consigo comprender que nadie sepa que, un año antes, en la Junta de Ávila, los comuneros habían aprobado la Ley Perpetua que establecía las bases para la supremacía legislativa de las Cortes frente a la injerencia del rey, sentando un claro precedente de monarquía parlamentaria siglos antes de que algo semejante se aplicara en cualquier otro lugar del mundo. Que la Ley Perpetua de Ávila alumbraba un remedo de sistema pre-liberal mucho antes de que Locke, Kant o Rawls siquiera elucubraran el inicio de sus teorías. Me es imposible aceptar que ya nadie recuerde a Juan de Zapata, Capitán comunero de Madrid, promotor del castillo de madera levantado en la Puerta del Sol y excluido del perdón real de 1522, lo que le supuso la pérdida de todas sus pertenencias, las cuales, como ocurriera con las de los capitanes ajusticiados en Villalar, pasaron a formar parte del peculio personal del monarca. Ya me dirán cómo, en esta sociedad que se desvive por devolver a la mujer al lugar que nunca debió perder, se puede explicar el desconocimiento de María Pacheco, la esposa de Juan Padilla, Capitana comunera que mantuvo la beligerancia de Toledo ocupando su alcázar hasta un año después de la decapitación de su señor esposo y en cuya casa hoy estudian historia los alumnos de la Universidad de Castilla-La Mancha. Ya ni siquiera sabemos que el pendón comunero recoge polvo, triste y chamuscado, en la capilla de los Maldonado, dentro del claustro de la catedral vieja de Salamanca. Allí, pegado a una roñosa pared de telarañas infamantes luce su arrogante color bermejo, preso del mismo brillo estremecedor que toda aquella sangre derramada, por lo visto, en vano.
Hoy, transmutado ese rojo valiente castellano en morado opaco y deslucido propio del invento decimonónico, lo comunero ha trascendido a su realidad forera, defensora de las libertades y de la comunidad de gentes, garante de la poca independencia que la intromisión del poder real había ido dejando tras siglos de acoso, para convertirse en un pelele desvencijado que lo mismo es esgrimido por nostálgicos desorientados de la II República, socialistas confundidos por la lejanía ideológica, regionalistas trasnochados a medio camino del más rancio nacionalismo, monárquicos ignorantes del sentir común de aquella revuelta, decrépitos franquistas abotargados de tanto buscar heroicidad donde la historia solo enseña amor por la justicia y la igualdad, e instituciones públicas ávidas de corromper todo símbolo en aras de transformar en propaganda lo que el pasado nos regala, dejando por el camino la enseñanza que nunca hubo de olvidarse, que nunca debió dejar de ser contada.
Aquellos capitanes, como Sísifos atemporales, ven caer su cabeza del tajo una y otra vez
Por todo ello, siento que, año tras año, llegado el 24 de abril, día en que mi Señora Madre tuvo a bien alumbrarme a este mundo inconsciente, aquellos capitanes, como Sísifos atemporales, ven caer su cabeza del tajo una y otra vez, regando con su sangre bermeja, roja, encarnada, carmesí, púrpura, cárdena, violenta y fronteriza, la estulticia de una nación que nada aprende del eterno y miserable goteo que aún empapa el filo de la vieja hacha en el Figón Comunero de la patria castellana.