POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE CARTAGENA (MURCIA)
Un misionero de Yecla y la recién nombrada santa organizaron en Venezuela la apertura del primer hogar de acogida que la orden fundó fuera de la India. El padre Tomás, quien cedió su casa en Cocorote para que las religiosas se instalaran, recuerda la primera vez que vio a la Madre Teresa: «Vestida con aquel sari, pensé: ‘¿Dónde irá esta mujer?’».
La caridad en Murcia sabe a humeante sopa de pollo. Y a ensalada, las más veces de lechuga, a yogures de macedonia y hogaza de pan moreno que se disputa con las jarras de agua un hueco sobre el mantel de plástico barato. Pero también sabe a curri, a canela y a otras especias hindúes que, muy de tanto en vez, aromatizan las comidas de las misioneras murcianas de la Madre Teresa de Calcuta. Son cinco -tres de la India y dos de la Región- e integran una de las pocas casas que la orden de la recién nombrada santa mantiene en España.
La elección de la capital para ubicar este centro, llamado Hogar Fuente de Amor en honor a la Fuensanta, Patrona de la ciudad, no resulta casual. Para algunos, incluso, es un auténtico signo del Espíritu Santo. Ni más ni menos. Porque, aunque hasta ahora nunca se haya contado por la proverbial discreción de estas misioneras, un murciano fue el responsable de abrir la puerta del mundo a la congregación. De hecho, la propia Madre Teresa, quien oiría hablar de aquella remota tierra llamada Murcia, habría de agradecérselo en diversas ocasiones. Su nombre es Francisco Tomás Mompó y puede presumir de haber dejado su propia casa para que la santa fundara el primer hogar fuera de la India.
Sucedió en Venezuela en 1965. Por allá andaba el padre Tomás, yeclano de nacimiento, como párroco en Cocorote, un municipio situado en el corazón del país. Hasta la ciudad, cercada de cultivos de ñame, café y yuca, llegó en los primeros meses del año la Madre Teresa en busca de un lugar donde establecerse. «Me sorprendí mucho al verla ataviada con el sari. Por aquellos años nadie conocía la orden. Ni a ella tampoco», recuerda el sacerdote. Apenas hacía 15 años que la religiosa había creado el primer hogar en Calcuta.
Gracias a su afición a la fotografía, el padre Tomás conserva numerosas instantáneas que ya forman parte de la historia. Pero en muchas resulta complicado identificar a la santa. «Siempre se colocaba detrás. Decía que las importantes eran sus hermanas», apunta el sacerdote. Y no se equivocaba. Una de aquellas religiosas fotografiadas junto al misionero murciano era María Nirmala Joshi (Bihar, 1934-Calcuta, 2015), la joven que llegaría a suceder a la Madre Teresa al frente de la congregación y la que encargaría al padre Tomás, casi cuarenta años más tarde, la apertura de una casa en Murcia.
Después de recorrer la comarca, la fundadora se interesó por un lugar conocido como la ‘zona negra’. Era un territorio integrado por cinco pueblos de nativos de ese color. Ya no anduvieron ni un paso más. De vuelta a la ciudad le espetó a su anfitrión: «Prepare usted la casa. Aquí van a vivir mis hermanas». Se trataba de la casita parroquial que el misionero le había ofrecido, lo que le obligaría a trasladarse a otra ciudad. «¿Y qué iba a hacer?», recuerda entre risas el sacerdote, quien también confiesa que, al pronto, cuando vio por primera vez a la santa pensó: «¿Dónde irá esta mujer?» Iba a extender su orden por todo el mundo.
Las campanas de Cocorote
El 13 de julio de 1965, la Madre Teresa llegó a Roma junto a las religiosas Nirmala, Rosario, Dolores, Elena y María José. Allí fue recibida por el Papa Pablo VI, quien las bendijo camino de Venezuela. A Caracas llegaron el 26 de julio y, a pie de aeropuerto, aguardaba de nuevo el padre Tomás. También había realizado gestiones para que les fuera concedido el visado.
El sacerdote ordenó que echaran al vuelo todas las campanas del templo de Cocorote para recibirlas, un detalle que muchos años más tarde recordaría la santa. «Quedó grabado en mi corazón», reconoció en alguno de sus escritos. Y comenzaron a trabajar. «Me ayudaban, y yo a ellas, en la celebración de la misa, en la ayuda a los pobres, en la visita a los enfermos. Éramos un equipo», continúa Tomás.
La llegada de aquellas frágiles misioneras animó la comarca, que pronto llenó la iglesia y comenzaron a construir una casa propia. Sería inaugurada en 1971. La Madre Teresa acompañó a la incipiente comunidad un tiempo, hasta que se marchó para fundar otros hogares. Pero, año tras año, como si la convocaran las campanas de Cocorote, retornaría a visitar aquella casa madre americana.
El encargo que le hizo al padre Tomás antes de su partida retumbaría en la mente del misionero durante el resto de sus días: «Cuide usted de las hermanas», fueron las últimas palabras que le escuchó en tierras venezolanas. Palabras que él recordó en un encuentro posterior con la monja en Roma, siendo ambos dos ancianos. Ella lo reconoció al instante. Y también en el año 2001, cuando la hermana Nirmala, sucesora de la fundadora, quien falleció el 5 de septiembre de 1997, le encargó al sacerdote que organizara la apertura de una casa de misioneras en Murcia. «Pida la aprobación del obispo y gestione dónde pueden residir», le pidió la religiosa. Él sabía como hacerlo
En la estación de San Andrés
Un año y medio más tarde, el 24 de julio de 2002, quedaba constituido el hogar Fuente de Amor. El padre Tomás, con otra cámara en sus manos y muchos más años en las espaldas, inmortalizó emocionado la llegada de las religiosas a la estación de autobuses de San Andrés. Apenas atesoraba cada una un sari de repuesto, el rosario y alguna sábana. Unos trabajadores del Obispado las recibieron con flores. Ellas los recibieron con sus sonrisas. Es algo que las define desde que se levantan en plena noche hasta que se acuestan.
Los despertadores atronan la casa Fuente de Amor, ubicada junto a la vía, en el barrio Infante, a las cuatro y media de la mañana. Aún dormitan los gallos de la huerta cercana cuando las cinco hermanas entonan los maitines, el oficio nocturno que la Iglesia Católica reza entre la medianoche y el amanecer. Tras la meditación también celebran laudes, la oración de la mañana, y participan de la eucaristía.
«Sin oración no hay entrega a los demás», mantiene una de ellas. Justo entonces se reparten el trabajo: la cocina y la limpieza, las visitas a las familias y a los enfermos, el cuidado de niños, la catequización… Rosario en mano, porque lo consideran una valiosa arma contra el desánimo, recorren Murcia.
Solo hay una cosa que jamás harían: las misioneras de la Caridad nunca piden limosna. Aunque, como es lógico, la aceptan de buen grado pues es su única vía de ingresos. Porque tampoco solicitan ni reciben subvención pública alguna. De hecho, cuando en Sanidad supieron que abrirían un comedor, les advirtieron de que cualquier entidad que perciba subvenciones tiene que disponer de un cocinero titulado. «No reciben ninguna», les advirtió el padre Tomás, ya convertido en su capellán. «¿Y me quiere explicar cómo pagan la luz y el agua, los recibos, la comida…?», le espetó la funcionaria. «Dios provee», suspiró el sacerdote. Y las hermanas cocinaron.
La misma expresión emplea la superiora cuando uno se interesa, porque casi solo acepta una pregunta, por las necesidades del centro. «No pedimos nada. Dios proveerá», se limita a decir mientras esquiva la cámara fotográfica. «Lo importante no son las fotos sino los pobres», parece recordarse a sí misma. Y desaparece tras una puerta donde, en un simple folio impreso, se lee la inscripción: ‘Clausura’.
Una gota de sangre de Teresa
La tarde se centra en la casa de acogida en torno a la adoración del Santísimo Sacramento. El sagrario ocupa un lugar privilegiado en la pequeña capilla, cuyas ventanas dan al patio donde corretean una docena de niños. En un esquina, una imagen de la Virgen de Fátima. En la otra, la talla de la Madre Teresa, una escultura que muestra a la religiosa sentada en el suelo y orando, ya adornada con flores tras su santificación. Sobre una estantería diminuta un relicario atesora una gota de sangre de la santa, cuyo retrato llena las paredes del pasillo que conduce al comedor: cuatro mesas y sillas rústicas, pero dignas. En la pared, el cuadro del ‘shemá’, una de las principales plegarias de la religión judía. Los suelos brillan como las ollas que borbotean en la cocina y aromatizan toda la casa.
En las habitaciones del primer piso residen mujeres con algún problema, a veces con sus hijos. También colaboran con la comunidad y comen con los voluntarios, que en gran número acuden cada día a este rincón de Murcia. «Quien entra en esta casa siente un gran amor. La sonrisa de las hermanas cura muchas heridas», asegura Jaime Palao, un seminarista al que enviaron al centro durante un curso todos los viernes y que ha mantenido la relación con la comunidad.
Descubrir las ocupaciones exactas de la orden en Murcia resulta complicado. Porque aseguran que no necesitan publicidad, pues «hacemos lo que tenemos que hacer». Eso mismo le advirtió a Virtudes Hernández su hija, una de las dos religiosas murcianas que viven en el centro. «Cuando llegaba a casa yo le decía: ¿Pero de dónde vienes? Y me contestaba: ‘Vengo de hacer lo que tengo que hacer’ No me decía nada más», recuerda Virtudes.
De maestra a monja
La joven tenía entonces solo 22 años y su madre la recuerda como «una chica de mundo, tenía novio, estaba trabajando… En absoluto podíamos imaginar eso». Pero había descubierto su vocación por los pobres en la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney (Australia) en 2008, durante un encuentro con Kiko Argüello, fundador del Camino Neocatecumenal.
La otra hija de la Caridad murciana es Natalia. Maestra de profesión, tenía 29 años cuanto se convirtió en misionera el 8 de septiembre de 2014. En su caso, la vocación fue lenta. Desde casi una década antes sentía el deseo de convertirse en religiosa. Incluso visitó algunas congregaciones. Cierto día la invitaron a una misa con las hermanas de la Madre Teresa y, desde ese instante, la misionera aparecía siempre en su camino, a veces en forma de imágenes, otras de frases, de testimonios.
Hasta que alguien le regaló un ejemplar del libro ‘Ven, sé mi luz’, la obra que recopila las cartas que la religiosa escribió a sus más íntimos confidentes durante 60 años. Y Natalia respondió a la llamada. Como su compañera, no concede entrevistas. Pero su hermana Gemma García reconoce que «para mí ha sido un ejemplo de valentía, fortaleza y seguridad. A mis padres, su testimonio los ha acercado a la Iglesia y a algunos amigos los ha hecho plantearse muchas cosas».
Las misioneras de la Caridad también ayudan a otras mujeres que ejercen la prostitución en las afueras de la ciudad, organizan campamentos de verano para niños y retiros espirituales para jóvenes y adultos. A los tradicionales votos de pobreza, obediencia y castidad, estas misioneras suman un cuarto: «servicio a los más pobres entre los pobres».
En la actualidad, la orden cuenta con 758 casas de acogida -en España solo en Madrid, Barcelona, Sabadell y Murcia- donde se reparten unas 5.000 misioneras, junto a los varios miles de voluntarios que colaboran con este carisma presente en 139 países. Y todo comenzó, más allá de la India, en la humilde casita parroquial que un cura murciano le cedió a la Madre Teresa sin imaginar siquiera en qué se convertiría aquella frágil mujer.
Fuente: http://www.laverdad.es/