POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Bajaba el otro día con mi Compadre, el Sr. Bellette, por una vereda medio cerrada que lleva del cargadero de la Silla del Rey hasta la Peña Lisa, cruzando el bosquecillo de Los Tobarejos, que caí en la cuenta de lo mucho que sangran algunos pobres pinos allí pasmados. Crecidos a la vera de camino, han tirado un fuste descomunal que les permite subir hasta el último piso de aquella ladera, ese mismo donde el sol calienta las copas y el aire azota las acículas más finas para que el muérdago parasitario tenga más difícil el tránsito. Finos y anaranjados, tersos y parcialmente arrugados, los jóvenes árboles se acunan unos a otros hasta conformar una marcialidad que ya hubieran querido las legiones romanas que alguna vez asomaron en la distancia. Susurrando silbidos a quien por allí transita, los pinatos y pinos madre acostumbran a mostrar la vereda por la que pasa el corzo descarriado, el jabalí menesteroso, la raposa ágil y ávida y algún que otro tejón mosqueado con la acritud del rastro dejado por esas despreocupadas garduñas. Cerrados en un bosque primigenio, los pinos articulan una sociedad vivida por una plétora de paisanos sin temor a que nada perturbe un orden natural que, a decir de David Hume, con tanta dificultad percibimos.
Para su desgracia, la transformación del bosque en cultivo perpetrada en los últimos siglos ha convertido a aquellos paisanos de largo talle y poblada coronilla en objeto de explotación comercial masiva, tornando cada bosquecillo en mata y los viejos y jóvenes árboles, en activos económicos dignos de ser comercializados. Así, en los periodos de extracción de los sobredichos activos, los paisanos encargados de sacar los pinos de su raíz vienen empleando todo tipo de maquinaria agreste y descomunal, gigantes de brutal quijada capaz de romper el lomo al pino que se tercie, por más que lleve allí plantado un par de siglos. El caso es que, moviendo esos mostrencos metálicos de un lado a otro, los pinos que flanquean el camino se llevan no pocos porrazos, empellones, rozaduras y agresiones que cercenan su áspera corteza, dejando la carne viva por donde fluye la savia divina de verde e intenso amargor.
En ese pasaje, digo, una apretada compañía de aquellos esforzados infantes heridos en un combate que ni les va ni les viene se desangran lentamente, atrayendo sobre su penar una marabunta de bestias diminutas y voraces, hambrientas de la dulzura infinita que esconden los pinos de Valsaín en su interior. Aquella sangre lamentablemente derramada pende de un lento hilo que se arrastra por la albura tierna y jugosa en sangría incólume para aquellos paseantes que apenas gastan un segundo en sortear el intervalo debido al cruzar de esta trocha hacia aquel cuartel anónimo. Un servidor, que no pierde ripio de lo que rodea cada paso dado por semejante paraíso, no deja de lamentar ese lánguido palpitar con que se escapa la vida de los hermanos y hermanas que constituyen el bosque.
Y apoyado en un tocón seco y pétreo en el bajío de Barros Fuertes, no dejo de pensar en esa rima disonante que me rodea, en lo mucho que parece gustar a mis paisanos eso de desangrarse por heridas abiertas al tuntún para las que no parece haber cura real o imaginable. En ese sentido, la historia patria, repleta de moratones, tajos y hemorragias imposibles, no encuentra quienes sean capaces de enmendar el dolor que la pérdida nos implica. Horribles guerras perdidas o ganadas, ya me dirán qué importarán en el presente, acompañan el debate eterno de una discusión política que no parece terminar. Incapaces de cumplir con el respeto por los paisanos caídos, asesinados, ajusticiados o simplemente muertos por la sinrazón de aquellos que no entendieron el respeto por el interés común, nuestro presente acondiciona una circunstancia nada halagüeña para los que pretendemos una historia como tal, no ese relato politizado con que acompañar, una vez más, la defensa de posiciones privilegiadas. Metidos en leyes infames que pretenden hacer de la concordia una herramienta para enfangar aún más un pasado irresoluto, los historiadores luchamos por cerrar esa herida que nos impide debatir sobre argumentos, hechos y fuentes primarias, dejando los sentimientos para otro tipo de discusión siempre evitable e innecesaria. La Guerra Civil, el Franquismo, la Segunda República o la Transición a la Democracia deben ser afrontados, queridos lectores, desde la necesidad de conocimiento y comprensión, alejando las conexiones entre causas y consecuencias tan solapadamente ubicadas durante tanto tiempo, de modo que la interpretación parcial e interesada defina un posicionamiento político difícilmente comprensible. Harto como estoy de politicastros estableciendo baremos de democratización, efemérides reseñables, hechos históricos escondidos u olvidados, justos y miserables, asesinos y asesinados, cementerios y fosas, no dejo de pensar en lo poco que tiene de sano este manoseo baboso y execrable con que afrontamos el conocimiento del pasado. Nacionalismos, fascismos, marxismos y catolicismos varios no son más que contextos idealistas empeñados en hacer ver el presente con un tono caduco y rancio de imposible asunción venidera. Si con algo han conseguido los seres humanos el progreso ha sido con la reconciliación verdadera nacida de la comprensión mutua y de la aceptación de que el crimen debe ser resuelto, el criminal castigado y la circunstancia puesta a debate, estudio y comprensión en el proceso educativo y formativo de los individuos. Nada más complejo, créanme, que tratar de explicar a un estudiante foráneo las causas de la guerra civil, la pervivencia del franquismo sociológico, el fracaso de la democracia en los años treinta, la asunción de la monarquía, la transversalidad del catolicismo social o la persistencia de la corrupción política en el modelo y sistema que sea.
Ante todo ello, ante el murallón presente e insuperable al que se enfrenta uno en cada proceso docente, nada peor ni más melifluo que esa herida en constante sangrado y alimentada por la perversión de unos, la incapacidad de otros y la indiferencia constante y persistente de una sociedad abocada a esa rima perenne de Mark Twain a la que tantas veces aludo y de la que no veo manera de poder escapar.