POR JUAN INFANTE MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE VALDEPEÑAS DE JAÉN (JAÉN)
Corría el verano de 1.952 cuando unos muchachos que jugaban en la plaza del pueblo recogieron un nido de jilgueros que había caído de un árbol, y lo subieron a la torre del ayuntamiento para que los «padres» pudieran continuar alimentándolos. Poco a poco, los jilgueros siguieron creciendo y abandonando el nido; todos, menos uno, que fue entregado a un maestro barbero, Gregorio Lendínez, apodado «Gregorete».
“Gregorete” ató a la jilguera a un cimbel, y así, en semilibertad, revoloteaba por la barbería. A veces, la soltaba; y fue en una de estas ocasiones cuando, aprovechando que la puerta permanecía abierta, la jilguera se escapó. Poco a poco fue apareciendo el frío que anuncia el crudo invierno valdepeñero, y Baltasar Infante Morales, sastre de cincuenta y ocho años de edad, que veía revolotear por el balcón de su sastrería a la jilguera, sintió pena de que tuviera que dormir en la calle y encargó a su hijo que le tendiera una trampa, y la capturaron. “Gregorete”, cuando conoció el hecho, dijo a Baltasar que se podía quedar con la jilguera.
Tras permanecer un corto período de tiempo enjaulada, un día que el sol brillaba, el sastre Baltasar, dejó en libertad a la jilguera y esperó, con emoción, su regreso. Trascurrieron varios días y cuando se había hecho a la idea de que la jilguera ya no volvería, escuchó un canto que le era familiar: la jilguera volvía a su hogar, ante la alegría del sastre y de sus aprendizas.
Desde ese momento, la jilguera entraba y salía de la sastrería a su antojo, revoloteaba por la estancia, se posaba en los cuadros, en el hombro de su amigo, en la mesa de corte… Baltasar -que mantenía largas conversaciones con ella- le recriminaba el que se acercara tanto a las tijeras, mientras cortaba, por miedo a herirla.
Así fue transcurriendo el invierno, con sus continuas entradas y salidas de la sastrería. A veces, cuando volvía y encontraba la puerta cerrada, cantaba apoyada en el balcón, llegando, incluso, a picotear en los cristales cuando no era escuchada. Por las noches solía dormir agarrada a los cables de la luz o en alguna viga del techo.
En la primavera de 1.953, la jilguera cambió sus hábitos de entradas y salidas. Las noches las pasaba fuera y, a lo largo del día, hacía diez o quince visitas a su amigo.
La jilguera se hizo popular en Valdepeñas, y su historia era muy conocida en el pueblo; por esta razón, era bastante frecuente ver a grupos de valdepeñeros, junto a la puerta del sastre, observando sus entradas y salidas. La jilguera, sin inmutarse, se posaba y cantaba en la pequeña palometa que el bueno de Baltasar había instalado en la fachada, junto al balcón, donde nunca faltaba agua ni alpiste.
No había finalizado aún la primavera, cuando un día la jilguera no volvió. La tristeza invadió la sastrería. Todos creyeron que había caído en alguna trampa, o que algún cazador había terminado con su vida. Todos, menos el sastre, que -como buen cazador- sabía que era la época de celo.
Al cabo de unos días la jilguera volvió de nuevo, y la alegría se instaló en la sastrería. Oficialas y aprendizas volvieron a sonreír. La jilguera volvía de su «luna de miel», acompañada por un bello jilguero, que, aunque al principio prefirió esperar, apoyado en los cables de la luz, más tarde también entró dentro de la sastrería, y, junto a la jilguera, picoteó del apiste que Baltasar les ofreció, marchándose a continuación.
Así permanecieron durante bastantes días, hasta que de -nuevo- los jilgueros dejaron de visitar la sastrería.
Había transcurrido ya un mes desde su última visita, y Baltasar empezó a aceptar que hubiese ocurrido lo peor. Cuando había perdido ya toda esperanza de volver a ver a sus amigos, estos, nuevamente, se volvieron a presentar; pero, además, ¡acompañados de cuatro lindos jilguerillos! Eran sus primeras crías. La pareja había esperado a que sus hijos pudieran volar para poder presentárselos a Baltasar.
La sastrería fue toda una fiesta. La jilguera, decidida, entró la primera; el jilguero, ya sin titubear, después; los jilguerillos, tras descansar unos momentos en la reja de una casa cercana, a continuación.
Durante ese verano de 1.953 la jilguera seguía visitando diariamente a su amigo; a veces, sola; otras, acompañada por sus hijos. El que ya nunca más volvió fue el jilguero, que, probablemente, caería preso en alguna red o liria, o moriría en alguna trampa.
En una de las frecuentes visitas que, por motivos profesionales, realizaba a Valdepeñas el viajante de comercio, Francisco Tamayo, conoció la noticia y envió una carta al prestigioso diario madrileño «ABC», en la que -bajo el título de «Una jilguera encuentra piso»- narraba los hechos con gran acierto. El periodista Enrique Llovet (que en estas fechas escribía la columna «Mirador», en el citado diario) escribió un artículo titulado «Los jilgueros de Valdepeñas», en el que -entre otras cosas- afirmaba que «en Valdepeñas, una jilguerilla se ha presentado en la casa del sastre que le dio libertad con su esposo y sus hijos, y en ese lugar come todos los días, y, luego, vuelve al campo o a la sierra».
Podemos considerar que Llovet, con este artículo, inició una campaña informativa sobre los jilgueros, que hizo que esta sencilla historia de amistad entre el sastre y la jilguerilla fuese conocida en todos los rincones de nuestro país, traspasando nuestras fronteras, al ser recogida por los teletipos de los diarios de no pocos países del mundo. Enrique Llovet, en su artículo, y con gran galanura, hizo un llamamiento a los poetas españoles para que visitaran el lugar del suceso y dejaran en Valdepeñas, al pie del balcón del sastre de los jilgueros, la «gran Cruz de Alfonso X «el Sabio», y si eso no era posible por razones administrativas, una buena corona de sonetos al jilguero leal». Tuvo un lapsus, que no resta por ello delicadeza ni ternura al artículo. Fue el que el comentarista habló de un «manchego fino», que recogió a un jilguerillo y lo albergó en su casa de Valdepeñas, hasta que el humilde pájaro desapareció entre «el azul admirable de Castilla la Nueva».
He aquí que sale al paso de este comentario una carta abierta, publicada igualmente en “ABC” por el joven abogado valdepeñero -y entonces, estudiante de periodismo- José Ibáñez Fantony en la que, de forma discreta y amable, y llena de ingenio, concretó que en el artículo de Llovet hubo un error, y que el suceso ocurrió en «una tierra de azules montañas y riachuelos numerosos, en donde apagaron su sed, camino de Granada, los soldados imperiales de los Católicos Reyes, y no en aquella otra, también ilustre, de Valdepeñas, la llana y ancha como el corazón del Quijote».
Esta carta concluía con delicadas y respetuosas frases para Llovet, quien rápidamente, y también en su columna «Mirador», rectificó con un artículo titulado: ¡Cuidado, de Valdepeñas de Jaén y no de la Mancha!
Lo cierto es que este llamamiento de Enrique Llovet a los poetas de España no cayó en el vacío, y el reto fue aceptado por la prestigiosa agrupación de poetas «Alforjas para la poesía» que, capitaneada por su fundador y director, Conrado Blanco, visitó Valdepeñas de Jaén, en 1953, y el Ayuntamiento inició los trámites para el cambio de nombre del pueblo, de Valdepeñas de Jaén a Valdepeñas de los Jilgueros.
(El resto del artículo puede leerse en el Programa de la Feria y Fiestas del Cristo de Chircales 2023, editado por el Ayuntamiento Valdepeñas de Jaén)