POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
A veces un apellido no es más que una máscara. Catalina, la hija de Constanza, nieta del rey Pedro de Castilla, era una castellana vestida en Inglaterra para retomar lo que les habían arrebatado aquellos medio hermanos usurpadores. Con tan solo quitar un poco el velo del relato histórico, uno acaba por comprenderlo todo.
ARTÍCULO:
Es común que la gente tienda a valorarse según la trascendencia de su nombre. El apellido o apelativo familiar procura un juicio previo para el que no existe escapatoria. Según qué circunstancias envuelvan la historia o el relato familiar, la sociedad acaba por poner un puente de plata o un abismo ante el pobre que trata de transitar por la vida con semejante sambenito.
En términos históricos, el apelativo familiar ha sido una suerte o una maldición, según el tiempo que tuvieran los ancestros para enaltecer o enfangar un porvenir ya marcado desde el nacimiento. Sin ir muy lejos, estoy pensando en aquel árbitro cuyo primer apellido era Franco y obligó a los periodistas deportivos a incluir el segundo de sus apelativos, Martínez, para desligar sus dislates futbolísticos de la honra imperecedera con que se daba principio y fin a cualquier decisión tomada por el dictador; en aquel pueblo de la Sagra toledana que se atrevió a llamarse Azaña en plena Guerra Civil, aun cuando hacía referencia a una noria o aceña; en el pueblo Castillo de Matajudíos por degeneración del sustantivo mota o colina hebrea y en Valle de Matamoros, siendo el adjetivo nominal del paraje un recuerdo a los caballeros que, deseosos de cumplir con un juramento ancestral, incluían en su nombre semejante apelativo, aunque no hubieran hecho rasguño alguno al único mauritano con el que se cruzaron a lo largo de su triste vida de querer y no poder.
En general, el apellido o apelativo que acompaña al nombre de uno ha tenido como objetivo diferenciarle de otros más que señalarle o predisponer a la humanidad contra lo que pudiera albergar un individuo así nombrado. A lo largo de la historia, los nombres acompañados por sus apellidos han sido un patrimonio para defender con tanta pasión como el castillo más alto, la vega más rica o el burgo más poblado. En el caso de los reyes, los apellidos que identifican a los monarcas eran tan importantes, tan necesario de ser mantenidos limpios como la patena, que constituían una casa en sí mismos, dando alojamiento a una familia por muy inmensa que esta fuera. No obstante, como cualquier vivienda que se precie, la morada debía ser construida con tiento, metiendo los ladrillos precisos, de modo que permitieses mantener un alojamiento casi perpetuo, por más que alguno de los que ese espacio ocupara se esforzase por derribar los muros de carga.
Por lo que se refiere a la casa construida por los monarcas castellanos, las primeras familias constitutivas del hogar de aquella monarquía empezaron levantando muros con ladrillos de origen astur mezclados con esas piedras duras y secas que acostumbraban a emplearse en los tapiales navarros y aragoneses. Esa mezcla asturleonesa con la mampostería navarroaragonesa generó la casa real de Fernando I, primero de los reyes castellanos. Los hijos de aquel, empeñados en habitar solitos la morada monárquica, intentaron luchar como aquellos inmortales de Christopher Lambert y Sean Connery hasta que sólo quedara uno, cosa que logró hábilmente Alfonso VI, repoblador de nuestra querida Segovia y su hermana, la agreste y rocosa Ávila.
Este monarca de sangre asturleonesa y navarra decidió incluir algún tipo de mortero allende los Pirineos, con tal de que aquella casa tuviera más seguros frente a cualquier intento de derribo. Casando a sus hijas con un par de señores medio flamencos, Alfonso VI introdujo el apellido Borgoña en su prole y, dado que era extraño, extranjero y extravagante, Borgoña se convirtió en la seña de identidad de aquella monarquía entre los siglos XII y XIV, por más que los descendientes de doña Urraca y su Raimundo de Borgoña fueran mezclándose con barceloneses, polacos, navarros, ingleses afrancesados, portugueses, alemanotes de Suabia o franceses de Ponthieu. Esta dinastía Borgoña que había subsumido las llamadas casas de Fernán González y Jimena en el rincón de un gran y diminuto hogar apellidó a los monarcas castellanos hasta el reinado de Pedro I de Castilla y su guerra fratricida contra los condes de Trastámara, sus medio hermanos del diablo.
Lo cierto es que aquel rey llamado cruel por la que fuera su única esposa virtual, Blanca de Borbón, esa que no le dio nada, ni hijos, ni dote, ni apoyo militar frente a la revuelta señorial que hubo de afrontar, acabó feneciendo por mano de su hermanastro en Montiel, uno de los bastardos supervivientes de la ralea que el padre del asesinado, Alfonso XI, había hecho alumbrar a quien no era su esposa, sino amante, Leonor de Guzmán. Esos once bastardos y bastardas instituyeron una falsa familia que habría de copar injustamente el apellido de una dinastía que llegaría a extender su hegemonía hasta inicios del siglo XVIII, cuando el último de aquellos bastardos maquillados dobló la servilleta incapaz de generar descendencia, dada la constante consanguineidad con que sus ancestros habían tratado de purificar una sangre cada vez más débil e incapaz.
Aquellos llamados Trastámara eran, en realidad, una rama secundaria o bastarda de los Borgoña castellanos. La victoria de su apellido en la pugna por la corona, eclosionada con el fratricidio citado de Montiel en 1369, hizo que la monarquía castellana cambiara de casa nominalmente. Desde Enrique II, los reyes de Castilla y León dejaron de ser Borgoña para ser conocidos por el apelativo Trastámara que llegaría hasta el momento en que doña Juana parió un vástago borgoñón con otro apellido más rimbombante, aunque fuera del mismo percal.
De hecho, los Trastámara, como ya he dicho, no dejaron nunca de ser Borgoña. Por su parte, los pocos Borgoña que sobrevivieron a la limpieza llevada a cabo por los bastardos coronados, no dejaron de creer en sus derechos dinásticos, por mucho que los descendientes de Enrique II colmaran de mercedes, regalos, donaciones y exenciones a cuanto privilegiado y poderoso señor campase por esa Castilla aún en llamas. Constanza de Borgoña, hija del asesinado Pedro I de Castilla, había logrado escapar de la predicha limpieza familiar, yendo al territorio enemigo de sus primos, los Borgoña en minúscula que reinaban en Castilla. Alojada por sus aliados en el conflicto europeo, acabó Constanza por casar con el hijo del rey Eduardo III de Inglaterra, el infante Juan de Gante, más conocido por el principal de sus títulos, el ducado de Lancaster, que además daba lustre a su casa y apelativo. Esta Constanza casada con el de Lancaster trajo al mundo una princesa de porte exagerado, rubicundas mejillas y cierto mal carácter, quizás propio del abuelo degollado en la tienda de un hermanastro traidor. Bautizada como Catalina o Katherine of Lancaster, aquella chiquilla tan grande como un armario ropero nunca olvidó que, debajo del ropaje inglés, dormía un apellido castellano de origen flamenco.
Convencida Katherine de que su futuro se escribía con Catalina Borgoña singular, impuso la fuerza del abrigo Lancaster para pujar por los derechos hereditarios de aquella corona en manos de una rama secundaria de su propia familia. Los Borgoña en minúscula de Trastámara debieron comprender que cierta debilidad podría acabar echándoles de aquella monarquía casi al tiempo de haber llegado o que las alianzas internacionales entre Inglaterra y Portugal podían llevar al traste cualquier futuro posible. O que, en un plano más material, empezara a circular ese oro que tan bien ablanda las lealtades internas de una aristocracia convencida de socavar los cimientos de esa morada con tanta dificultad construida.
Sea como fuere, Juan I y su cámara llegaron a un acuerdo que finalizara con los requerimientos y reclamaciones de los que se suponía dueños de la legitimidad monárquica. El tratado, firmado en 1388 en la bella ciudad de Bayona, ponía fin a la disputa, agotando cualquier camino que los verdaderos Borgoña pudieran plantear. Catalina, abandonado el Katherine para siempre, casó con el infante Enrique de Castilla, recibiendo ambos el título de príncipes de Asturias, por primera vez como herederos al trono castellano. Aquel, que llegaría a ser conocido como Enrique III desde que su señor padre la palmara en Alcalá de Henares hacia 1390, sepultó el Borgoña de su esposa en un sucinto Lancaster, apellido falso éste que acabaría por esconder lo que la realidad de aquel tratado de Bayona había construido. En efecto, los Trastámara, Borgoña de segunda línea, habían cruzado su camino con el Borgoña de primeras para generar una línea de primos segundos, fruto del enlace pergeñado entre los nietos de dos hermanos o, siendo justos, medio hermanos.
El citado tratado de 1388 entregaba a los Lancaster o, mejor aún, Plantagenet un estipendio de 600.000 francos de oro, más de cien millones de euros al cambio del oro actual, con tal de que cerraran la boca de una vez respecto a los derechos dinásticos. Por otra parte, exigían los Lancaster en el acuerdo la liberación del resto de hijos naturales reconocidos de Pedro I, puesto que, como ya he dicho, los Trastámara trataron de limpiar todo el reino de vestigio alguno de Borgoña que pudiera competir por la corona con el apoyo adecuado. Este punto no llegaría a concretarse finalmente, puesto que Juan de Castilla, hijo de Juana de Castro, aquella moza castellana con la que Pedro I se casó en la iglesia de San Martín en Cuéllar hacia 1354, estando aún casado con Blanca de Borbón; permaneció, digo, encerrado en Soria hasta su fallecimiento en 1405.
Siguiendo, pues en Segovia, aquella gigantona inglesa hija de la burgalesa Constanza Borgoña de Castilla, tomó cariño a la ciudad, más aún cuando su marido tuvo la absurda idea de morir en 1406 a los veintisiete años. Regente de su hijo, el rey Juan II, repartió la gestión de la corona con su cuñado, el infante de Antequera, Fernando de Trastámara, hasta que éste tuvo de marchar a coronarse rey de Aragón tras el compromiso de Caspe de 1412. En esos años de regencia, Catalina de Lancaster, de Borgoña y de Plantagenet, que todo eso cabía debajo de tamaña toca, tomó decisiones que habrían de alterar de forma significativa el panorama segoviano. En primer lugar, la regente tuvo la feliz idea de favorecer la segregación de los judíos segovianos, más castellanos que ella, por cierto, siguiendo las costumbres infames de los ingleses pretéritos. Haciéndoles perder su sinagoga mayor con un infundio que merecerá ser analizado en otra ocasión, la presión étnica y religiosa sobre aquellos terminó por encerrarlos en una judería ya menos que aljama, dando pie a un proceso que acabaría por expulsar de Segovia y Castilla a una comunidad entera básica para comprender el sentido de lo que hoy intentamos ser los descendientes de aquel dislate.
Llegada a su casa, el Alcázar real, debió pensar que aquello se le quedaba algo pequeño y un tanto anticuado en comparación con lo que fuese costumbre en su Leicester natal. Segura de necesitar más espacio, Catalina de Lancaster acometió el ensanche del castillo, ampliando lateralmente hacia el límite de la risca que, al parecer de la reforma, había quedado a unos pocos metros del muro exterior sobre el Eresma en la edificación original. La actual sala de la Galera, donde el Maestro Carlos Muñoz de Pablos regaló a la posteridad el mural de la coronación de Isabel de Castilla, la más afamada de las Borgoña-Trastámara descendientes de Catalina, apareció en aquel reinado por arte de birlibirloque, según puede apreciarse en el muro interior decorado con esgrafiado exterior, además de las bellas ventanucas ajimezadas semejantes a las que ornan la torre de Juan II, hijo de la abuela y padre de la nieta. Saliendo de la sala regalada por la regente inglesa bajo la incesante mirada muerta de una plétora de espectadores sin ojos, se llega a la impactante sala de las piñas, seguramente estancias privadas de esa reina gobernadora. Enamorada de las divisas o símbolos singulares de las casas aristocráticas, puestas de moda en Inglaterra e importado a Castilla por la referida, llenó el techo de esa magnífica sala con piñas colgantes, divisa elegida por la reina para identificar su casa, al mismo tiempo que se otorgaba a su esposo el pobre cíngulo franciscano que puede apreciarse en la no menos espectacular sala del cordón.
Pasados aquellos años de gobierno y descontrol, de persecuciones y reformas de casas, hogares, dinastías, divisas y castillos, Catalina de Lancaster, más Borgoña que Trastámara y más reina que regente, acabó por rendir cuentas de su vida en Valladolid, el 2 de junio de 1418, enferma de perlesía, quizás asociada a su envergadura extemporánea. Un año más tarde, su cuerpo entiendo que embalsamado acabó por descansar en la llamada capilla de los Reyes Nuevos, por eso de la línea Borgoña secundaria que ella cerró, muy cerca de donde yacía quien había sido su esposo y padre de sus tres vástagos, el que habría de ser rey Juan II nada más fallecer la regente, y sus hijas María de Castilla, futura reina de Aragón, y Catalina de Castilla, mujer de Enrique de Trastámara, uno de los llamados Infantes de Aragón, aquel que la palmó en la batalla de Olmedo de 1445, cuando el condestable de Castilla, Álvaro de Luna, tuvo la feliz idea de incautarse de las rentas del otro infante, Juan de Aragón, señor padre del Rey Católico, levantando una polvareda que habría de ensuciar la política peninsular durante medio siglo.
Aunque aquellos lodos y los polvos que los precedieron, queridos lectores, serán pasto de otro artículo en este centenario periódico.