POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS).
Cuando viajamos por España, por esa España nuestra que tiene su marca europea en los Pirineos y se abre extendiéndose allende los mares por tres continentes, descubrimos una variedad insólita en sus paisajes, en sus habitantes, en sus culturas.
Y es en esa multiplicidad formal, en ese mosaico de pueblos, en donde nace una manera de hacer y comportarse. Pero aquí y ahora no vamos a teorizar sobre la Cultura Hispánica. sí, así con mayúsculas, pues ésta es tan compleja que su conocimiento total está por encima de las posibilidades de este artículo, pero podemos intentar un acercamiento a ella basándonos en su arquitectura, a la que los griegos, no en vano, llamaron la primera de entre todas las artes. Llegados a este párrafo se preguntará el lector ¿qué tiene que ver lo blanco con todo lo anteriormente manifestado? Pues vamos a ver si somos capaces de explicarlo.
Lo blanco, es decir, el uso del blanqueo o de la cal, si ustedes lo prefieren, en la arquitectura popular ¿a qué obedece? ¿qué zonas ocupa? ¿por qué ha sobrevivido a modas y siglos? Y así nos podríamos hacer mil preguntas más. Pues bien, he aquí las conclusiones a las que hemos llegado: podemos separar dos tipos de arquitectura española o hispana: Una a base de piedra (sillería o no) al norte del País. Es decir, las tierras de Galicia, Asturias, Vasconia, Navarra, León, La Rioja y ambas Castillas, aunque la región manchega sea otra cosa. Y la otra, al sur de Despeñaperros que ocupa con creces Andalucía y Levante, así como buena parte de Aragón, exceptuando las tierras pirenaicas y bajo-pirenaicas en donde por motivos climatológicos el sillar se hace de nuevo presente. Las Extremaduras y La Mancha, en donde el verdadero protagonista arquitectónico es lo blanco.
Hay una tercera zona en donde la arquitectura es un híbrido entre la piedra y la cal, nos referimos a gran parte de Cataluña y Baleares. Corresponde la primera a zonas de abundantes canteras y ese factor es, sin duda alguna, algo que hay que tener en cuenta, no dejando a un lado su clima, que da al cielo ese color grisáceo plomizo, como si de un manto de cenizas se tratara. Tal vez, no estaría de más recordar que fueron eternos campos de batallas durante los largos años de La Reconquista. Quizá por todo ello, podemos apreciar un gusto por las edificaciones extremadamente cerradas, de grandes portones y con un alusivo carácter de fortaleza.
¿La piedra hizo al hombre o por el contrario el hombre hizo a la piedra? Ese es un enigma más entre tantos por desvelar, pues el carácter de los españoles de esa zona es excesivamente introvertido, aunque de fuertes y nobles sentimientos, dotados de enormes convicciones éticas y morales. Así pues, podríamos afirmar que el hombre es piedra, pues la piedra se identifica con el ser de ese hombre del Norte. Pueblos y ciudades oscuras y tristes, melancólicas, preñadas de una monotonía casi total, en donde se dan cita caballeros, damas, doncellas y celestinas. Es una tierra de campanarios coronados por nidos de cigüeñas, de altas tapias grises, de conventos también grises, en donde el susurro es pecado, en donde el tiempo pasa, pero el espíritu y la piedra permanecen.
Esta amplia región se encuentra, en su mayor parte al norte del curso del río Duero, que sirvió de frontera a cristianos y moros durante siglos. Pero poco a poco se extendió hasta llegar al Tajo, dejando bellísimos ejemplos de arquitectura de sillares en las ciudades de Sigüenza (Guadalajara), Cáceres y Toledo, entre otras.
Más en el sur estalla la luz y el color, la incontenible alegría de lo blanco. El uso de la cal es indudablemente herencia y por lo tanto deuda del mundo grecolatino, pero revalorizado por los árabes, como lo son: el zaguán, la azotea, la acequia y tantas cosas más. Corresponde el enjalbegado a una arquitectura hecha a base de ladrillos de barro cocido o paredes de tosca mampostería a la que es preciso remozar aplicando esa capa de color alba, en la que el sol de mediodía se estrella precipitándose, desde lo más alto, como en un abismo sin fin.
Es la España creada para la paz de las huertas, la tranquilidad de los jardines, el sosiego de las plazas. Es la España, al término, arrebatada al moro y que tal vez jamás hemos llegado a comprender. Y es de esa España nueva de donde nos llegan nuestros primeros fundadores y colonizadores, levantando un pequeño fortín junto a un río, cerca de dos poblaciones antiguas llamadas en lengua aborigen: Tara y Cendro. Junto al núcleo urbano fundacional de Telde está Santa María La Antigua, en un altozano.
Sus humildes casas son al igual que las de Moguer, Carmona, Écija o cualquier ciudad del Al-Ándalus, blancas. Casas enjalbegadas que dan a calles estrechas, zigzagueantes y tortuosas, con rincones llenos de duendes, pues así lo quiso su Católica Majestad la Reina de Castilla al ordenar que allí se facieran las casas como en mi ciudad de Sevilla.
De esta manera lo blanco fue transportado a la mítica Tamarán, nombre inventado por los canariólogos para topónimo aborigen de Gran Canaria entonces: y en ella afincó como antes en otros lugares de la Bética y algo más tarde en el Nuevo Mundo. Por ello, hoy podemos asistir a esa magnífica puesta en escena del Arte Popular que es el Barrio de San Francisco de Telde, recinto museístico, santuario de antaño, trozos de cal blanca. Barrio que es lo blanco por excelencia, porque el blanco es símbolo imperecedero de sus calles, de sus plazas, de sus tapias y de sus gentes, gentes de paz.
FUENTE: https://www.teldeactualidad.com/articulo/geografia/2021/02/03/300.html