POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
La plaza de Santa Clara es uno de los pocos rincones que conserva el sabor y el buen gusto de la arquitectura tradicional de Montijo. Sus rejas salientes, portadas de granito, miradores, escudos nobiliarios de las familias Solís y Figueroa, retablos cerámicos y cruces de forja, nos hablan de una conservación y restauración muy acertada.
A ella afloran, o de ella parten calles antiguas: Santa Ana, antes del Miradero. Calleja a la calle de Arriba, hoy Álvarez Quintero. Atrás, hoy Esteban Amaya. Acinco, hoy Hernán Cortés, y Peñas. Calles insertadas dentro del casco histórico de Montijo, rastreadas por la memoria de los tiempos, de lo que fueron, de lo que han sido; testigos de tantos acontecimientos.
En la calle Peñas, en ese entorno, fijó lugar y residencia una comunidad de judíos artesanos y mercaderes. Un sencillo azulejo evoca y recuerda su judería, bajo tiempos que dicen fueron de concordia y convivencia. En la calle de Atrás ofrecieron sus negocios, oficios y quehaceres el ultramarino de Antonio Serrano.
La consulta del médico Lucas Rodilla Picón, que fue alcalde. La droguería de Juana González Concepción. El taller de la costurera Avelina Fernández. La sastrería de Juan Gragera. La peluquería de Herminia Ríos, que hacía a las clientas la permanente de caracolillo a base de bigudíes con pinzas y vapor; con ella vivía su hermano Francisco Ríos que era taxista. La oficina del Banco Hispano Americano. La tienda de telas de Petra y Máxima Domínguez. La señora Patrocinio que daba clases de dibujo y pintura y la albardonería de Juan Durán.
Accediendo a la plaza de Santa Clara por la mencionada calle de Atrás, que también se llamó calle Sevilla y hoy Esteban Amaya , se sitúa, de frente, el convento de Nuestro Señor del Pasmo, levantado sobre una casa legada por la beata Marina Sánchez, en la entonces calle del Miradero cuando transcurrían la penúltima década del siglo dieciséis .
Convento en el que ejercitan la clausura y la vida contemplativa, las religiosas clarisas franciscanas, seguidoras de la regla y carisma de Santa Clara, de ahí el nombre de la plaza, conocida también como “Plazuela de las monjas”. En ella vivieron, entre otras, las familias, Tejeda, Alía, Rodríguez y Molano. Tomás Gragera Rodríguez , en la esquina de la calle Santa Ana, tuvo tienda de coloniales, embutidos y quesos, y muy cerca del rincón hacia la calle Acinco, desde el año 1952, la imprenta de Juan Torres, en los bajos de la casa hoy número 5, donde en la planta superior tuvo escuela el párroco de San Pedro Apóstol, don José Zambrano Blanco.
Una imprenta cuidada apasionadamente. Santuario y templo de Gutenberg. La única que entonces había en Montijo y su comarca. Antes de la de Torres, que conozcamos, tuvieron establecimientos las de Izquierdo, Millán y Parejo . En ella faenaron durante años Juan Torres y dos empleados, Antonio García Zamora y Miguel Rivadeneyra Rojas. Después quedaron al frente del negocio Juan y su hija Pepa.
Padre e hija trabajaron imprimiendo los quehaceres de la vida; talonarios, tarjetas de visita, facturas, cartas, albaranes, invitaciones de boda, estampas para la primera comunión. Sobres, recordatorios, revistas, programas, convocatorias… compuesto todo a mano, bajo el arte y oficio de la tipografía. Juntaban y ordenaban, formaban las palabras, líneas, textos y páginas, para imprimirlo luego todo sobre el papel.
En los chibaletes, entre los cajetines y las cajas, a golpe de componedor y pinza, iban ordenando los tipos móviles, puntos y cíceros. Caracteres, capitulares, redondas, cursivas y negrillas. Interlíneas, imposiciones, filetes y lingotes. Las ramas, las enceradas cuerdas que amarraban el plomo de las galeras, los galerines, las resmas de papel. La implacable “guillotina” que cortaba bajo presión, papel y cartón, casi a decreto de Robespierre.
A su puerta nos asomábamos con afán de curiosear, los que por entonces atravesábamos la plaza en busca de la escuela del maestro Julián Guzmán en la calle de Santa Ana. Allí escuchábamos el sonido del vaivén de la máquina impresora Heidelberg, pliego va, pliego viene. El olor de la tinta fresca sobre el rodillo y el higiénico trabajo de limpieza de la bruza. Mientras, Juan Torres, ajeno a nuestra indiscreta presencia, observaba con especial atención, el espaciado y la justificación de una prueba.
A la imprenta Torres le llegó la hora de poner el candado en sus chibaletes, de apagar las máquinas y dejar el componedor y la pinza. Con melancolía y tristeza padre e hija dejaron el gratificante oficio de la tipografía. Dejaron su pié editorial: Imprenta Torres. Les había llegado la hora.
Ocurrió en plena Transición política, en el año 1978, casi tocando el prólogo de la invasión de las tecnologías, de la impresión offset, la composición digital y la electrónica. Antes de que el poderoso Bill Gates cantara un responso sobre el invento gutenberguiano.
Juan Torres, alternó el componedor y la pinza de su imprenta con el séptimo arte, con el invento de Lumiere, ya que en sociedad con su hermano José, dirigieron el “Teatro Calderón ”, que les dejó su tío Álvaro Torres Rodas (1886-1940), y el cine de verano “La Concha”, pero eso es otra historia.
En la memoria de la imprenta Torres, afirmamos que todas las tristezas y melancolías se pueden soportar si las convertimos en las palabras de un relato y con ellas, contamos una historia.