POR EDUARDO JUAREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE LA GRANJA DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Que me gusta trastear entre papel polvoriento y pergamino seco no es novedad. Tampoco que lo suela hacer con amigos apasionados por recuperar la memoria del pasado. Largas horas he gastado con Fermín de los Reyes o Julia Montalvillo en el torreón desmochado del castillo de Cuéllar; con el Maestro Manolo Ladero Quesada en el Archivo Catedralicio de Segovia; con el paleógrafo universal, José Miguel López Villalba, en el Archivo Diocesano de nuestra capital, siempre a las órdenes atentas de Mar Peñas; o con Diego Navarro Bonilla, calígrafo global, en todos los fondos documentales y bibliográficos imaginables. Sin embargo, en el Archivo Histórico Municipal de Real Sitio suelo viajar entre letra muerta y papel desdeñado en la más silenciosa de las soledades. Hasta hace unos meses, que me encerré una mañana lluviosa con Jaime Hervás a mi vera, tratando de localizar cualquier cosa relacionada con las fiestas patronales y su absoluta dedicación a la búsqueda de viejos cabezudos y aterradores gigantones.
El Ayuntamiento logró recaudar mil setecientas tres pesetas empezando con mil de los presupuestos propios más cinco rubias del propio alcalde
El caso fue que, en lugar de encontrar la documentación deseada, cosa más frecuente de lo que puedan imaginar, me di de bruces con un documento de lo más singular. Datado en San Ildefonso, el 27 de diciembre de 1951, y firmado por el entonces alcalde, Victoriano Illera Gil, presentaba un listado de donaciones vecinales con el fin de participar en el homenaje a la Infanta Isabel de Borbón. Resultaba que, llegado el centenario de su nacimiento, se había constituido una junta que habría de gestionar los fastos en la cuna madrileña de aquella buena mujer.
En suscripción abierta durante un mes, el Ayuntamiento logró recaudar mil setecientas tres pesetas empezando con mil de los presupuestos propios más cinco rubias del propio alcalde. Asociaciones y vecinos diversos, entre los que se hallaba mi señor abuelo, don Agapito Juárez Hervás, acabaron por aportar el resto en un esfuerzo más que encomiable para aquellos terribles años de autarquía colapsada y futuro inexistente. He de suponer que algo parecido ocurrió por todo el país, llegándose a recaudar dinero suficiente para que los Condes de Santa Marta del Babio y Mayalde, alcaldes sucesivos de la capital, convocaran el concurso ganado por Javier García-Lomas, arquitecto, y Gerardo Zaragoza, escultor. Construido el monumento en apenas dos años, fue inaugurado a principios de 1955 en la puerta del Parque del Oeste que da a la calle Quintana, en la vecindad del palacio que habitara la Chata durante sus estancias madrileñas.
Fue entonces, tras discutir largo rato con Jaime Hervás, que caímos en la cuenta de la estatua del Bosquete de la Chata en la entrada del Real Parque. Realizada por Lorenzo Coullaut-Valera entre 1927 y 1928, razón de que éste abriera Villa María Teresa en las cercanías de la primera plazuela del camino de Segovia, supuso un homenaje en vida a la ya anciana infanta, idolatrada por la comunidad veraneante y por la mayoría de lo vecinos de este Real Sitio. Conocida por su alegre presencia cortesana, dinamizadora de los veranos serranos, tenía por costumbre preocuparse por todos los vecinos, vecinas, púberes e infantes, con especial atención a los más vulnerables.
Consiguió institucionalizar tres festejos que activaba con su llegada cada mes de junio. Los dos primeros, las fiestas del juguete y la tortilla, reunían a las familias con menos recursos en el citado bosquete, y agasajaba a niños, niñas y adolescentes, padres sin trabajo y madres menesterosas, para hacer navidad del estío y acabar con el ayuno forzado de tantos vecinos del entonces menos Paraíso. La tercera celebración, la Fiesta de la Pera, convocaba a la vecindad en la capilla de San Ildefonso el día de San Agustín para oír misa y comer aquellas frutas crucificadas durante siglos en el muro del Jardín de los Frailes, colofón anual a la jornada veraniega.
Todo el vecindario, permanente o efímero, contribuyó a que el artista inmortalizara la triste mirada de aquella señora
Quizás por ello, por esa dedicación caritativa y el amor demostrado a este Paraíso, todo el vecindario, permanente o efímero, contribuyó a que el artista inmortalizara la triste mirada de aquella señora que pudiendo ser reina acabó por regalar peras a los vecinos, juguetes a los niños y tortilla española a los pobres de solemnidad. Quizás por ello, digo, por impedir que la sumisión a la corona de un pueblo interesado e inculto transformara en personaje histórico la persona real, una incipiente República aceptó su permanencia en territorio nacional que no se consumó y una bisoña democracia repatrió sus restos mortales del París de las desdichas patrias a la sacristía de la colegiata del Real Sitio.
Desde aquel entonces, sentada a la sombra del corro, la infanta petrificada no deja de mirar a todo el que asoma por su bosquete. Fijos los insondables ojos en un porvenir incierto, bajo los pardos líquenes de la desidia institucional, subyace una vez más la memoria olvidada de una España comprometida con el común; esa misma nación que, amante de la bondad e inocente como niño entre pinos silvestres y fragantes tilos, se deleita con un pedazo de tortilla en un eterno jugar sin conciencia del mañana atronador que ensordece un futuro perdido.
Fuente: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/la-infanta-petrificada/?fbclid=IwAR1NeKO4vUutBRW63iSvxN_QNTW8qU62Ubpqez2ZV_cYpdVaUUwk5soDrPw