POR TITO ORTIZ, CRONISTA OFICIAL DE GRANADA
María Pacheco, fue una albaycinera de armas tomar.
Nací en el Albayzín, en familia albaicinera de siglos atrás. Al parecer desciendo de cristianos viejos. Hasta lo estudiado, el Ortiz del que vengo, es un noble que llega a Granada haciendo la reconquista con los reyes católicos, e igual parece de la otra rama, los López. Por lo tanto, mis oídos de niño, siempre han escuchado en derredor de la mesa camilla, historias fantásticas de albaicineros que forman parte de la historia, y de albaicineras, que, con mucho carácter, protagonizaron momentos dignos de estar recogidos en la historia, con mayor justicia y relevancia. Mi abuela Juana, desde su Carmen albaycinero de la Placeta del Rosal, no dudó en salir pitando para El Fargue, y ayudar a sacar los cañones de la fábrica de pólvoras, para defender su querido barrio del Albayzín. Era el trágico verano de 1936. Treinta años más tarde me lo contaba, y a las hazañas de los vecinos, que tildados de rojos y masones fueron fusilados en las tapias del cementerio, por el solo hecho de defender la democracia y la justicia de un gobierno nacido de las urnas, cuya libertad por lo visto tenía las horas contadas, añadía los nombres de no pocas mujeres, que, como ella, habían luchado y habían perdido. Mi abuela siempre ponía dos ejemplos: El de su compañera de limpieza en Correos, Dolores la de Los Quero, y La Leona de Castilla.
MARÍA PACHECO
Pese a mi corta edad, yo a Dolores, la viuda de uno de Los Quero, la conocía al verla todos los días como se despedía de mi abuela, cuando a las diez de la noche, salían de trabajar para volver a las seis de la mañana al tajo, en aquel edificio que ocupaba por completo, lo que hoy es la Plaza de Isabel La Católica. Dolores, de luto riguroso siempre, incluido velo negro al pelo, era una mujer de una tristeza infinita en su rostro, a la que nunca vi sonreír. Vivía junto a sus hijos en una cueva del Barranco del Abogado, junto a la Venta de La Lata, de infausto recuerdo para su familia. Pero cuando mi abuela hablaba de La Leona de Castilla, se le iluminaba la cara, contando hazañas, hechos de valentía, sucesos de guerra, y toda clase de venturas, teniendo en cuenta que había sido vecina del Albayzín, e incluso dejaba entre ver, que descendía de su linaje, asunto éste que nunca pude comprobar, pero en el que mi abuela no insistía con su contundencia acostumbrada, seguramente por temor a ser descubierta. Pero lo que estaba claro es que su admiración por María Pacheco, que así se llamó La Leona de Castilla, la había llevado a estudiar su vida y obra de tal forma, que, desde su nacimiento alhambreño, hasta su muerte en el exilio portugués, odiando y siendo odiada por Carlos V, la admiraba y la trataba como de la familia. Argumentaba mi abuela, que aquella niña, hija de Íñigo López de Mendoza y Quiñones, tenía tanto carácter, que, aunque el siglo XVI no había hecho más que empezar, como quién dice, ella escogió el apellido de su madre para andar por el mundo, y eso no era cuestión baladí para la época. Nacida en un mundo de hombres y en la más alta nobleza, María es mujer instruida, habla varias lenguas, sabe de ciencias y matemáticas, todo eso teniendo en cuenta que, con tan solo quince años contrae matrimonio con Juan de Padilla, y abrazándolo a él, también acoge la causa comunera que fatalmente la enfrentará al emperador, y posiblemente sea la causa de su muerte por melancolía y abandono con tan solo treinta y cuatro años.
ALBAYCINERA Y VALIENTE
El ruido de las armas no amedrenta a María Pacheco, que ya en su más tierna infancia, es testigo de excepción en el Albayzín, de la sublevación morisca. De ahí que, dado su carácter, conocimientos y experiencia, argumentaba mi abuela Juana, que fue élla la que incitó a su marido, a encabezar el movimiento comunero contra Carlos V, de fatales consecuencias para la familia. Él morirá en el intento, y élla sumida en el más absoluto de los fracasos. Su hermano, Diego Hurtado de Mendoza, según mi abuela, no pudo conseguir el perdón para María, condenada a muerte por la justicia del Emperador, que nunca llegó a ejecutarla, y que, de manera displicente, permitió a través de la iglesia en Portugal, que al menos tuviera lo justo para subsistir, hasta su temprana muerte. Un buen día, por sorpresa, y aprovechando que los martes era “fémina” y entraban dos personas con una sola entrada, mi abuela me llevó hasta “El Canuto”, o para los finolis, el cine “Príncipe”. Vimos, La Leona de Castilla, con una interpretación genial de Amparito Rivelles. A la salida, mi abuela republicana y agnóstica y yo cogido a su mano, se puso a los pies del Cristo de Los Favores y rezó un padre nuestro y un ave maría, por el alma de su vecina y tal vez familia, María Pacheco. Secándose las lágrimas y dándose la vuelta rápidamente, me dijo: De esto, ni media palabra en casa.
FUENTE: EL CRONISTA