POR PEPE MONTESERÍN, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS)
Decíamos ayer que Septem editó “Oviedo, ciudad de novela”; en este ensayo, Moriano y Arias Argüelles-Meres dedican el último capítulo a la lírica con Oviedo como telón de fondo. De ahí “qué casonas reumáticas”, de Unamuno; “sucias tejas soleadas”, de Ángel González; “soledad llena de agonía”, de José Vela; “llueve y llueve sin tiempo”, de Aurora de Albornoz… y otros lamentos; pero los geniales antólogos cierran con un narrador, Valentín Andrés, para hacer justicia a la capital sin melancolías y con final feliz: “Millares de siglos antes de existir Oviedo, el Naranco ya era ovetense. Cuando el hombre de Oviedo sintió viva y punzante su ansia de inmortalidad, se fue a la montaña […] y sacó de sus entrañas bloques de piedra; los bajó al poblado, y, con ellos, delicados artífices, llenos de fe, expresaron sus ansias inmortales en la filigrana magnífica de la Catedral”. La prosa es la parte más guapa y difícil de la poesía.
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