POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (LA GRANJA-SEGOVIA)
Que el mucho uso de las palabras termina por confundir su significado es tan real como la distorsión que la distancia produce en la naturaleza. Acerquémonos, pues, y aprendamos a no fiarnos más que de nuestra propia experiencia.
Vista desde la distancia, parece más una prolongación empinada de la falda baja de Peñalara, metida en roca descarnada, matojo ralo y piornal medio seco, pasto de cervunal añejo y agua desbocada. Ni verde ni marrón, la Majada Hambrienta se diluye con la lejanía del mismo modo que la fragancia de los escaramujos claudica al llegar el mes de junio. Ahora bien, según va uno aproximándose, una sinfonía de matices asalta al caminante, haciéndole cruzar un portal místico hacia una dimensión perfecta, donde la naturaleza se constituye en sorpresa delirante de un tesoro oculto, desconocido, pero, al mismo tiempo, presente en todos y cada uno de nuestros anhelos.
Es vadear el arroyuelo que un poco más abajo romperá en la cascada arbórea y pétrea de la Chorranca, y dar comienzo un festival de sensaciones hasta llegar a la puerta de la caseta que los pastores levantaron en el arranque del canchal del pico. En ese momento es cuando se percibe que allí hay una inmensa pradera repleta de rico y nutritivo pasto, viejos pinos retorcidos y orgullosos de su edad, de su sabiduría; piornales extensos que todo parecen abarcar y límpidos humedales, madres de toda corriente que, cayendo en escorrentía primigenia, han de alimentar cuantos ríos necesite el Eresma para regar el corazón segoviano de Castilla.
Y pensando en esa dicotomía que tan buen proverbio le dejó a San Andrés, en ese semejar en la distancia lo que no es la realidad, mirando la majada escondida desde la primera plazuela de la carretera de Segovia me vi sorprendido hace un par de días al leer un Editorial de un conocido periódico virtual patrio. Resultaba que el redactor, mientras atizaba el pontificado ideológico de turno con la garrota de aquellos gigantes supuestamente retratados por Goya, había cometido el dislate de definir la actual carta magna que nos rige como constitución liberal.
Fue entonces que caí en la cuenta de que, para muchos compatriotas, de tanto repetirlo no pocos políticos, periodistas y ralea ad latere orgullosa de su ignorancia, liberalismo y democracia han acabado por ocupar un extraño campo semántico compartido. Para muchos, digo, lo liberal resulta democrático y la democracia, de tanto sobe y perversión, ha terminado por liberalizar su esencia popular y justa, perdida entre tanto trasiego desleal.
Ya muy pocos recuerdan que, de nueve constituciones paridas con no poco sufrimiento, España sólo ha alumbrado dos en verdad democráticas. La primera de ellas, la de 1931, denostada y perseguida por cuantos liberales se esforzaron en impedir que una democracia se consolidara en esta pobre nación; y la de 1978, nacida tras cuatro décadas de dictadura sustentada por el espíritu liberal de no pocos demócratas ingleses, estadounidenses y, en general, de todos aquellos que, por luchar contra el comunismo, vieron más juiciosa una funesta dictadura en España.
El resto de las constituciones, ya fueran cartas magnánimas otorgadas por regias manos en 1808 o 1834; reaccionarias y conservadoras del duro espadón en 1834 y 1845 o sencillamente antidemocráticas, como la pergeñada durante el reinado de Alfonso XII para durar una eternidad de inmovilismo y represión, mantuvieron el epíteto de liberal en su creación, siendo sus principales exponentes aquella de 1812 elaborada en Cádiz en plena guerra contra el francés, ampliamente recordada y celebrada pese a no haber sido leída por paisano alguno; y la de 1837, nacida tras la bien conocida revuelta de los sargentos en este Paraíso, bello eufemismo que oculta uno más de los muchos pronunciamientos militares acaecidos en este Santo País al calor de ideas liberales y contubernios cuartelarios.
Alguno podrá decir que en 1869 sí nació una constitución democrática tras la supuesta única revolución producida en quinientos años de historia y que hubo de llevar a los Borbón al destierro parisino. Aunque, tendrán que perdonar que me resulte difícil considerar de tal manera una carta tan poco magna que excluía a las mujeres, más de la mitad de la población, del proceso político y social instaurado que decía representar a toda la nacionalidad.
En cualquier caso, todos estos esfuerzos liberales de constituir un Estado a la medida de las élites burguesas y oligárquicas tenían un principio motor esencial: el beneficio del individuo y su progreso basado en la implantación de un Estado ínfimo. Bien es cierto que, en el caso de los principales modelos liberales europeos, la posibilidad de medrar del uno a costa del común monopolizada por la aristocracia y el clero se amplió hasta la burguesía, pero siempre impidiendo que pudiera darse la otra alternativa, la del progreso generalizado, puesto que su hipotético éxito radicaba en la constitución de un Estado fuerte que protegiera a los que siempre lo han soportado y nunca esquilmado.
Al menos, en España, parece que fue así. Arropadas por ese pseudoliberalismo, las élites aristocráticas y eclesiásticas en conjunción con la burguesía agraria, comercial e industrial y sus redes clientelares evolucionaron a partidos políticos institucionalizados que pudieran someter la constitución del Estado al crecimiento de su beneficio personal y, a lo sumo, del grupo de interés que conformaban.
De modo que, entendiendo lo que conlleva el liberalismo, no estaría de más que el dicho periódico, políticos, politicastros y faramallas profesionales empezaran a sacarlo de la semántica democrática. Pues, si bien desde la distancia del desconocimiento y el interés inmundo todo parece canchal, en realidad, con tan solo acercase un poco, con tan solo un mínimo de esfuerzo liberador, todos seremos capaces de apreciar la verde pradera cubierta del rocío primaveral que alberga la escondida Majada Hambrienta.