POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Andaba siempre Catalina, quien no había profesado aún sus votos en el convento de Santa Clara donde vivía, embebida tras las celosías de la torre, contemplando el torbellino de rutina que envolvía la ciudad, tan próximo y vedado. Y allí la encontró cierta tarde la abadesa, también Catalina, pero Fajardo, quien la animó a que, si acaso tanto anhelaba la libertad, abandonara el monasterio. La novicia, entre lágrimas, reconoció que ni siquiera sabía cuál de aquellas casas era la suya pues, por no conocer, ni a su madre conocía.
La abadesa contempló largo rato y en silencio a la joven afligida, hasta que la animó a acompañarla escaleras abajo. «Os sigo, doña Catalina», susurró la novicia. «Llámeme Madre, solamente», se limitó a decir aquella, si bien su voz, las más veces atronadora e insufrible, sonó un tanto dulce y cálida.
El origen de ambas Catalinas era incierto. «Se decía que la primera, de apellido López, era hija de amor, de pecado; quizás de crimen… Fue confiada a un viejo escudero, cuya mujer la crió, y que fue llevada muy niña al convento de Las Claras», recordará Díaz Cassou en ‘El Diario de Murcia’ en 1900. La segunda llegó al monasterio en la plenitud de su belleza. «Una pasión desgraciada, un desengaño profundo, una falta, un escándalo… hablóse de todo», apuntó el mismo autor. Vaya usted a saber.
Los años pasaron y en ambas mujeres se acrecentó su pena y desesperación. Una, por no hallar el origen de su sangre. La otra, por recordar a menudo cuál era el de la suya. Pero la primera corrió peor suerte. Porque una enfermedad traidora, de esas que con suaves dentelladas roban hoy el ánimo de comer, mañana el de andar y concluyen devorando hasta las fuerzas para levantarse, atenazó a la bella Catalina, hasta postrarla en su celda. La abadesa ordenó entonces que instalaran en la fría mazmorra una cama de colchón con colchas. No hubo clarisa que no se ofreciera para cuidar a la que todas consideraban como «la niña», de tan espléndida belleza que ni sus padecimientos lograban eclipsar. Según la regla de la comunidad, la abadesa tenía la obligación de visitar a cada una de las monjas que anduvieren enfermas, sin que las muchas tareas pudieran dispensarla de este menester.
Y doña Catalina Fajardo, aún más que eso, se turnaba con el resto de la comunidad para cuidar a la joven, quien no disimulaba cuánta alegría sentía cuando vislumbraba, a veces entre la neblina de unos hondos ojos enfebrecidos, que era la abadesa la que estaba junto a la cama.
El deseo de una moribunda
En una de aquellas vigilias que a menudo corroían la fe de doña Catalina y, acaso de tanto en vez alentaban su esperanza, la enferma le confesó cómo no merecía siquiera vivir, ni muchos menos entrar al Cielo. Tan terrible era el pecado que ocultaba su pecho. «Igual está equivocada y solo una falta es», restaba importancia la abadesa al caso. Pero Catalina insistió. «Pecado es no saber resignarse. Y yo no lo he hecho», advirtió la moribunda.
A trompicones, la religiosa reconoció a su superiora que no amaba a Dios sobre todas las cosas porque, aun queriéndolo como padre, tanto como madre quería a la bendita Santa Clara, no renunciaba a buscar a su madre terrenal y soñaba con algún día encontrarla. «Aunque sea una vez sola, que pueda darme un beso, un beso antes de morir».
Con apenas un hilo de voz, sor Catalina confesó que aquellas andanzas a la torre para contemplar la ciudad tras la celosía del monasterio ocultaban el secreto goce de escuchar cómo las gentes se llamaban entre sí madres e hijos. Y aún alguna vez, quebrado el aliento entre lágrimas, se había atrevido incluso a gritar al cielo: «¡Madre, madre!». Pero solamente en sueños encontraba la respuesta.
A medida que avanzaba el relato se apagaba su hermosa tez mientras una expresión de angustia recorría el rostro de la abadesa. Contará Díaz Cassou que ante tan triste discurso, la seria clarisa «retorcía las manos, las llevaba a su frente, miraba con infinito amor a la novicia, con terror a la puerta de la celda, con extravío, con locura a todas partes».
La joven Catalina, arrancando de su pecho las últimas fuerzas de su espíritu, aún logró suplicarle que no la dejara morir sin abrazar a su auténtica madre. Y expiró. La abadesa recorrió dando tumbos los pocos metros que la separaban de la campana de avisos, que apenas acertó a accionar, y el resto de la comunidad acudió a la celda.
Como era costumbre y lo sigue siendo, las hermanas unieron sus voces para invocar a los santos y a los ángeles del Cielo, a los que rogaban que acompañaran en aquel último trance el alma de la hermana Catalina. Entonces sucedió el prodigio. La abadesa, al escuchar el nombre, se dirigió a la celda y, aunque una religiosa le advirtió de que la joven ya había muerto, clavados los ojos en el techo, transformada la voz en un lamento que más tarde describirían como inhumano, alzadas las manos hacia el cielo, exclamó: «¡Alma, por santa obediencia, espera, espera en ese cuerpo!».
Cierto silencio, que jamás volvería a sentirse en Las Claras, sepultó toda la ciudad. Y como acariciada por el agua de las perdidas fuentes árabes que antaño adornaron el convento, la cara de la joven se iluminó y sus ojos se abrieron.
«¡Hija, hija mía!»
La abadesa, sin aguardar siquiera un segundo, mientras el resto de religiosas se arrodillaban asustadas, se abalanzó sobre la cama y cuajó de besos la cara de su hija, de aquella hija que mantuvo en secreto hasta verla a las puertas de la muerte. Luego, tras decirle al oído algunas palabras, una inmensa sonrisa volvió a iluminar el rostro de la joven. Y falleció.
Acaba de producirse el primer caso de resurrección, y acaso el último hasta hoy, en la sabrosa historia de la ciudad de Murcia. Y no solo eso. Lo curioso de esta leyenda es que otros autores de prestigio han mantenido que es una historia cierta. O que debería serlo. El legendario Martínez Tornel advirtió de que «’La Monjita’ es relato del P. Huélamo en sus ‘Biografías de Franciscanos Ilustres’, y también se ha publicado en alguna otra biografía eclesiástica». Lo de Huélamo, que en otras cosas bebió de falsos cronicones, podría discutirse, claro.
Pero resulta innegable que existió en Murcia una Catalina Fajardo, cuñada ni más ni menos que del adelantado Juan Chacón y que, además, llegó a ser abadesa del Real Monasterio de Santa Clara. De hecho, sobre aquel convento, que fue el primero femenino en la Región, se conserva un privilegio de los Reyes Católicos. Fue firmado el 2 de octubre de 1499 en favor de Catalina y sus monjas, concediéndoles 10.000 maravedís de juro -deuda pública- sobre las alcábalas de la trapería. Lo demás es leyenda. ¿O no?
Fuente: http://www.laverdad.es/