POR FRANCISCO SALA ANIORTE, CRONISTA OFICIAL DE TORREVIEJA
Por lo que se refiere al mundo mediterráneo, los antiguos griegos pensaban que entre el 1 y el 2 de noviembre Hades permitía el ascenso hasta la superficie de la Tierra a los espectros de quienes habían sido buenas personas durante su vida, para que pudieran manifestarse a sus descendientes y hablar con ellos mediante ruidos. Parece que fue Bonifacio III quien consiguió del emperador Focas un edicto reconociendo a Roma como cabeza de todas las Iglesias. Bonifacio III murió a los nueve meses de pontificado, el 12 de noviembre del año 607. El 15 de agosto del 608 fue consagrado obispo de Roma un monje benedictino originario de los Abruzos, Bonifacio IV. Con motivo de su elevación al solio pontificio, recibió un presente importante: el emperador Focas le regaló el Panteón.
Este templo de planta circular coronado por una impresionante cúpula había sido construido en el año 27 a. de C., por Agripa, en honor de todos los dioses. Bonifacio IV decidió al punto convertirlo en iglesia y, en el año 609, consagró el edificio a Santa María de los Mártires, en memoria de todos los que habían derramado su sangre por dar testimonio del único Dios.
Se instituyó entonces la fiesta de Todos los Santos, o de Todos los Mártires, marcando el inicio del otoño, por lo que venía acompañado, como costumbre tradicional, el estreno la ropa de abrigo para la fresca estación. En muchos lugares del Campo de Salinas esa fecha también suponía, el final del año agrícola: una vez recogidas las garrofas, peladas las almendras y prensadas las olivas en las almazaras, procediéndose a los pagos atrasados por la compra de animales, venciendo los contratos anuales de arrendamientos de tierras.
Estos días representaban, culturalmente, la preparación para una nueva estación en que la naturaleza entra en letargo, en un tipo de ‘muerte aparente’, en época de oscuridad y frío. Era el momento de rendir culto a los muertos, días que algunos lo vinculan con la vuelta de sus almas; otros, con ancestrales cultos a la naturaleza.
La noche de paso desde el día de Todos los Santos -1 de noviembre- hasta el siguiente, el de Día de las Ánimas, era el tiempo oportuno para que los vivos supieran del posible descontento de sus muertos.
También en las casas se encendían fuegos con propiedades mágicas, lucecitas especiales que ardían flotando sobre una capa de aceite y que servían para señalar a las almas el camino hacia su casa. Plantearlo de noche, mediado el otoño, cuando las mariposas de luz -ancestrales luminarias hechas con mecha, corcho y un trocito de una carta de la baraja de naipes- nadaban en el tazón sobre el aceite dibujando tenebrosas sombras, siempre suscitaba algún que otro remordimiento, pues si bien era cierto que nadie ha vuelto del otro sitio, se creía que cualquier día podía ser el primero, como purga de su alma y general susto y miedo para todos.
En Torrevieja existió la Cofradía de las Benditas Almas del Purgatorio, fundada el 10 de noviembre de 1813, cuyo cometido no fue otro que recaudar fondos para sufragar las misas y los rezos que hicieran posible que las almas en pena encontraran la paz eterna definitiva.
Se creía que las almas volvían desde el mediodía del 1 de noviembre hasta el mediodía siguiente, e incluso que descansaban sobre las barras de las sillas y que hablaban desde el interior de los aljibes, pozos y cántaros. Se creía que regresaban en busca del calor del hogar y para confortarse por la buena acogida que les dispensarían sus familiares, en muchas casas se les preparaba un lecho caliente por si querían acostarse, siendo costumbre que el día de difuntos se hiciera la cama por la mañana, temprano, dejándola preparada y marchándose tres veces a misa sus moradores para dar tiempo a que las almas a que pudieran acostarse y descansar.
Era tradicional en esa noche, del 1 al 2 de noviembre, que los hombres salieran a las calles del pueblo pasando la Noche de los Santos portando cencerros y ristras de ajos. A este hecho había que añadirle el toque que en esos días daban las campanas de la iglesia y que no dejaban de ‘tocar a muerto’, creando una ansiedad y el tormento de ánimo en los habitantes, no había mejor remedio que beber vino y anís en la taberna, lejos de tan luctuoso sonido.
Las mujeres iban a las misas de difuntos, cocinaban gachas de harina con arrope y «con la masa sobrante tapaban los ojos de las cerraduras de todas las puertas y candados de la casa, para que ninguna ‘alma en pena’, errabunda en la eternidad de los tiempos, pudiera entrar en ella» -según cuenta mi buen amigo José María Suárez, cronista de Guarromán-durante esa noche tan señalada, en la que los escalofríos nunca se sabía si eran debidos al fresco del otoño, o al susto que daba hablar del embarcadero de «la nave que nunca ha de tornar», que diría Antonio Machado.
Los familiares honraban a sus difuntos visitando sus tumbas, nichos, casillas y panteones en el cementerio, colocando con fervor flores y rezando para pedir por el perdón de los pecados de quienes fueron sus seres queridos.
Desde una semana antes visitaban las tumbas para arreglarlas al tiempo que le llevaban flores, repasaban el nombre de su familiar en la lápida de mármol, porque se estaba borrando, rezaban y engalanaban el lugar donde yacen sus muertos.
Era día donde muchos iban por un momento o también por medio día o por el día completo, para compartir con su familia y acompañar a quien en vida fue su ser querido, provistos de algo de comida con un refrigerio que les permitiera pasar bien el día: gachas con arrope, boniatos asados del vecino pueblo de Guardamar, arrope y calabazate y los dulces huesos de santo.
Fuente: http://www.laverdad.es/