POR TITO ORTIZ, CRONISTA OFICIAL DE GRANADA.
Se derrama el Galán de Noche, por las tapias encaladas de los cármenes albaycineros, y su aroma, nos hace volver la mirada hasta encontrar sus hojas y flores, tapizando el blanco con su verde, como un surrealista cojín a modo de la enseña andaluza. Su inconfundible perfume, nos sujeta más si cabe a nuestra tierra, porque en ningún otro lugar, se puede disfrutar de su fragancia, paseando por un barrio milenario, en el que se asentaron todas las culturas que nos precedieron. El Albayzín Íbero y romano, de bereberes ziríes y su Alcazaba Cadima, el Arrabal de los Halconeros, los aguerridos zenetes, los constructores de la Alhambra. Ese Albayzín único en el mundo, que ha inspirado a poetas, músicos y pintores, es el que se atreve a competir en belleza con la Alhambra, colocándose frente a ella, consciente de su valía, y de su paternidad, pues desde aquí partían cada amanecer, con el canto del gallo, todos los trabajadores que construyeron el monumento alhambreño, y a el retornaban al atardecer, para comprobar embelesados entre violetas y naranjas de horizonte, la monumentalidad de su obra imperecedera. El Albayzín de cármenes, arriates y parterres, de pilarillos, aljibes y pilones, de agua cantarina perfumada por jazmines, de botijos a la sombra, de mecedoras al arrullo de los pajarillos, de cantes y coplas espontaneas, en la voz de vecinos y vecinas, castizas y bravías, de moño recogido y claveles en el pelo. Una costumbre ya casi perdida incomprensiblemente, la de que la mujer granadina luzca en su cabeza un par de claveles, lo mismo que el hombre lo porte en el agujero de la solapa, sin necesidad de que sea el día de la Cruz, ni el Corpus. El adorno de unos claveles ha sido en otra época moneda corriente y diaria de engalanamiento, que debemos recuperar a toda costa, pues se empieza olvidando una flor en el ojal, y se termina por no saber de dónde eres, y ésta tierra se ha significado históricamente, por la guapura de sus gentes, y por ser pionera en tradiciones y costumbres.
Fue Granada, la que tuvo una peña taurina femenina y señera: La Madroñera, cuyas componentes protagonizaban un espectacular desfile hacia la plaza, presumiendo de mantilla, peineta, claveles y mantones de manila, cuando en otros puntos de Andalucía, no sabían que era eso. Lo mismo que el cuidado de los patios. Nosotros no hacemos concursos, pero siempre hemos tenido una vecina, o varias que se han encargado de que el patio estuviera de auténtica exposición. Yo recuerdo en mi patio del albayzín, como Carmela, una vecina ejemplar, se encargaba de que aquello pareciera un vergel. Tenía Carmela una tijera, la de limpiar el pescado, que manejaba con la técnica de un cirujano plástico. Había que verla por las mañanas, mientras cantaba con poderío, Torre de Arena de Marifé de Triana, como podaba los geranios, hasta dejarlos espercojaos y relucientes, y como mimaba con una bayeta impregnada en aceite y agua, aquellas hojas inmensas de las pilistras, dejándoles un verde esmeralda brillante para toda la semana. Competía Carmela con el padre Mundina, y en muchas cosas o lo rectificaba o le llevaba la contraria, pero nuestro patio albaycinero era una puerta al paraíso. El tallo largirucho de las clavellinas, en aquello tiestos de gancho a la pared, parecían fuegos artificiales, repletos de fragancia albaicinera, y Carmela cantaba mientras abonaba la enredadera, con mantillo y canela.
Fandango de Graná.
Un granadino de Plaza Nueva que nació ciego en aquella época, estaba abocado a vivir de la limosna y la caridad, pero estuvo protegido y bien aconsejado siempre. Ya de zagalón, la ONCE, como en tantas otras ocasiones, lo formó, lo educó y lo hizo músico. Primero llegaron los clásicos, pero un niño criado en la plaza de Santa Ana, donde el tranvía daba la vuelta, escuchando el quejío diario del Dauro y el lamento de las tres campanas, tiraba a flamenco seguro, y más teniendo en cuenta que en el barrio había dos o tres tabernas, donde afortunadamente no se prohibía el cante, y él, apostado en la puerta, con el oído que dios concede a quienes priva de la vista, se embelesaba escuchando a los aficionados parroquianos, enfrascados en lo más jondo de una seguiriya, ante una cuartilla de blanco en botella con corcho y caña. Vicente, el niño ciego de Plaza Nueva, era flamenco hasta en la postura ante la vida. Con redaños, inteligencia y trabajo, alcanzó a tocar con los grandes y para las grandes, dominó todos los instrumentos de plectro, y se paseó por el mundo llevando el nombre de granaíno, con orgullo. Más, siempre fue discreto en su vivir, y jamás reclamó para sí reconocimiento alguno, sino aquel que quisieron concederle. A mí juicio éste fue escaso y de bajo fuste, de acuerdo a todos sus merecimientos, pero a Granada le sale la vena de madrastra con tanta frecuencia, que eso ya no es noticia, como decimos los periodistas. «Pa» morirse. La guitarra clásica y flamenca, ha perdido un pilar indispensable de esos ejecutantes que ya no quedan, con las raíces en Sabicas o Niño Ricardo, y que ahora, a base de imitadores de Paco de Lucía, tenemos pocas ocasiones de escuchar. Y era granadino de Plaza Nueva, que en su momento se codeó con las élites artísticas de su época, a los que acompañó, y que, como solista, nos ha dejado páginas inolvidables de la más alta escuela del toque. Con un alto concepto de la amistad, y una conversación fluida y cordial, Vicente, degustó la vida, sin el menor reproche a la naturaleza, por haberle privado del sentido de la vista. Al contrario, fue generoso con sus semejantes, y jamás antepuso su discapacidad para pretextar algo. Se consideró uno más, y su fino sentido del humor nunca faltó a la cita.
Recuerdo a Vicente.
Pero el albayzín tiene un hermano que es el Sacromonte. Nos vamos de un barrio Flamenco a un barrio gitano, como si lo uno pudiera separarse de lo otro. El de la verea de en medio, el de las cruces camino de la abadía, el de las siete cuestas, el de las catacumbas de san Cecilio y el de las cuevas de la zambra. Una gitanería señorial y artística, que ha sabido con su arte, atraer no solo a los buenos aficionados, sino a reyes, príncipes, jefes de estado, artistas de todas las disciplinas y estrellas de Hollywood. Lo que se hace en el Sacromonte no se hace en ningún otro sitio. El ritual de la boda gitana se conserva aquí, como parte exquisita de nuestra tradición. Desde la jondura de Juanillo, El Gitano, a la gracia de maría La Canastera, pasando por los Amaya, los Cortés, los Heredia. Desde la Faraona, a la Golondrina, desde las pitas a las chumberas, de las fogatas a la saeta a su cristo de cuatro clavos, el Sacromonte, es un pedazo de nuestra historia inseparable, con don Andrés Manjón, a lomos de una borriquilla, impartiendo educación, comida y vestido, a la banda del Ave María, dirigida por el maestro José Ayala. Algunos de aquellos niños, formaron parte de nuestra banda municipal que cumple cien años, como lo hicieron también los pioneros de la banda de la Fábrica de Pólvoras de El Fargue.
Feliz Cumpleaños.
En una de sus cuevas, una afortunada noche, Antonio Sánchez Ramírez, El Compadre, fundó la hermandad del Rocío de Granada, en una servilleta de papel. El tango falseta, el de los merengazos, conviven con la cachucha, la mosca y la alboreá, formando parte de nuestro legado irrenunciable de la música granaina. Alboreá Tito Luís, como lo llamábamos los amigos, era conocido como, El Diamante Rubio. Misógino desde la cuna, al ser abandonado por su madre nada más nacer, se atrincheró tras unas gafas sin cristales y un bastón flexible a lo charlot para hacer reír y animar en todo. Su oronda figura era habitual en las tardes de los domingos en el viejo Los Cármenes, donde revestido con los colores de nuestro Granada, y portando un enorme sombrero andaluz con las listas blanquirojas, recorría todo el campo animando a la afición. Tampoco faltaba a las corridas de la monumental Frascuelo, donde su grito de: Música maestro, dirigido a la banda, animaba a la afición en el inicio de la faena de muleta. El Diamante Rubio, formó parte también de la cuadrilla de toreo cómico, que, en Granada, capitaneaba, Antonio Rubito, tranviario de Churriana, conocido como El Gran Pirulo, que toreaba vestido de Charles Chaplin, utilizando su bastón para montar la muleta. De aquella cuadrilla de cómicos en el ruedo, formaron parte muchos granadinos, como Vaquerito, o Juanillo el barnizador, famoso por torear las becerras, vestido de gitana, o de Cantinflas. éste último me contaba, que, durante muchos años, los toreros cómicos granadinos recorrieron la geografía española, como lo hacían entonces, El Bombero Torero, El Empaste, o El Chino Torero. Contaba con especial gracia, como en la postguerra, y para poder sacar rendimiento de las carnes, los empresarios les echaban para torear, no becerras de un año, sino vacas cinqueñas ventajosas en el matadero, y de aquellas hazañas, contaba lo ocurrido en Diezma, donde la vaca era tan grande, que cuando se les quedaba a la altura de las zapatillas y echaba el aire por las fauces, era tanto y tan caliente, que ellos le pusieron de nombre, La Fogonera. Y eran las circunstancias tan paupérrimas, que, por temor a quedarse sin el festejo, en el pueblo decidieron no sacrificarla, de tal modo, que, durante más de diez años, les echaron para torear a la misma vaca, con la que ya lograron tener una amistad grande, y cada año, se despedían de ella abrazándola hasta el siguiente. La Fogonera, llegó a ser un compañero más de los toreros cómicos granadinos de la cuadrilla de El Gran Pirulo. Y como diría el Diamante Rubio:¡Música maestro!
Era Matajacas, un subteniente del ejército de tierra, que presumía de lucir La Cruz Laureada de San Fernando, la máxima distinción española para hechos heroicos de guerra, que sólo una persona más tenía concedida: El general Franco. Matajacas decía haberla obtenido por su valentía en la defensa del Peñón de La Mata, en Cogollos Vega. Hasta casi la década de los años setenta del siglo pasado, Matajacas, se paseaba por el centro de Granada, con su uniforme militar, a lomos de una jaca blanca, perfectamente adiestrada para su recorrido, que comenzaba en las bodegas Castañeda, donde el subteniente daba cuenta de su acreditado vermut, mientras la jaca permanecía paciente en la puerta de la calle Almireceros. Sobre el brioso corcel, proseguía el recorrido hasta el bar Jandilla, donde después del chato de vino, la desataba de la aldaba en puerta del Corrral del Carbón, y andando se dirigían ambos hasta el cercano Cisco y Tierra, la jaca siempre dos pasos atrás del militar, como manda el reglamento. Era aquel el momento que aguardaba El Mananas, con su mono azul, el yugo y las flechas de Falange en el pecho y sus botas militares acharoladas, para dejar impecables las de montar de Matajacas. El animal aguardaba paciente en la puerta de la Casa de Socorro, hasta que su amo le silbaba, y ésta se disponía a ser montada hasta Los Mariscos, junto al teatro Cine Regio, donde don Mariano Méndez, salía a acariciarle sus blancas crines. La siguiente estación era el club taurino, donde Matajacas ya no descabalgaba, y se hacía servir en la puerta el caldo correspondiente. De ahí, a la taberna del Elefante en Puerta Real, en la que El Bueno de Enrique y su mujer Encarna, atendían con esmero al habitual cliente, no sin elogiar la extraordinaria doma de aquel animal bendito, henchido de paciencia, que, con solo un gesto de su dueño, sabía lo que tenía que hacer. Sobre la cabalgadura de nuevo, el borlo de su gorro de barco, le iba golpeando la nariz al ritmo sereno de la yegua postinera y elegante, que era la envidia de todos los paseantes, y de ésta guisa, el animal proseguía su ruta hasta la misma puerta de la basílica de nuestra patrona, donde sin ser avisada, giraba su cuerpo a la derecha para enfrentar la puerta, y con el jinete sobre sus lomos, la jaca se arrodillaba de sus manos delanteras, haciendo genuflexión a la virgen de las Angustias, mientras Matajacas, permanecía en el primer tiempo del saludo militar. Arrancados los aplausos de los presentes, al comprobar aquella escena, la jaca recuperaba su posición inhiesta, y lentamente giraba hacia la puerta del bar de los hermanos Granados, donde su jinete repostaría de nuevo. Allí aguardaría una vez más paciente, atada a la reja.
Granada no ha vuelto a vivir una rivalidad taurina, como la que protagonizaron los novilleros, Rafael Mariscal y Miguel Montenegro. Mariscalistas y montenegristas, llegaron incluso a las manos, por defender al torero de su afición. La escuela taurina del Club Taurino, se encargó de formarlos y lanzarlos a la gloria del toreo, para regocijo de una Granada taurina, que los vio triunfar, no solo en su tierra, sino en todas las plazas importantes de España y América. Aquellos dos niños granadinos, pusieron Vista alegre Boca abajo, la noche de su mano a mano, y Madrid se les rindió. Pronto surgieron sus peñas taurinas y la intención de contar con ellos para todo, en la ciudad que los vio nacer y crecer. Hasta La Albaicinera Virgen de La Aurora, llevó los bordados de sus vestidos de torear en el palio. Granada hervía con las dos aficiones encontradas, y el club taurino era entonces un centro de actividad frenética, hasta el punto de que un toro muerto, mató a un socio. Si he dicho bien, un toro muerto, mató a un socio. Costumbre era, que los taurinos se reunieran en el salón de la chimenea a leer el periódico, y un día ocurrió lo imposible. Una de las cabezas de toro que colgaba de la pared, con su placa en la que se leía, la ganadería, el nombre del bicho y los caballos que había matado en la plaza del Triunfo, se descolgó al fallarle la alcayata, con tan mala fortuna que un socio que bajo ella leía el Ideal, resultó muerto en el acto. De los toros no puede uno fiarse, aunque estén muertos y disecados. Años más tarde, Granada iba a recobrar su afición y su ilusión taurina, con la irrupción de un torero diferente. Ricardo Puga, El Cateto, logró hacerse un hueco en la Granada taurina con su verdad taurómaca y originalidad porque se hacía anunciar en unos enormes carteles, vestido de pana y albarcas, con un haz de leña al hombro. Algunos decían ver en él, la reencarnación de otro mítico torero granadino, Miguel Gálvez, El Lechero, que en 1737 tuvo bastante renombre. Puga Cifuentes, El Cateto, nacido en Juviles, tomó la alternativa en Motril de manos de Curro Girón, y actuó como testigo un torerazo de nuestra tierra, José Julio Granada. El Cateto, en su corta trayectoria, revolucionó a la afición, y hoy su estirpe sigue siendo famosa, porque su sobrino, es el Mago Migue, tan querido por todos nosotros. El cateto, nos vino de la tierra de La Alpujarra.
Una noche de Luna llena, y a la luz de las estrellas, Pepe Ladrón de Guevara, y Pepiniqui, vagaban por la ciudad después de haber cerrado todas las tabernas. Después de dar mil vueltas, lo único que encontraron abierto a esas horas de la madrugada, fue la Farmacia de don Pedro, en la placeta de san Gil, que estaba de guardia. Viendo el estado en que llegaban los dos, el mancebo, Pedro Camacho, les salió al encuentro y preguntó que querían, a lo que éstos respondieron que no encontraban ninguna taberna abierta a esas horas, y se preguntaban si en una farmacia habría algo de beber. El mancebo, después de pensar un poco, les dijo: Yo aquí lo único que les puedo ofrecer es Quina Santa Catalina, a lo que respondieron que se hicieran llegar hasta ellos una botella de quina y sendos vasos. El mancebo veía que los extraños clientes no tenían intención de marcharse, y que se hacían llenar los vasos una y otra vez, así que, en un descuido, pasó a la rebotica, trajo algo que vertió en los vasos sin que los bebedores se dieran cuenta, y al cabo del rato los invitó a marcharse, no sin antes regalarle a cada uno, un rollo de papel higiénico del elefante, que los amigos no supieron interpretar, hasta que se habían alejado de la farmacia unas dos calles. El laxante que el mancebo les había administrado, los tuvo durante dos días atados al retrete, cantando Adiós Granada.
Coincidimos una noche buscando a La Virgen de La Alhambra, los hermanos Garzón, del comercio, que iban con Carlos Cano y yo, porque fue una de esas ocasiones en las que la hermandad varió el recorrido, y pasó por el campo del Príncipe. Aprovechamos para pasar por la casa donde nació el cantante, en la Cuesta Rodrigo del Campo, subimos por la Puerta del Sol a los Alamillos, repostamos en Casa de La Trino, y así llegamos a los bosques de la Alhambra, para esperar a la Señora en su regreso. Durante el camino, recuerdo haber hablado con Carlos de Frasquito Yerbagüena, Francisco Ayala, Enrique Padial, de Gelu, Valen, de Rhut y Los Granada, José Antonio Cantaré, el maestro Novis y los Jueves Infantiles, Pepita Ávila, Rosita Ferrer, Li Morante, Paquito Rodríguez y El Mascota, su inseparable acompañante al órgano, Julián Granados, que tanto tiempo fue buscando a Lupita, y de nuestro Enrique Morente, que por fin triunfaba en Madrid. Ese mismo año, Carlos Cano le puso la voz a la marcha de semana santa, Pasan los Campanilleros, con la letra de Antonio Burgos, marcando un hito más en su carrera, y en la semana santa. La banda y yo, os deseamos el mayor de los éxitos, en todos los actos dedicados a nosotros los mayores, y que aquí hemos inaugurado en la edición 2017. Nos despedimos con nuestra Granada por antonomasia, la de Agustín Lara.
Sabéis que Agustín Lara compuso nuestra canción sin conocer la ciudad, allá por 1932, y la cantó con tal acierto, que estábamos en deuda con él. Por eso, la corporación municipal, lo invitó a conocernos. El Ayuntamiento de Granada, por Acuerdo del Pleno Extraordinario Municipal de 12 de junio de 1964, le nombró «Hijo Adoptivo», le hospedó en el Hotel Alhambra Palace y le ofreció una recepción en el Carmen de los Mártires, siendo objeto de numerosos obsequios, entre ellos una caja de taracea que contenía tierra granadina y de una batuta con empuñadura de plata. El multitudinario homenaje popular se hizo en el Paseo de los Tristes, a los pies de la Alhambra, aprovechando el escenario allí instalado durante las recién celebradas fiestas del Corpus. La Banda Municipal de Música interpretó los sones de Granada y fue incluso dirigida unos breves instantes por el propio Lara. Durante dos días, la corporación lo acompañó a conocer el Albayzín, el Sacromonte, La Alhambra, y terminados los fastos, se despidieron de él a las puertas del hotel, ya que, a las once de la noche, partía en coche cama del exprés camino de Madrid. A los ocho o diez días del acontecimiento, el director del Alhambra Palace, bajó al despacho del alcalde, Manuel Sola Rodríguez Bolívar, y le preguntó: ¿alcalde, que hacemos con la factura de don Agustín Lara?, pues lo de siempre, trae que te la firme y pasa por caja a que te la paguen. Es que la factura va por un pico. Hombre tampoco será tanto. Ya lo creo, es que el señor Lara, sigue hospedado en el hotel.
FUENTE: CRONISTA